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Capítulo 32

Steele's era la clase de gimnasio que requería grandes cantidades de sudor y gruñidos. No había clases de aerobic ni yoga, solo pesas, tíos cachas y heavy metal a todo volumen. El ambiente recordaba a un taller, y el hedor a hombres sobrados de testosterona resultaba casi insoportable.

Liska mostró la placa a la recepcionista con pinta de motera y expresión aburrida y entró en la sala de pesas principal. Se detuvo un instante en el umbral, paseando la mirada por los presentes, asombrada en secreto por los cuerpos que veía, cuerpos humanos normales convertidos en aquello a través de un comportamiento obsesivo y, en algunos casos, gracias a las maravillas de la química moderna. Uno de cada tres tipos en aquel gimnasio tenía pinta de Increíble Hulk.

Rubel estaba de pie en un rincón, observando a alguien que levantaba pesas en un banco. Llevaba una camiseta con las mangas cortadas para dar cabida a unos bíceps del grosor de postes telefónicos. Tenía los músculos tan bien definidos que podrían haberlo utilizado como modelo vivo para una clase de anatomía.

Liska se abrió paso entre el laberinto de hombres y máquinas, y supo exactamente cuándo Rubel reparó en su presencia, aunque no la miró, pues percibió un cambio de energía en el aire. Se acercó al banco de pesas y se encontró cara a cara con el feo Bruce Ogden, que pugnaba por levantar una barra cargada de discos del tamaño de ruedas de camión. Tenía el rostro enrojecido y emitía los gruñidos de rigor. Liska miró a Rubel.

– ¿Arma el mismo escándalo en la cama?

– No tengo ni idea.

– Se lo preguntaría a su novia, pero que yo sepa, nunca ha tenido -comentó Liska antes de inclinarse sobre Ogden para mirarlo con expresión de disculpa-. Lo siento, las putas no cuentan.

Ogden profirió un rugido y levantó la barra.

– ¿Qué quiere, sargento? -preguntó Rubel-. Estamos ocupados.

– Eso ya lo sé -espetó Liska muy seria, revelando parte del odio que le inspiraban aquellos dos hombres-. Están y han estado muy ocupados, y he venido para decírselo a la cara; nada de llamadas anónimas desde una cabina ni fotografías enviadas por correo. Tengo más pelotas que ustedes dos juntos.

Ogden colgó la barra del soporte y se incorporó con el rostro empapado en sudor.

– Eso tenemos entendido -espetó.

– Ah, así que ahora resulta que soy lesbiana, ¿eh? -bufó Liska-. Es usted la hostia, Ogden. Puede que si dejara de hacerse el macho heterosexual cachas y utilizara un poco el cerebro para variar, no estuviera metido en este lío, pero ya es demasiado tarde para cambiar. Cruzó la frontera en el momento en que decidieron involucrar a mis hijos; ya no hay vuelta atrás. Y puesto que no es legal arrancarles los corazones aquí mismo y enseñárselos mientras mueren, me limitaré a meterlos en la cárcel.

– No sé de qué habla -masculló Rubel sin inmutarse.

Liska lo miró a los ojos y guardó silencio un instante para ponerlo nervioso.

– Tengo a Cal Springer -reveló por fin-. Es mío, lo he puesto de mi parte. Y ahora empieza la diversión -murmuró con malicia-. El primero que vaya a ver al fiscal conseguirá un buen trato. Cal y yo nos reuniremos con alguien de la oficina de Sabin mañana a mediodía.

Ogden frunció los labios.

– Es usted una bocazas, Liska. No tiene nada; de lo contrario ya habría sacado las esposas.

– Es que no hay nada -añadió Rubel, aún impasible-. No hay caso.

Liska le dedicó una sonrisa.

– Piensa lo que quieras, cariño. Y ya que te pones, ¿por qué no piensas también un poco en lo que les pasa en la cárcel a los chicos guapos como tú? Tengo entendido que la cosa se pone fea, aunque por otro lado… puede que te guste. -Levantó la mano y le dio una palmada en la mejilla-. Lástima que Eric no esté vivo para hablarnos de ello.

¡Toma ya, directo a la yugular!

Rubel no cambió de expresión, pero sintió el golpe como si de un balazo se tratara. Liska percibió la onda expansiva del impacto, y Rubel sabía que ella lo sabía. Saboreó el momento. Tal vez mil momentos como aquel acabaran compensando lo que había sentido al ver las fotografías de Kyle y R. J.

O tal vez no.

Se volvió para marcharse y de repente vaciló. No fue más que una fracción de segundo, y lo más probable era que Ogden y Rubel no repararan en su titubeo. Pero en aquella fracción de segundo sus miradas se encontraron. De pie a unos tres metros de distancia, tomándose un descanso entre serie y serie de ejercicios de piernas, estaba Speed.

– ¿Estáis seguros de que el mecanismo de activación de voz funciona? -gimoteó Springer-. ¿Y si no se pone en marcha?

Barry Castleton estaba de rodillas ante él, fijando la minigrabadora al blandengue abdomen de Springer con cinta adhesiva. Como detective encargado del caso Ibsen, Castleton merecía cierta deferencia cuando Springer claudicó. Liska quería el asunto para sí, más por razones personales que para anotarse un tanto en el expediente, pero no podía excluirlo sin sentirse culpable. Castleton, un hombre negro de cuarenta y tantos años y cierta tendencia a vestirse como un profesor inglés; era un buen policía y un buen hombre. Si tenía que compartir el caso con alguien, no le importaba que fuera él.

– No te preocupes -aseguró Barry a Springer-. Nunca falla.

