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– Buena chica.

Tardaron una media hora en hacer el viaje. Frank bajó el cristal de la ventanilla y dejó que el viento le azotara el rostro. También ayudaba a disipar el humo. Simon se lo estaba haciendo pasar fatal en ese aspecto.

El dormitorio había permanecido sellado de acuerdo con las órdenes de Frank.

El policía esperó en un rincón del dormitorio de Walter Sullivan mientras Simon preparaba una mezcla de diferentes sustancias químicas y después volcaba la solución en un rociador de plástico. A continuación, Frank le ayudó a poner toallas debajo de la puerta y cinta adhesiva en las ventanas. Echaron las cortinas, para cerrar el paso a la luz natural.

Frank volvió a echar una ojeada a la habitación. Miró el espejo, la cama, la ventana, los armarios y por último la mesa de noche y el agujero que había encima, donde habían quitado el estuco. Entonces volvió la mirada a la foto. La recogió. Recordó una vez más que Christine Sullivan había sido una mujer muy hermosa, algo que nada tenía que ver con el cadáver destrozado que él había visto. En la foto aparecía sentada en una silla junto a la cama. Una esquina del lecho se colaba por la derecha de la foto. Algo irónico si consideraba el uso que le había dado a este vehículo tan particular. Sin duda los muelles necesitaban la revisión de los cincuenta mil kilómetros, aunque después ya no los utilizarían mucho. Recordó la expresión de Walter Sullivan. Allí ya no quedaba nada.

Dejó la foto en su lugar y continuó observando el trabajo de Simon. Echó otra mirada a la foto; algo le preocupaba, pero lo que fuera que se le hubiese ocurrido desapareció de su cabeza tan rápido como había aparecido.

– ¿Cómo se llama ese producto, Laura?

– Luminol. Lo venden con diferentes nombres, pero es el mismo reactivo. Estoy preparada.

Simon apuntó con el rociador el trozo de alfombra donde habían cortado los pelos.

– Es una suerte que no tengas que pagar por la alfombra -comentó el detective con una sonrisa.

– No me importaría -replicó Simon que se volvió para mirarle-. Me declararía en quiebra. Me embargarían el sueldo de aquí a la eternidad. Es el gran igualador de los pobres.

Frank apagó la luz, y la habitación quedó sumida en la más total oscuridad. Sonaron unos ruidos a medida que Simon apretaba el gatillo del rociador. Casi en el acto, como un puñado de luciérnagas, una muy pequeña parte de la alfombra brilló con un color azul pálido. que se mantuvo por un instante. Frank encendió la luz del techo y miró a Simon.

– Así que ahora tenemos la sangre de alguien más. Estupendo, Laura. ¿Podrás recoger lo suficiente para un análisis, determinar el grupo, fijar el adn?

– Levantaremos la alfombra para ver si la mancha traspasó, pero lo dudo. En las alfombras tratadas la cantidad que traspasa es mínima. Además, cualquier residuo estará mezclado con un montón de sustancias. No te hagas ilusiones.

– Vale, tenemos a un malhechor herido -dijo Frank pensando en voz alta-. No mucha sangre, pero una poca. -Miró a Simon para recibir la confirmación y la mujer asintió-. Herido, pero ¿con qué? No tenía nada en la mano cuando la encontramos.

– Y como la muerte fue instantánea -añadió Simon, que le adivinó el pensamiento-, es probable que hablemos de espasmo cadavérico. Para quitárselo de las manos tendrían que haberle roto los dedos. -Y en la autopsia no se apreció tal cosa -acabó Frank. -A menos que el impacto de las balas le hiciera abrir la mano.

– ¿Cuántas veces ocurre?

– Con una es suficiente para este caso.

– Bueno, supongamos que tenía un arma, y ahora el arma ha desaparecido. ¿Qué clase de arma?

Simon pensó en la pregunta mientras guardaba el equipo.

– Podemos descartar las armas de fuego; si hubiese llegado a disparar habríamos encontrado rastros de pólvora en las manos. No las hubiesen podido eliminar sin dejar huellas.

– Bien. Tampoco hay ninguna prueba de que tuviera un arma registrada a su nombre. Además, ya está confirmado que no había armas en la casa.

– Por lo tanto, nada de pistolas. Entonces, quizás un cuchillo. No sabemos el tamaño de la herida, quizá sólo un corte, algo superficial. Por el tamaño del trozo recortado podemos deducir que no hubo hemorragia.

– Así que apuñaló a uno de los autores, en un brazo o en una pierna. Entonces, ¿retrocedieron y dispararon contra ella? ¿O descargó la puñalada mientras agonizaba? -Frank se corrigió a sí mismo-. No, murió en el acto. Apuñaló a uno de ellos en otra habitación, corre hasta aquí y entonces la matan. Mientras permanece a su lado, la sangre del herido cae sobre la alfombra.

– Excepto que la caja fuerte está aquí. Lo más lógico es suponer que ella les sorprendió en plena faena.

– De acuerdo, pero recuerda que dispararon desde la puerta hacia la habitación. Y dispararon hacia abajo. ¿Quién sorprendió a quién? Esto es lo que me tiene sin dormir.

– Entonces, ¿a qué viene llevarse el cuchillo, si fue así?

– Porque podía identificar a alguien.

– ¿Huellas digitales? -Simon frunció la nariz como si pudiese oler las pruebas escondidas en la habitación.

– Es lo que creo -afirmó Frank.

– ¿La difunta señora de Walter Sullivan tenía la costumbre de llevar cuchillo?

Frank se dio una palmada tan fuerte en la frente que Simon se encogió. Le miró mientras él corría hasta la mesa de noche y cogía la foto. Sacudió la cabeza y se la alcanzó.

