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Capítulo 1

– Deberían ahorcar al cabrón que se inventó esta mierda -refunfuñó Sam Kovac mientras sacaba un chicle de nicotina de un arrugado paquete de papel de aluminio.

– ¿Te refieres al chicle o al envoltorio?

– Las dos cosas. Por un lado, no puedo ni abrir el puto paquete, y por otro, preferiría masticar un cagarro de perro que estos chicles.

– ¿Y crees que tendría un sabor distinto de los cigarrillos? -quiso saber Nikki Liska.

Se abrieron paso entre la gente que llenaba el espacioso vestíbulo blanco. Policías que salían a fumar un cigarrillo, policías que entraban después de fumarse el cigarrillo y algún que otro ciudadano deseoso de obtener algún servicio a cambio de los impuestos que pagaba.

Kovac la miró de soslayo con el ceño fruncido. Liska medía metro sesenta gracias a un supremo esfuerzo de voluntad. Kovac siempre había supuesto que Dios la había hecho bajita porque si le hubiera concedido la estatura de Janet Reno se habría merendado el mundo de tanta energía y chulería que tenía.

– ¿Y tú qué sabes? -la desafió.

– Mi ex fumaba y a veces incluso lamía los ceniceros. Por eso nos divorciamos, ¿sabes? Porque me negaba a meterle la lengua en la boca.

– Por el amor de Dios, Tinks, no necesitaba tantos detalles.

Era el quien le había puesto ese mote, Campanilla atiborrada de esteroides, o Tinks [1] para abreviar. Cabello rubio nórdico cortado en un deshilachado estilo Peter Pan y ojos tan azules como un lago en un día de verano. Femenina, pero atlética, había propinado más palizas en los años que llevaba en el cuerpo que la mitad de los tíos a los que Kovac conocía. Había ingresado en Homicidios hacía… por Dios, ¿cuánto hacía ya? ¿Cinco o seis años? Había perdido la cuenta. Por su parte, tenía la sensación de haber sido detective de Homicidios los cuarenta y cuatro años de su vida. En cualquier caso, sí la mayor parte de los veintitrés que llevaba en el cuerpo. Tan solo le quedaban siete para jubilarse. Cumpliría los treinta años de servicio, se retiraría y pasaría los diez siguientes recuperando horas de sueño perdidas. A veces se preguntaba por qué no se había jubilado al cumplir los veinte años de servicio, pero lo cierto era que no tenía adónde ir, de modo que se había quedado.

Liska se abrió paso entre dos agentes uniformados de aspecto nervioso que bloqueaban la puerta de la sala 126, la oficina de Asuntos Internos.

– Pues eso era lo de menos -prosiguió, refiriéndose a su ex marido-. Más me preocupaba dónde metía la polla.

Kovac emitió un gruñido ahogado e hizo una mueca. Liska le dedicó una sonrisa traviesa y triunfal.

– Se llamaba Brandi.

Las oficinas del Departamento de Investigación Criminal estaban recién reformadas, con las paredes pintadas de color sangre seca. Kovac no sabía si la elección había sido intencionada o tan solo consecuencia de la moda. Probablemente esto último. Ningún otro detalle del lugar había sido diseñado teniendo en cuenta que en él trabajaban policías. Los cubículos angostos y grises con cabida para dos personas bien podrían haber albergado a un montón de contables.

Kovac prefería el antro provisional que les habían asignado durante la reforma, una sala sucia y destartalada con mesas destartaladas y policías destartalados que sufrían migrañas a causa de los crueles fluorescentes. Toda la sección de Homicidios se hacinaba en una sola habitación, Atracos a medio pasillo y la mitad de los polis de Delitos Sexuales en un trastero. Menudo ambientazo.

– ¿Qué hay del asalto a Nixon?

La voz que pronunció aquellas palabras hizo que Kovac se detuviera en seco como si lo hubieran agarrado por el cuello de la camisa. Masticó con más fuerza el chicle de nicotina mientras Liska seguía caminando.

Nuevas oficinas, nuevo teniente, nuevo coñazo. La oficina del teniente de Homicidios tenía una puerta giratoria de estilo figurativo. Era un alto en el camino para todo jefe trepa que se preciara. Al menos el nuevo, Leonard, les permitía trabajar de nuevo por parejas, a diferencia del anterior, que los torturaba con no se sabía qué mierda de trabajo en equipo y horarios rotatorios que no les dejaban dormir más de un par de horas seguidas.

Por supuesto, ello no significaba que no fuera un cabrón.

– Veremos -repuso Kovac-. Elwood acaba de traer a un tío que le parece sospechoso del asesinato de Truman.

Leonard se ruborizó intensamente. Poseía la clase de tez que se ruborizaba con extrema facilidad, además del cabello casi blanco y muy corto que le cubría el cráneo como pelusa de pato.

– ¿Qué narices hace trabajando en el caso Truman? ¿Cuándo fue eso? ¿Hace una semana? Pero si desde entonces está metido hasta las cejas en asaltos.

En aquel instante, Liska retrocedió hasta ellos con su mejor cara de policía.

– Creemos que ese tipo puede estar implicado tanto en el Nixon como en el Truman, Lou. Me parece que Nación Aria quiere empezar a llamar el caso Los Presidentes Muertos.

Kovac lanzó una carcajada a medio camino entre ladrido y resoplido.

– Como si esos capullos fueran capaces de reconocer a un presidente aunque lo tuvieran delante de las narices.

Liska alzó la mirada hacia él.

– Elwood lo tiene en la habitación de invitados. Más vale que vayamos antes de que esto se salga de madre.

