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– Antes me arrancaría los ojos con un clavo oxidado -replicó Liska.

Avanzó hacia Jackson con la gélida mirada azul clavada en él como un láser.

– No te la saques, Jackson. Si vives lo suficiente, puede que en la cárcel conozcas a algún tío amable que te la mame.

– No va a ir a la cárcel -insistió Kovac-. Acabemos con este asunto de una vez. He quedado para ir a una fiesta.

Jackson atacó cuando Kovac se volvía hacia la puerta. Agarró uno de los estantes sueltos de la librería y se abalanzó sobre él por la espalda. Desprevenido, Elwood gritó un juramento y saltó, pero demasiado tarde. Kovac giró sobre sí mismo de modo que el canto del estante le practicó un considerable corte sobre la ceja izquierda.

– ¡Maldita sea!

– Joder!

Kovac cayó de rodillas con la vista nublada por el golpe. El suelo se le antojaba de goma bajo el cuerpo.

Elwood asió las muñecas de Jackson y tiró de sus brazos hacia arriba. El estante salió despedido, y otro canto arañó la pared nueva.

De repente, Jackson profirió un grito, y su rodilla izquierda cedió bajo su peso. A medio camino del suelo volvió a gritar y arqueó la espalda. Elwood se apartó de un salto con los ojos abiertos de par en par.

Liska se montó sobre Jackson y le oprimió una rodilla sobre la espalda en el instante en que el rostro del hombre se estrellaba contra el suelo.

En aquel momento, la puerta de la sala se abrió, y por ella entró media docena de detectives con las armas desenfundadas. Con expresión inocente y sorprendida, Liska sostuvo en alto una porra táctica.

– Madre mía, mirad lo que he encontrado en uno de mis bolsillos -exclamó burlona.

Dicho aquello, se inclinó sobre Jackson.

– Por lo visto, hoy se va a cumplir uno de tus deseos, Jamal -le murmuró seductoramente al oído-. Quedas detenido.

– Qué mariconada.

– ¿Es una opinión profesional, Tippen?

– Que te den, Tinks.

– ¿Expresan tus palabras un deseo oculto, Tippen?

Todos los presentes lanzaron una carcajada, la clase de carcajada dura y amarga que soltaban las personas acostumbradas a presenciar demasiadas miserias de forma cotidiana. El sentido del humor de los policías era grosero y mordaz porque el mundo en el que vivían era salvaje y cruel. No tenían tiempo ni paciencia para bromitas a lo Noel Coward.

El grupo ocupaba una codiciada mesa esquinera en Patnck's, un pub de nombre irlandés que regentaban unos suecos. Los días normales, el pub, situado en un lugar estratégico, equidistante entre la comisaría central de Minneapolis y la oficina del sheriff del condado de Hennepin, estaba abarrotada de policías a aquella hora. Los policías del turno de día iban al acabar la jornada para preparar un poco el terreno personal. También acudían policías jubilados que habían descubierto que no podían entablar relaciones con seres humanos corrientes al acabar su carrera, y polis del turno de noche que cenaban allí en compañía y mataban el tiempo antes de iniciar la ronda. Sin embargo, aquel no era un día cualquiera; la concurrencia habitual se veía engrosada por jefazos del departamento, políticos locales y periodistas, indeseables apéndices que intensificaban la tensión del ambiente ya cargado de humo y palabras gruesas. Un equipo de una de las televisiones locales estaba instalando sus aparejos junto al escaparate.

– Deberías haber pedido que te pusieran puntos de verdad, de los de antes -prosiguió Tippen.

Sacudió la ceniza del cigarrillo, se lo llevó a los labios y dio una larga chupada mientras observaba atentamente a los de la tele. Poseía un rostro propio de un sabueso irlandés, alargado y más bien feúcho, con un hirsuto bigote gris e inteligentes ojos oscuros. Era detective de la oficina del sheriff y había formado parte del equipo que había investigado los asesinatos del Incinerador [2] hacía poco más de un año. Algunos miembros del equipo habían trabado la clase de amistad que los llevaba a reunirse en bares para tomar unas copas, hablar de trabajo e insultarse unos a otros.

– Habría quedado peor que el monstruo de Frankenstein -objetó Liska-. Con las grapas en mariposa, en cambio, le quedará una cicatriz finita y pulcra, la clase de cicatriz que las mujeres consideran sexy.

– Las mujeres sádicas -puntualizó Elwood.

– ¿Acaso existe otro tipo? -espetó Tippen con los labios fruncidos.

– Pues sí, las que salen contigo -replicó Liska-, o sea, las masoquistas.

Tippen le arrojó un nacho.

Kovac se examinó con ojo crítico en el espejito de bolsillo de Liska. Una médico residente estresada le había limpiado y cosido el corte de la frente en la unidad de urgencias del centro médico del condado de Hennepin, adonde solían acudir los criminales para que les cosieran los balazos o los metieran en el depósito de cadáveres. Le daba vergüenza ir al hospital sin ni siquiera un triste balazo, y la joven doctora le había dado a entender que tratar heridas de menor consideración no estaba a su altura. Cabe añadir que no se produjo atracción sexual alguna entre ellos.

Evaluó los daños con atención. Su rostro era un rectángulo salpicado de arrugas producidas por el estrés, un par de cicatrices y una nariz aguileña aunque torcida que casaba a la perfección con la boca torcida y sardónica que asomaba bajo el imprescindible mostacho de policía. Tenía el cabello más gris que castaño, y una vez al mes pagaba diez pavos a un barbero noruego para que se lo cortara, razón por la que, con toda probabilidad, su melena tendía a erizarse.

