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– Por lo visto, soy un libro abierto.

– Ni mucho menos -musitó Kovac.

En verdad, opinaba que era una de las personas más impenetrables que había conocido en su vida. Tan reservada, tan cautelosa… Y eso no hacía más que acentuar su atractivo. Quería saber quién era en realidad y cómo se había convertido en la persona que era. Quería cruzar la barrera.

– Es mi trabajo, ni más ni menos -prosiguió-. Mi compañera habría hecho lo mismo. Intento convencerme de que eso demuestra que no nos hemos apartado del todo de la raza humana, aunque a veces creo que mejor nos iría si nos hubiéramos alejado de ella.

En aquel instante, el peso de los acontecimientos del día se cernió sobre él, casi aplastándolo. Durante un rato, había conseguido mantener a raya las emociones, la imagen de la calle atestada de coches patrulla y ambulancias, el pequeño cadáver, la nieve manchada de sangre.

Se dirigió a las puertas vidrieras que daban al jardín. Un foco de seguridad iluminaba una cuña de patio. La luna bañaba el resto, arrancando a la nieve un fulgor azulado. Era un paisaje onírico. El jardín estaba limitado por árboles, que lo protegían de las miradas de los vecinos.

– Esta noche he perdido a una persona -confesó-. Era la hija de la testigo de un asalto que estoy investigando. Una niña pequeña ha muerto acribillada a balazos para transmitir un mensaje a todo el barrio.

– ¿Y eso es culpa suya?

Kovac la vio acercarse. La luz procedente del exterior alumbraba su rostro como un velo de gasa que confería a su piel una cualidad perlada. Suavidad, pensó. Piel suave, cabello suave en suaves ondas, labios suaves como el satén. Intentó no ver las paredes ni los cantos angulosos; quería fingir que no existían. Sacudió la cabeza.

– No, no es culpa mía en realidad. Es una niña inocente asesinada en la calle. Con toda probabilidad, el asesino es un chaval de catorce años al que le encargaron el asunto porqué es menor, y él lo aceptó porque matar le da acceso a la banda. Matan a la pequeña para asustar a unas personas ya casi convencidas de que la vida es demasiado dura para preocuparse por nada aparte del propio pellejo. La matan para asustar a la madre, que no pidió ver a un tipo aplastar la cabeza a un camello y que de todos modos no habría testificado, porque su prioridad máxima es vivir el tiempo suficiente para criar a sus hijos de forma que no se conviertan en unos sociópatas. Cuando te encuentras en una situación así, hay mucha culpa para repartir, y yo no me escapo, porque se supone que mi misión es proteger a la gente, no hacer que los maten. Y ahí estaba yo, mirando a aquella mujer y disculpándome ante ella, como si eso me eximiera de mi responsabilidad.

– Culparse tampoco resuelve nada -señaló Savard.

Estaba a su derecha, tan cerca que podría haberle cogido la mano. Kovac contuvo el aliento como si Savard fuera un animal salvaje dispuesto a salir huyendo al menor movimiento.

– Hacemos lo que podemos -siguió ella en un murmullo-. Y encima nos castigamos por ello. Siempre intento tomar decisiones con la idea de lograr un bien común. A veces alguien sufre por ello, pero tomo las decisiones por las razones correctas. Eso debería contar, ¿no?

Kovac se volvió despacio hacia ella, aún temeroso de que huyera. En sus ojos se leía tal necesidad de reafirmación que le produjo un dolor físico. Acababa de asomar la cabeza por encima del muro.

– Debería -dijo-. ¿Por qué no permitirnos que sea así?

– Me da miedo pensar en la respuesta -confesó Savard con los ojos relucientes de lágrimas.

– A mí también.

Savard se lo quedó mirando un instante.

– Es usted un buen hombre, Sam Kovac -susurró por fin.

Una sonrisa curvó los labios de Kovac.

– ¿Le importaría repetir eso?

– Digo que es usted…

Kovac le puso un dedo en los labios, tan suaves como había imaginado.

– No, mi nombre. Vuélvalo a decir para que pueda oír cómo suena.

Le rodeó la mejilla con la mano. Una lágrima solitaria rodó por ella, alumbrada por la luz.

– Sam… -musitó con un suspiro tembloroso.

Kovac se inclinó sobre ella y apresó la palabra con un beso vacilante, tímido, conteniendo el aliento mientras el deseo se apoderaba de él en una ola caliente.

Savard le apoyó las manos en los antebrazos, pero no para apartarlo de sí, sino para tocarlo. Sus labios temblaban bajo los de Kovac, pero no de miedo, sino de necesidad, aceptándolo, deseándolo. Sus lenguas se encontraron.

El beso se prolongó, suspendido en el tiempo. Por fin, Kovac se separó ligerísimamente de ella y musitó su nombre antes de estrecharla entre sus brazos con suma delicadeza, como si ella fuera de cristal. Cuando alzó de nuevo la cabeza y la miró a los ojos, Savard pronunció una sola palabra:

– Quédate.

Kovac quedó totalmente inmóvil, escuchando tan solo el latido de su corazón.

– ¿Estás segura?

Savard lo besó una vez más.

– Quédate, Sam, por favor…

Kovac no volvió a preguntárselo. Tal vez su vida estaba tan vacía como la de él. Tal vez sus almas reconocían el dolor del otro. Tal vez solo necesitaba que alguien la abrazara, y él necesitaba abrazar a alguien, preocuparse por alguien. O tal vez no importaba la razón.