Leonard retrocedió un paso con el ceño fruncido. Carecía de labios, y sus orejas sobresalían perpendiculares al cráneo como las de un chimpancé. Kovac lo llamaba el Mono de Latón. En aquel instante ponía cara de que la resolución de un asesinato fuera a estropearle el día.

– No se preocupe -lo tranquilizó-. Hay asaltos para dar y vender.

Le dio la espalda antes de que Leonard pudiera reaccionar y se dirigió a la sala de interrogatorios con Liska.

– ¿Así que ese tipo estuvo implicado en lo de Nixon?

– Ni idea, pero a Leonard le ha gustado.

– Atontado -masculló Kovac-. Habría que sacarlo de su despacho y enseñarle lo que pone en la puerta. Pone «Homicidios», ¿no?

– Que yo sepa sí.

– Lo único que le interesa es resolver asaltos.

– Los asaltos de hoy son los homicidios de mañana.

– Eso quedaría genial en un tatuaje. Y se me ocurre el sitio perfecto donde podría ponérselo.

– Pero necesitarías un casco de minero para leerlo. Te regalaré uno por Navidad; eso te dará una razón para seguir adelante.

Liska abrió la puerta y entró precedida de Kovac en la sala de interrogatorios, que no era más espaciosa que un armario, la típica estancia que los arquitectos califican de «íntima». De acuerdo con las últimas teorías sobre el modo de interrogar a la escoria, la mesa era pequeña y redonda, sin una zona preferente. Todos los que se sentaban alrededor de ella eran iguales. Colegas. Confidentes. Pero no había nadie sentado a ella.

Elwood Knutson estaba de pie en el rincón más cercano, con aspecto de oso de Disney con sombrero hongo de fieltro negro. Jamal Jackson ocupaba el rincón opuesto, junto a la inútil y vacía librería empotrada y bajo la videocámara instalada en la pared, tal como requería la ley de Minnesota, para demostrar que los policías no arrancaban confesiones a los sospechosos a base de palizas. La actitud que exhibía Jackson le quedaba tan mal como la ropa que vestía. Llevaba unos vaqueros de la talla de Elwood que le pendían flojos del culo escuálido y un enorme y abultado anorak de plumón con los colores negro y rojo de Nación Aria. Tenía el labio inferior más grueso que una manguera y en ese instante adelantado en un mohín.

– Oye, tío, todo esto es una parida. Yo no me he cargado a nadie -aseguró a Kovac.

El detective arqueó las cejas.

– ¿Ah, no? Vaya, pues debe de tratarse de un error. -Se volvió hacia Elwood con las manos extendidas-. ¿No decías que era nuestro hombre, Elwood? Dice que no ha sido él.

– Debo de haberme equivocado -repuso Elwood-. Le ruego que me disculpe, señor Jackson.

– Haremos que te lleven a casa en un coche patrulla -ofreció Kovac-. Podemos decirles que anuncien por el megáfono a tu hermandad que no teníamos intención de detenerte, que ha sido un error.

Jackson se lo quedó mirando mientras movía el labio arriba y abajo.

– Podemos decirles que anuncien específicamente que sabemos que no tuviste nada que ver en el asesinato de Deon Truman. Así todo el mundo tendrá claro por qué te trajimos a comisaría. No nos gustaría que por culpa nuestra circularan rumores desagradables sobre ti.

– ¡A tomar por el culo, tío! -gritó Jackson con voz estridente-. ¿Es que pretende que me maten?

Kovac se echó a reír.

– Pero si acabas de decir que no fuiste. Ya puedes irte a casa.

– ¿Y que los hermanos crean que he hablado con ustedes? Acabarían conmigo en tres segundos. ¡Y una mierda, tío!

Jackson dio unos pasos por la habitación mientras se tiraba de las breves trenzas que salían disparadas en todas direcciones desde su cabeza. Llevaba las manos esposadas ante sí y miraba a Kovac con expresión hostil.

– Métame en la cárcel, cabrón.

– No puedo, y eso que me lo pides con mucha educación. Lo siento.

– Estoy detenido -insistió Jackson.

– No si no has hecho nada.

– He hecho de todo.

– ¿Así que confiesas? -terció Liska.

Jackson le lanzó una mirada incrédula.

– ¿Quién coño es esta? ¿Su novia?

– No insultes a la señorita -advirtió Kovac-. Dices que te cargaste a Deon Truman.

– Y una mierda.

– Entonces, ¿quién lo hizo?

– Que le den por el saco, tío. No le voy a decir una mierda.

– Elwood, encárgate de que el caballero vuelva a casa como Dios manda.

– ¡Pero estoy detenido! -aulló Jackson-. ¡Métanme en la cárcel!

– Que te den -dijo Kovac-. La cárcel está abarrotada y además no es un hotel, joder. ¿De qué se le acusa, Elwood?

– Merodear con fines criminales, creo.

– Una falta menor.

– ¡Y una porra! -chilló Jackson, indignado, mientras señalaba a Elwood con los dos índices-. ¡Me vio vendiendo crack en la esquina de Chicago con la Veintiséis!

– ¿Llevaba encima crack cuando lo detuviste? -inquirió Kovac.

– No, señor, aunque sí una pipa.

– ¡Tiré la mercancía antes de que me detuviera!

– Posesión de parafernalia para consumir drogas -recitó Liska sin inmutarse-. Ya ves. Suéltalo, Kovac. No merece la pena retenerlo.

– ¡Que te den por el culo, zorra! -siseó Jackson, avanzando hacia ella-. ¡Chúpamela!

[1] El nombre en inglés de Campanilla es Tinker Bell. (N. de la T.)