Nunca había sido guapo en el sentido clásico del término, pero tampoco ahuyentaba a las mujeres precisamente, al menos no por su físico, de modo que una cicatriz más carecía de importancia.

Liska lo miró mientras se tomaba la cerveza.

– Te da carácter, Sam.

– Lo que me da es dolor de cabeza -refunfuñó su compañero al tiempo que le devolvía el espejito-. Ya tengo todo el carácter que necesito

– Bueno, te daría un beso para que dejara de dolerte, pero me cargué la rótula del tipo que te lo hizo, así que ya he cumplido.

– Y te sorprendes de seguir soltera -suspiró Tippen.

Liska le lanzó un beso.

– Quien me quiere a mí, quiere a mi porra. O en tu caso, Tippen, chúpame la porra.

En aquel momento, la puerta se abrió, trayendo consigo una ráfaga de aire frío, y por ella entraron dos nuevos parroquianos. Los ojos de todos los policías presentes se vaciaron de expresión, y la tensión subió un par de grados más. El colectivo policial se ponía en guardia contra los intrusos.

– El hombre de moda -murmuró Elwood cuando la gente reconoció a uno de los recién llegados y empezaba a vitorearlo-. Ha venido a codearse con el populacho antes de su ascensión celestial.

Kovac guardó silencio. Ace Wyatt se había detenido junto a la puerta, enfundado en un abrigo cruzado de pelo de camello y con aspecto de capitán América, amo de cuanto se extendía a sus pies. Mandíbula cuadrada, sonrisa deslumbrante, peinado de puto presentador de televisión… Con toda probabilidad daba a su peluquero diez dólares de propina para que la ayudante le hiciera una mamada.

– ¿Creéis que va maquillado? -preguntó Tippen entre dientes-. Se rumorea que lleva las pestañas teñidas.

– Es lo que pasa cuando vas a Hollywood -sentenció Elwood.

– Pues a mí no me importaría sufrir semejante humillación a cambio -terció Liska con sarcasmo-. ¿Sabéis cuánta pasta gana en ese programa?

Tippen dio otra larga chupada al cigarrillo y exhaló el humo. Kovac observó al capitán Ace Wyatt por entre la humareda. Habían trabajado en la misma brigada durante una temporada que se le antojaba muy lejana, cuando acababa de dejar la sección de Atracos para pasar a Homicidios. Wyatt era ya a la sazón el pez gordo, una leyenda que pretendía convertirse en una verdadera estrella. Había cosechado grandes éxitos en el departamento y por fin había aterrizado en la televisión, aunque sin abandonar el puesto de capitán del Departamento de Investigación Criminal mientras protagonizaba una versión a la Minneapolis de Los más buscados de América con toques de infocomercial. El programa, llamado La hora del crimen, estaba a punto de venderse a la televisión nacional.

– Detesto a este tío -proclamó.

Cogió el vaso de Jack Daniel's que tenía prohibido mezclar con los analgésicos y apuró su contenido.

– ¿Estás celoso? -lo pinchó Liska.

– ¿De qué? ¿Del hecho de que es un capullo?

– No te subestimes, Kojak, tú eres tan capullo como el que más.

Kovac emitió un gruñido gutural, deseando de repente estar en cualquier otro lugar del mundo. ¿Por qué narices había ido al pub? Estaba al borde de la conmoción cerebral, una excusa perfecta para escurrir el bulto y largarse a casa. Claro que nada lo esperaba en casa… una casa vacía con un acuario vacío en el salón. Todos los peces habían muerto de inanición cuando trabajaba más de setenta horas semanales en su intento de resolver el caso del Incinerador, y nunca se había molestado en reemplazarlos.

Asistir a una fiesta en honor de Ace Wyatt era prueba de un masoquismo mayor que el de cualquier mujer que hubiera salido con Tippen. En cuanto el séquito de Wyatt se alejara de la puerta, podía abrirse paso entre la muchedumbre y salir sin llamar la atención. Podía ir a ese bar que siempre estaba lleno de policías de la Quinta. A esos se les daba un ardite Ace Wyatt.

En el momento en que tomaba la decisión, Wyatt lo divisó entre el gentío y se dirigió hacia él con una sonrisa deslumbrante y un cuarteto de paniaguados pisándole los talones. Se abrió paso entre los asistentes estrechando manos y rozando hombros como si fuera el Papa repartiendo bendiciones prefabricadas.

– ¡Vaya, Kojak, viejo guerrero! -gritó para hacerse oír por encima del estruendo antes de estrechar la mano de Sam con extrema firmeza.

Kovak se levantó, y el suelo pareció vacilar bajo sus pies, tal vez por los efectos de su encontronazo con el estante o por la mezcla de analgésicos y alcohol. Con toda seguridad, no se debía a la emoción de acaparar la atención de Wyatt. Maldito cabrón, mira que llamarlo Kojak. Sam odiaba ese mote, y la gente que lo conocía bien solía usarlo para cabrearle.

Uno de los paniaguados se acercó Polaroid en ristre, y el flash estuvo a punto de dejarlo ciego.

– Para el álbum de recortes -explicó el sirviente, un guaperas de treinta y tantos años, cabello negro reluciente, ojos azul cobalto y el físico propio para salir en una serie de segunda.

[2] Ver la novela El Incinerador, de esta autora, primer libro de la serie.