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Jack dejó el maletín en un rincón, arrojó el abrigo sobre el sofá y se resistió al impulso de echarse a dormir sobre la alfombra. Ucrania y vuelta en cinco días le había hecho polvo. La diferencia horaria de siete horas ya había algo terrible, pero para ser alguien que rondaba los ochenta, Walter Sullivan se había mostrado infatigable.

Les habían hecho pasar por los controles de seguridad con el respeto y la celeridad que se merecían la fortuna y la fama de Sullivan. A partir de aquel momento se había sucedido una serie de reuniones interminable. Habían visitado fábricas, minas, oficinas, hospitales, y después habían ido a cenar y a emborracharse con el alcalde de Kiev. El presidente de Ucrania les había recibido al segundo día, y al cabo de una hora Sullivan le había subyugado. El capitalismo y la libre empresa eran respetados por encima de todo lo demás en la república liberada y Sullivan era un capitalista con C mayúscula. Todos querían hablar con él, estrecharle la mano, como si les fuera a contagiar parte de su capacidad para hacer dinero, y ellos se fueran a hacer ricos en cuestión de días.

El resultado había superado todas las expectativas a medida que los ucranianos aceptaban entusiasmados todos los puntos del acuerdo comercial. La oferta por los misiles vendría después en el momento apropiado. Todos esos cacharros inútiles se convertirían en dinero contante y sonante.

El 747 de Sullivan había hecho el vuelo directo desde Kiev al aeropuerto internacional de Washington y una limusina había llevado a Jack a su casa. Fue a la cocina. Lo único que había en el frigorífico era leche agria. La comida ucraniana no estaba mal pero era pesada, y después del primer par de días sólo había picoteado. Y había bebido demasiado. Al parecer, no se podían hacer negocios sin beber.

Se rascó la cabeza, tenía un sueño brutal, pero estaba demasiado cansado para dormir. En cambio tenía hambre. El reloj interno le decía que eran casi las ocho de la mañana y el que llevaba en la muñeca marcaba las doce pasadas. Si bien la capital del país no podía compararse con la Gran Manzana en la capacidad de atender cualquier apetito o interés las veinticuatro horas del día, había algunos lugares donde Jack podía encontrar una comida decente en una noche de semana a horas intempestivas. Mientras se ponía el abrigo sonó el teléfono. Tenía conectado el contestador automático. Jack abrió la puerta, pero vaciló. ¿Quién llamaba a estas horas? Escuchó el mensaje del contestador seguido por la señal.

– ¿Jack?

Se abalanzó sobre el teléfono al escuchar aquella voz que acababa de surgir del pasado como una pelota retenida debajo del agua hasta que se suelta y sale a la superficie con un estallido.

– ¿Luther?

El restaurante, uno de los favoritos de Jack, era poco más que una fonducha. Aquí se podía conseguir una comida digna a cualquier hora, de día y de noche. Era un lugar en el que Jennifer Baldwin nunca hubiera puesto los pies y que él y Kate habían frecuentado. Hasta hacía muy poco, los resultados de esta comparación le habrían preocupado, pero ya lo había decidido, y no tenía la intención de volver al tema. La vida no era perfecta, y nadie se podía pasar toda la existencia buscando esa perfección. No pensaba hacerlo.

Jack devoró los huevos revueltos, el beicon y las cuatro tostadas. El café recién hecho le quemaba la garganta. Después de cinco días de café instantáneo y agua mineral, le sabía a gloria.

Miró a Luther, que entre trago y trago de café miraba la calle mal iluminada a través de la ventana sucia.

– Pareces cansado -comentó Jack.

– Tú también, Jack.

– He estado fuera del país.

– Yo también.

Eso explicaba el estado del jardín y la correspondencia. Una preocupación innecesaria. Jack apartó el plato y pidió más café. -El otro día fui a tu casa.

– ¿Para qué?

Jack se esperaba la pregunta. Luther Whitney nunca se iba por las ramas. Pero la anticipación era una cosa: y otra tener la respuesta preparada. Encogió los hombros.

– No lo sé. Sólo quería verte. Ha pasado mucho tiempo.

Luther asintió.

– ¿Sales otra vez con Kate?

Jack bebió un trago de café antes de contestar. Notó el latido en las sienes.

– No. ¿Por qué?

– Pensaba que los había visto juntos hace un tiempo.

– Nos encontramos por casualidad. Nada más.

Jack no podía afirmarlo, pero la respuesta parecía inquietar a Luther. El hombre advirtió la mirada atenta de Jack y sonrió.

– Sabes, tú eras el único medio para saber cómo le iban las cosas a mi pequeña. Eras mi canal de información, Jack.

– ¿Alguna vez has pensado en hablar con ella directamente, Luther? Sabes que valdría la pena intentarlo. Los años pasan.

Luther descartó la propuesta con un ademán. Volvió a mirar a la calle.

Jack le observó. El rostro se notaba más delgado, los ojos hinchados. Tenía más arrugas en la frente y alrededor de los ojos de las que recordaba. Pero habían pasado cuatro años. Luther había llegado a una edad en que el deterioro era muy rápido, se hacía evidente cada día.