– Todo puede fallar con el gilipollas adecuado -bufó Kovac.

Springer, Castleton, Tippen, de la oficina del sheriff, estaban fuera de su jurisdicción y querían cubrirse las espaldas con los del condado; Liska y Kovac ocupaban la cocina de Springer. La señora Springer había ido a pasar unos días con una hermana suya. Liska se preguntó si volvería una vez pasara todo. Probablemente, aunque por otro lado, quedaba por ver si Cal eludiría la cárcel y estaría en casa cuando su mujer regresara.

La primera parte de Springer en el drama había consistido en hacer la vista gorda cuando Ogden puso pruebas en casa de Renaldo Verma. Por ese motivo, Ogden lo tenía cogido de las pelotas. Una cosa era que un agente hiciera una estupidez, pero el detective encargado de un caso de asesinato era un objetivo mucho más importante y tenía mucho más que perder. Cal Springer, ya medio ahogado por los efectos de su elevado tren de vida, no podía permitirse el lujo de perder.

– No me encuentro bien -se quejó.

– Eso ya lo olemos, Cal -replicó Castleton al tiempo que se levantaba.

Liska dejó de pasearse por la estancia como un oso enjaulado y le propinó un puntapié.

– ¡Ay! -gimió Springer mientras se inclinaba para tocarse la espinilla.

– Un hombre puede morir por tu culpa, y tú te quejas de que te encuentras mal -espetó Liska, asqueada-. Mis hijos fueron objeto de amenazas porque no fuiste lo bastante hombre para decir no a Bruce Ogden.

– Podría haber perdido mi empleo -se justificó Springer.

– Pues ahora irás a la cárcel. Buena elección, Cal.

– No lo entiendes.

Liska se lo quedó mirando con incredulidad.

– No, no lo entiendo ni lo entenderé nunca. Permitiste que Ogden falsificara pruebas para poder cerrar un caso y así anotarte un tanto.

– ¿Qué más le daba a Verma? -argumentó Springer-. Era un asesino y sabíamos que lo había hecho. Además… además… la víctima era uno de los nuestros. ¡No podíamos permitir que saliera impune!

– ¿Cómo te atreves a fingir que te importa la justicia? -gritó Liska-. No fue esa tu motivación, te estás limitando a racionalizar tu culpa. Hiciste la vista gorda con lo de Verma para potenciar tu carrera.

– Como si tú nunca hubieras hecho nada para potenciar tu carrera -siseó Springer.

– Nunca he manipulado una investigación, eso desde luego. ¿Se te ocurrió alguna vez que quizá Verma no matara a Curtis, un policía homosexual seropositivo que había cambiado de compañero tres veces en cinco años y había presentado quejas formales por acoso?

– ¿Cuando pillé a Verma por el asesinato de Franz? No.

– Corta el rollo, Springer -terció Castleton-. Fue Bobby Kerwin quien le echó el guante a Verma por lo de Franz. Tú ni siquiera participaste en eso.

Springer apretó la mandíbula.

– Era una forma de hablar. Verma había cometido un asesinato idéntico y no sé cuántos atracos. ¿Por qué no cargarle el muerto?

– Entre otras cosas, porque no tenías pruebas físicas -le recordó Tippen.

Springer lo miró con expresión ceñuda.

– ¿Por qué iba a sospechar de otro policía, por el amor de Dios? Hablamos con todos los antiguos compañeros de Curtis y no encontramos nada raro.

– Pues no os esforzasteis lo suficiente -replicó Liska-. El último compañero de Curtis, Engle, me contó, y eso que no me conoce de nada, que creía que había algo entre Curtis y Rubel. ¿No te lo contó cuando investigabas el asesinato de Curtis?

– No tenía sentido -señaló Springer-. Joder, échale un vistazo a Rubel; no es marica. Además, ¿por qué iba a matar a Curtis? Hacía mucho que no eran compañeros.

– Pues por el sida, capullo. Si Curtis contagió a Rubel una enfermedad incurable, a mí me parece móvil suficiente.

Springer respiró hondo.

– ¿Y no te pareció extraño que un par de meses después del asesinato de Curtis, Derek Rubel, uno de los ex compañeros de Curtis, de repente se hiciera compañero del tipo que había manipulado las pruebas del caso? -prosiguió Liska.

Springer daba la impresión de estar a punto de tener una rabieta, pero Liska lo asustaba demasiado.

– A los polis los cambian de compañero cada dos por tres -masculló, lívido y tembloroso-. Además, por entonces el caso ya estaba cerrado.

– Ah, ya, el caso estaba cerrado, así que, ¿qué más daba cargarle el muerto a un tipo que no lo había hecho? A fin de cuentas, había cometido un crimen igual de espantoso, y además, Ogden te tenía bien pillado, ¿verdad? Podía entregarte a Asuntos Internos en cualquier momento. Claro que eso le habría costado el puesto, pero a ti te habría costado mucho más. De modo que cuando Ogden y Rubel necesitaron una coartada para el jueves por la noche, Ogden no tuvo más que llamarte por teléfono.

– Ogden me habría destruido.

– Los polis malos se destruyen solos -musitó Liska.

Recordó que Savard le había dicho lo mismo cuando fue a Asuntos Internos tras el descubrimiento del cadáver de Andy Fallon. Tenía la sensación de que había pasado un año entero desde aquel día.

– ¿Tampoco te importaba lo que le habían hecho a Ken Ibsen? -quiso saber.

Springer apartó el rostro, avergonzado. No le había importado lo suficiente para poner en peligro su carrera, y alguien había estado a punto de pagar con su vida por ello.