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Tres horas después terminaron las investigaciones de la escena del crimen. Encontraron cuatro pastillas en el asiento del coche. La autopsia confirmaría que Wanda Broome había muerto como consecuencia de una sobredosis de digitalina comprada con una receta a nombre de la madre pero que obviamente no había entregado. Llevaba muerta dos horas cuando encontraron el cadáver en un sendero de tierra medio oculto alrededor de un estanque a unos doce kilómetros de la mansión de los Sullivan, apenas pasado el límite del condado. La única otra prueba tangible estaba en la bolsa de plástico que Frank se llevaba a la jefatura después de recibir el permiso de la jurisdicción vecina. La nota estaba escrita en una hoja de papel arrancada de una libreta en espiral. La escritura era femenina, fluida y ornada. Las últimas palabras de Wanda habían sido una súplica de perdón desesperada. Un alarido de culpa en tres palabras.

«Lo siento tanto.»

Frank condujo rápidamente entre los árboles casi pelados y el pantano paralelo al sendero sinuoso. Había metido la pata hasta el cuello. ¿Cómo iba a imaginar que la mujer era una suicida en potencia? El historial de Wanda Broome la marcaba como una sobreviviente. Frank no podía menos que sentir pena por la mujer, pero también le enfurecía su estupidez. Él podría haberle conseguido un trato, ¡un trato de fábula! Entonces pensó que sus instintos habían acertado en una cosa. Wanda Broome había sido una persona muy leal. Había sido leal a Christine Sullivan y no podía vivir con la culpa de haber contribuido, aunque fuera sin ninguna intención, a su muerte. Una reacción comprensible si bien lamentable. Pero tras su desaparición, la mejor, y quizás única, oportunidad de Frank para pescar al culpable acababa de desaparecer.

El recuerdo de Wanda Broome pasó a segundo plano mientras se concentraba en cómo atrapar al hombre que ahora era el responsable de la muerte de dos mujeres.

– Maldita sea, Tarr, ¿era hoy? -Jack miró a su cliente sentado en la recepción de Patton, Shaw. El hombre parecía un pulpo en un garaje.

– A las diez y media. Ahora son las once y cuarto. ¿Significa que me corresponden cuarenta y cinco minutos gratis? Por cierto, tienes una pinta espantosa.

Jack se miró el traje arrugado y se pasó la mano por el pelo revuelto. El reloj interno todavía marcaba la hora de Ucrania, y la noche sin dormir no había ayudado a su aspecto.

– Créeme, la pinta no es nada comparado con cómo me siento.

Los dos hombres se estrecharon la mano. Tarr se había vestido para la ocasión: los tejanos sin agujeros, y llevaba calcetines con las zapatillas de tenis. La chaqueta de pana era una reliquia de principios de los setenta, y el peinado era la maraña de rizos de siempre.

– Eh, si quieres lo dejamos para otro día, Jack. Yo entiendo de resacas.

– De ninguna manera cuando te has vestido de gala. Acompáñame. Sólo necesito comer algo. Te invitaré a comer y no te cobraré la consulta.

Lucinda, muy puesta y seria a la hora de mantener la imagen de la firma, respiró aliviada al verles marchar. Más de un socio de Patton, Shaw había cruzado la recepción con un gesto de espanto al ver a Tarr Crimson. Esta semana habría numerosos memorandos.

– Lo siento, Tarr. Estos días voy a toda pastilla. -Jack arrojó el abrigo sobre una silla y se sentó. Sobre la mesa había una pila de mensajes de un palmo de altura.

– He escuchado por ahí que estabas fuera del país. Espero que en algún lugar divertido.

– No lo era. ¿Qué tal van los negocios?

– Florecientes. Muy pronto podrás considerarme un cliente legítimo. Tus socios se sentirán mejor cuando me vean sentado en la recepción.

– Que les den por el culo, Tarr, tú pagas las facturas.

– Mejor ser un gran cliente que paga algunas de las facturas que no uno pequeño qué las paga todas.

– Nos tienes bien calados, ¿no? -Jack sonrió.

– Eh, tío, cuando ves un algoritmo, los has visto todos. Jack abrió la carpeta de Tarr y le echó una ojeada.

– Tendremos tu nueva corporación lista para mañana. Constitución de una sociedad en Delaware con calificación en el distrito. ¿Conecto?

Tarr asintió.

– ¿Cómo piensas capitalizarla?

– Tengo la lista de posibles. -Tarr sacó una hoja de papel-. Lo mismo que la última vez. ¿Tengo descuento en la tarifa? -Tarr sonrió. Le gustaba Jack, pero el negocio era el negocio.

– Sí, esta vez no pagarás el aprendizaje de un asociado demasiado caro y poco informado.

Los dos hombres sonrieron.

– Reduciré la factura al mínimo, Tarr, como siempre. Por cierto, ¿qué hará la nueva compañía?

– Tengo información sobre nuevas tecnologías en el campo de la vigilancia.

– ¿Vigilancia? -Jack le miró sorprendido-. Un poco apartado de tu campo habitual, ¿no?

– Eh, tienes que navegar con la corriente. La cosa está parada. Pero cuando se acaba un mercado, un buen empresario como yo busca nuevas oportunidades. En el sector privado la vigilancia siempre ha sido un buen negocio. Ahora lo último en el campo de la seguridad es el Gran Hermano.

– Resulta un tanto irónico para alguien que estuvo en las cárceles de todas las ciudades importantes del país durante los sesenta.