Se descubrió a sí mismo mirando los ojos de Luther. Siempre le habían fascinado. Verde oscuro, y grandes, como los de una mujer, demostraban una confianza absoluta. Eran los ojos de los pilotos, con una calma infinita sobre la vida en general. Nada les sacudía. Jack había visto la felicidad en aquellos ojos, cuando él y Kate anunciaron su compromiso, pero la mayoría de las veces había visto tristeza. Y sin embargo debajo mismo de la superficie Jack vio dos cosas que nunca había visto antes en los ojos de Luther Whitney. Vio miedo. Vio odio. Y no estaba seguro cuál de las dos cosas le preocupaba más.

– ¿Luther, tienes problemas?

Luther sacó el billetero y, a pesar de las protestas de Jack, pagó la cena.

– Vamos a dar un paseo.

Un taxi los llevó hasta el Mall y caminaron en silencio hasta un banco delante del castillo del Smithsonian. El aire de la noche era fresco y Jack se subió el cuello del abrigo. Jack se sentó mientras Luther permanecía de pie y encendía un cigarrillo.

– Eso es nuevo. -Jack miró las volutas de humo que subían lentamente en el aire.

– A mis años… ¿qué más da? -. Luther arrojó la cerilla y la hundió en la tierra con el pie. Se sentó en el banco.

– Jack, quiero que me hagas un favor.

– De acuerdo.

– Todavía no sabes cuál es el favor. -Luther se levantó-. ¿Te importaría caminar? Se me agarrotan las articulaciones.

Pasaron por delante del monumento a Washington y caminaban hacia el Capitolio cuando Luther rompió el silencio.

– Estoy metido en un aprieto, Jack. Por ahora no es muy serio, pero tengo la impresión de que no tardará mucho en empeorar. -Luther no le miró, mantenía la vista puesta en la enorme cúpula del Capitolio-. No estoy muy seguro de cómo irá el asunto, pero si va por donde creo, entonces necesitaré un abogado, y te quiero a ti, Jack. No quiero a un picapleitos ni a un principiante. Tú eres el mejor abogado defensor que he visto en toda mi vida, y eso que conozco a muchos bien de cerca y personalmente.

– Ya no me ocupo de esos casos, Luther. Ahora me encargo de documentos, hago tratos. -En aquel momento, Jack se dio cuenta de que era más un empresario que un abogado. Descubrirlo no le hizo ninguna gracia.

– No trabajarás gratis -continuó Luther, como si no le hubiese oído-, te pagaré. Pero quiero alguien en el que pueda confiar, y tú eres el único en el que confío, Jack. -Luther se detuvo y miró al joven a la espera de una respuesta.

– Luther, ¿quieres decirme qué pasa?

Luther sacudió la cabeza con mucho vigor.

– No a menos que me vea obligado. Lo que no sepas no te hará daño a ti ni a nadie. -Miró a Jack con una mirada tan intensa que le hizo sentir incómodo-. Pero te diré algo, Jack, si vas a ser mi abogado, este asunto puede ponerse muy feo.

– ¿A qué te refieres?

– A que la gente puede hacerse daño con este asunto, Jack. Daño de verdad, de ese del que no se vuelve.

– Si tienes algunos tipos así detrás tuyo quizá lo mejor sería hacer un trato ahora mismo, conseguir inmunidad y desaparecer en el programa de protección de testigos. Hay muchísima gente que lo hace. No es una idea original.

Luther soltó una ruidosa carcajada. Continuó riendo hasta que se ahogó y acabó vomitando lo poco que tenía en el estómago. Jack le ayudó a enderezarse. Sintió el temblor en los miembros de su amigo. No se dio cuenta de que temblaba de rabia. El estallido era algo tan poco característico en un hombre como que a Jack se le puso la piel de gallina. Sudaba a pesar de que el frío congelaba las nubecillas del aliento.

Luther recuperó la compostura. Inspiró con fuerza un par de veces. Parecía avergonzado.

– Gracias por el consejo, envíame la minuta. Tengo que irme.

– ¿Irte? ¿A dónde demonios vas? Quiero saber qué pasa, Luther.

– Si me ocurre alguna cosa…

– Maldita sea, Luther, estoy un poco harto de tanta historia de capa y espada.

Luther entrecerró los párpados. De pronto recuperó la confianza con un toque de ferocidad.

– Todo lo que hago tiene una razón, Jack. Si ahora no te cuento de qué va todo el asunto es porque tengo una razón muy buena. Quizá no lo entiendas ahora, pero lo hago para protegerte hasta donde pueda. No te mezclaría para nada si no necesitara saber que estás dispuesto a representarme si te necesito. Porque si no vas a ayudarme, olvídate de esta conversación, olvídate de que alguna vez me conociste.

– No lo dices en serio.

– Totalmente en serio, Jack.

Los dos hombres se miraron. Los árboles detrás de la cabeza de Luther habían perdido casi todas las hojas. Las ramas desnudas se elevaban hacia el cielo, como rayos negros congelados en el lugar.

– Estaré allí, Luther.

– Luther tocó la mano de Jack y al cabo de un instante Luther Whitney desapareció entre las sombras.

El taxi dejó a Jack delante del edificio de apartamentos. La cabina de teléfonos estaba al otro lado de la calle. Se detuvo por un momento mientras se armaba del valor necesario para lo que se disponía a hacer.

– ¿Hola? -dijo una voz somnolienta.

– ¿Kate?

Jack contó los segundos hasta que a ella se le despejó la cabeza e identificó la voz.

– Caray, Jack, ¿sabes qué hora es?

– ¿Puedo ir a tu casa?

– No, no puedes venir. Pensaba que ya había quedado claro. Hizo una pausa, se preparó para el siguiente paso.