Savard lo llevó escalera arriba hasta un dormitorio donde el aire y las sábanas olían a su perfume. Sobre la cómoda se veían indicios de ella: pendientes, un reloj, una cinta de terciopelo negro para el cabello. La lámpara de la mesilla despedía una luz ambarina que bañaba su piel mientras Kovac la desnudaba. Nunca había visto algo tan exquisito, nunca lo había conmovido tanto la entrega de una mujer.

Ella le alargó un condón que sacó del cajón de la mesilla. Kovac abrió el envoltorio y se lo devolvió. Ninguno de los dos habló; se lo decían todo con las manos, las miradas, los suspiros, los gemidos. Ella lo guió hasta su interior. Kovac la penetró con la sensación de que el corazón se le detenía. Y entonces empezaron a moverse al unísono, como el instrumento mejor afinado del mundo.

Deseo. Calor. Pasión. Inmersión. Languidez. Urgencia. Cada sensación se fundía en la siguiente y volvía atrás con la misma fluidez. El sabor salado de la piel, café en la lengua. Caliente y húmedo, duro y suave. Cuando ella alcanzó el clímax, fue en un crescendo de jadeos entrecortados y los sonidos desesperados de la pasión. Para él, el fin fue como un relámpago cegador. Su cuerpo se convulsionó y creyó gritar, aunque no lo sabía a ciencia cierta.

En ningún momento dejó de besarla, ni aun después, ni aun cuando se quedó dormida entre sus brazos. Siguió deslizando los labios sobre los de ella, sobre su mejilla, sobre su cabello. En su corazón albergaba el temor de que no volviera a presentarse la oportunidad, por lo que debía aprovechar el momento. Por fin, el cansancio lo envolvió como una manta. Cerró los ojos y se durmió.

Al despertar creyó haber tenido el mejor sueño de su vida. Abrió los ojos.

Amanda.

Estaba tendida de costado, acurrucada contra él, durmiendo. Kovac le cubrió el hombro desnudo con la sábana, y ella lanzó un suspiro sin despertar. La luz de la lámpara bañaba su rostro, llamando su atención sobre las rozaduras y los cardenales que le cubrían el ojo y el pómulo. Se angustió ante la idea de que quizá… sin duda, habría tocado aquellos lugares mientras hacían el amor, ocasionándole dolor. La idea de lastimarla lo ponía enfermo. Si se enteraba de que aquellas heridas se las había causado un hombre, le daría a ese cabrón una paliza de mil demonios.

Se llevó una mano al esternón, con la sensación de que alguien lo había golpeado.

Dios mío, se había acostado con una teniente.

Se había enamorado de una teniente.

Hay que reconocer que eres un as, Kovac.

¿Qué pensaría ella cuando abriera los ojos? ¿Creería que había cometido un error? ¿Que se había vuelto loca? ¿Se sentiría avergonzada, furiosa? No lo sabía. Lo que sí sabía era que lo que habían compartido era muy especial y que él no tenía intención alguna de arrepentirse, desde luego.

Se levantó con sigilo, se puso los pantalones y salió del dormitorio en busca de un lavabo, pues no quería que Amanda despertara al oír correr el agua en el lavabo de su suite. Encontró un baño de invitados con hermosas toallas y pastillas de jabón decorativas que, probablemente, no debían usarse, aunque él las usó de todos modos. Al mirarse al espejo vio a un tipo curtido, machacado, entrado en años y con las huellas de una vida más llena de desilusiones que de alegrías. ¿Qué coño podía ver una mujer en él?, se preguntó.

Se aseó y salió de nuevo al pasillo, percibiendo el olor a café quemado procedente de la cocina. Se habían dejado la cafetera encendida.

Bajó a la cocina, la apagó y se sirvió la media taza que quedaba. Mientras se lo tomaba deambuló por la casa, apagando las luces de las habitaciones por las que pasaba.

Amanda Savard había creado un refugio muy agradable, con muebles cómodos y atractivos de colores relajantes… Sin embargo, no había detalles que hablaran de ella. Ni rastro de fotografías de parientes, amigos ni de ella misma. Sí había numerosas fotografías en blanco y negro de lugares desiertos. Recordó haber visto algunas en su despacho y se preguntó qué significarían para ella. Quería encontrar algún indicio de su vida, aunque quizá ya lo estaba viendo. Desde luego, tampoco su casa contenía muchos indicios acerca de su propia vida. Un desconocido habría averiguado más detalles personales en su despacho que en su casa.

Entró en el salón, cogió un atizador y dispersó las escasas brasas que ardían en la chimenea. Cerró las puertas vidrieras y apagó la lámpara de pie china colocada en la mesilla junto al sofá. Sobre la mesa yacía un libro acerca de cómo afrontar el estrés.

Más allá del salón, más allá de una puerta vidriera de doble hoja se abría otra habitación con las luces encendidas. Un equipo de música sonaba a escaso volumen; parecía la misma emisora de jazz ligero que escuchaba Steve Pierce.

Kovac fue a apagar la radio. Se encontraba en el despacho de Amanda, otro hermoso oasis de muebles de cerezo y fotografías vacías. La única vez que había visto una mesa tan ordenada como aquella fue en una tienda de material de oficina. Amanda parecía ser una persona necesitada de orden y control, cosa que no le sorprendía. En los estantes instalados sobre la mesa vio algunos recuerdos que le hicieron sonreír. Una pequeña talla de una tigresa y su cría retozando, una colección de pisapapeles de vidrio de colores que parecían más obras de arte que herramientas útiles, un artilugio antiestrés que era una criatura de goma cuyos ojos se salían de las órbitas cuando se la apretaba, una placa.