– Tío, aquellas causas eran magníficas. Pero todos nos hacemos grandes.

– ¿Cómo funciona?

– De dos maneras. Una, los satélites de órbita baja están conectados a las estaciones de rastreo de la policía. Los pájaros tienen asignados unos sectores de barrido. Ven un problema y envían una señal casi instantánea a la estación de rastreo con la información precisa del incidente. Para la poli es en tiempo real. El segundo método requiere instalar equipos de vigilancia de tipo militar, sensores y artefactos de seguimiento en lo alto de los postes de teléfonos, enterrados con sensores en la superficie o en las fachadas de los edificios. La ubicación exacta será secreta, pero estarían desplegados en las zonas con mayor delincuencia. Si algo va mal, los pájaros llaman a la caballería.

– Me parece que el sistema se salta a la torera unos cuantos derechos civiles.

– Dímelo a mí. Pero es efectivo.

– Hasta que se mueven los malos.

– Es difícil ganarle a un satélite, Jack.

Jack sacudió la cabeza y volvió a leer el expediente.

– Eh, ¿cómo van los planes de la boda?

– No lo sé -respondió Jack-. Intento no meterme en medio.

– Mierda, Julie y yo sólo teníamos veinte dólares para el casamiento incluida la luna de miel. Le pagamos diez dólares a un juez de paz, compramos un cajón de Michelob con el resto, fuimos en la Harley hasta Miami y dormimos en la playa. Nos lo pasamos de coña.

– Creo que los Baldwin piensan en algo más formal -señaló Jack de buen humor-. Aunque lo tuyo me parece mucho más divertido.

Tarr le miró con curiosidad, como si de pronto hubiese recordado alguna cosa referente a Jack.

– Eh, ¿qué se hizo de aquella tía con la que salías cuando defendías a los chorizos de esta virtuosa ciudad? Kate, ¿no?

– Decidimos seguir caminos separados -contestó Jack en voz queda y con la mirada baja.

– Ah. Siempre pensé que formaban una buena pareja.

Jack le miró, se humedeció los labios y después cerró los ojos por un momento antes de responder.

– Bueno, a veces las apariencias engañan

– ¿Estás seguro?

– Sí.

Después de comer y acabar con parte del trabajo atrasado, Jack devolvió la mitad de las llamadas telefónicas y decidió dejar el resto para el día siguiente. Mientras miraba a través de la ventana volvió sus pensamiento hacia Luther Whitney. Era una adivinanza saber en qué estaba involucrado. Estaba desconcertado porque Luther era un solitario en la vida privada y en el trabajo. Jack, en su etapa de defensor público, había comprobado los antecedentes de Luther. Trabajaba solo. Incluso en los casos en que no le habían arrestado pero sí interrogado, nunca se habían mencionado cómplices. Entonces, ¿quiénes eran estas otras personas? ¿Una barrera que Luther había saltado? Pero Luther llevaba demasiado tiempo en el negocio como para hacer algo así. No valía la pena. ¿Quizá la víctima? Tal vez no podían probar que Luther había cometido el delito pero de todos modos habían jurado vengarse. Sin embargo, ¿quién era capaz de hacer algo así sólo por haber sido víctima de un robo? Jack podía comprenderlo si alguien había resultado muerto o herido, pero Luther no era capaz de hacerlo.

Se sentó delante de la pequeña mesa de conferencias y recordó lo sucedido la noche antes con Kate. Había sido la experiencia más dolorosa de toda su vida, incluso más que cuando Kate le había dejado. Pero él había dicho lo que debía decir.

Se frotó los ojos. En este momento de su vida los Whitney no eran bienvenidos. Pero se lo había prometido a Luther. ¿Por qué lo había hecho? Se aflojó la corbata. En algún momento tendría que marcar un límite, o cortar la cuerda, aunque sólo fuera por su salud mental. Ahora deseaba no tener que cumplir la promesa.

Fue a la cocina a buscar una gaseosa, volvió al despacho y acabó las facturas del mes anterior. La firma le estaba facturando a empresas Baldwin unos trescientos mil dólares mensuales y el trabajo iba en aumento. Durante la ausencia de Jack, Jennifer había enviado otros dos asuntos que mantendrían ocupada a una legión de asociados durante unos seis meses. Jack calculó el monto de sus beneficios, alrededor de una cuarta parte de la facturación, y silbó por lo bajo al ver la cifra. Era casi demasiado fácil.

Las cosas iban cada vez mejor entre Jennifer y él. La cabeza le decía que no metiera la pata. El órgano en el centro de su pecho no opinaba lo mismo, pero ya era hora de que la cabeza se hiciera cargo de gobernar su vida. No se trataba de ningún cambio en la relación, sino un cambio en sus expectativas. ¿Era esto un compromiso por su parte? Quizá. Pero, ¿quién había dicho que se podía vivir sin compromisos? Kate Whitney lo había intentado y así le había ido.

Llamó al despacho de Jennifer. No estaba. No volvería hasta mañana. Miró la hora. Las cinco y media. Si no estaba de viaje, Jennifer Baldwin casi nunca dejaba el despacho antes de las ocho. Jack consultó el calendario: Jennifer estaría en la ciudad toda la semana. Sin embargo, anoche la había llamado desde el aeropuerto y no había dado con ella. Ojalá no pasara nada serio.

Mientras pensaba en dejar la oficina e ir a verla a su casa, Dan Kirksen asomó la cabeza.