– Ahí tienes tu maldito cuchillo.

Simon miró la foto. Sobre la mesa de noche había un abrecartas con empuñadura de cuero.

– El cuero explica los residuos de aceite en las palmas.

Frank se detuvo un momento en la puerta principal cuando estaba a punto de salir. Miró el panel del control de seguridad, que ya estaba reparado. Sonrió cuando un pensamiento esquivo afloró por fin en su cabeza.

– Laura, ¿tienes una lámpara fluorescente en el coche?

– Sí, ¿por qué?

– ¿Te importaría traerla?

Intrigada, Simon fue hasta el coche y volvió con la lámpara. La enchufó en una toma del vestíbulo.

– Alumbra las teclas de los números.

La luz fluorescente puso al descubierto algo que provocó otra sonrisa.

– Caray, esto es muy bueno.

– ¿Qué significa? -preguntó Simon con el entrecejo fruncido.

– Significa dos cosas. Primero, que tenemos un cómplice en el interior y, segundo, que nuestros cacos son unos tipos muy creativos.

Frank se instaló en la pequeña sala de interrogatorios. Decidió no encender otro cigarrillo y optó por comerse un caramelo. Miró las paredes hechas con ladrillos de cemento, la mesa metálica y las sillas destartaladas y llegó a la conclusión de que era un lugar muy deprimente para ser interrogado. Lo que era conveniente. La gente deprimida era vulnerable, y las personas vulnerables, si se las sabía llevar, tendían a hablar. Y Frank quería escuchar. Estaba dispuesto a escuchar todo el día.

El caso era todavía muy confuso, pero algunos elementos se aclaraban poco a poco.

Buddy Budizinski aún vivía en Arlington y ahora trabajaba en un lavadero de coches en Falls Church. Había admitido estar en la casa Sullivan, se había enterado del asesinato por los periódicos, pero aparte de eso no sabía nada más. Frank no veía motivos para no creerle. El hombre no era ninguna lumbrera, no tenía antecedentes policiales y había pasado su vida adulta realizando trabajos humildes para ganarse el sustento, sin duda obligado por el hecho de que sólo había ido a la escuela hasta quinto grado. Su apartamento era modesto por no decir mísero. Budizinski era un callejón sin salida.

En cambio, Rogers había resultado un filón. El número de la seguridad social que había escrito en la solicitud de empleo era auténtico, la única pega era que correspondía a una empleada del departamento de Estado que se encontraba en Tailandia desde hacía dos años. Sin duda sabía que en la compañía de limpieza de alfombras no se molestarían en comprobarlo. ¿A ellos qué más les daba? La dirección era de un motel en Beltsville, Maryland. Nadie con ese nombre se había registrado en el motel durante el último año y allí no habían visto a nadie que encajara con la descripción de Rogers. No había antecedentes del hombre en el estado de Kansas. Además, tampoco había cobrado ninguno de los cheques que le había dado la Metro. Esto solo ya resultaba muy significativo.

En estos momentos, un dibujante de la policía preparaba un retrato robot basado en la descripción de Pettis y lo distribuirían por la zona.

Rogers era el tipo. Frank lo intuía. Había estado en la casa, y desaparecido dejando atrás una estela de informaciones falsas. Simon se ocupaba ahora de revisar la furgoneta de Pettis con la ilusión de encontrar alguna huella digital de Rogers en algún recoveco. No habían encontrado huellas en la escena del crimen, pero si conseguían identificar a Rogers, y estaba seguro que tenía antecedentes, entonces el caso de Frank comenzaría a tener una base. Sería un gran paso adelante si la persona que esperaba decidía cooperar.

Por otra parte, Walter Sullivan confirmó que faltaba un abrecartas antiguo del dormitorio. Frank deseaba más que nada en el mundo hacerse con esta prueba tan importante. Había comentado a Sullivan la teoría de que su esposa había herido al atacante con dicho instrumento. El viejo no había reaccionado ante la información y Frank se preguntó si Sullivan no estaría perdiendo facultades.

El detective repasó una vez más la lista de empleados de la residencia Sullivan, aunque ya se la sabía de memoria. Sólo estaba interesado en uno de ellos.

No conseguía apartar de su cabeza la declaración del representante de la compañía de seguridad. Era imposible descubrir con un ordenador portátil un código de cinco dígitos en la secuencia correcta que se generaba con las combinaciones de quince dígitos, máxime si se tenía en cuenta el poco tiempo disponible y la respuesta inmediata a cualquier fallo por parte del ordenador del sistema. Para hacerlo había que eliminar algunas de las posibilidades. Y eso ¿cómo se conseguía?

El examen del teclado mostraba que lo habían rociado con un producto químico -Frank no recordaba el nombre que le había dicho Simon- sólo visible en cada una de las teclas con luz fluorescente.

Frank se reclinó en la silla y se imaginó a Walter Sullivan -o al mayordomo, o al que le tocaba conectar la alarma- bajar al vestíbulo y marcar el código. El dedo apretaría las teclas correctas, las cinco, y la alarma quedaría conectada. La persona se iría, sin darse cuenta de que ahora llevaba restos de una sustancia química invisible al ojo, e inodora, en la punta del dedo. Y, lo que era más importante, sin apercibirse de que acababa de revelar los números del código secreto. Con una lámpara de luz fluorescente, los ladrones sabrían cuáles eran los números marcados porque la sustancia química aparecía emborronada en las teclas. Con esa información el ordenador podía dar la secuencia correcta, según el empleado de la empresa, en el tiempo asignado, ya que se habían eliminado el 99,9 por ciento de las combinaciones posibles.