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De hecho, el instinto le decía que no solo no se podría demostrar, sino que no había sido él. Cabía la posibilidad de que Gedes hubiera destrozado la ventanilla y luego la hubiera esperado para abalanzarse sobre ella, pero no lo creía.

En el coche no faltaba nada, aunque tampoco es que guardara en él nada de valor. Desde luego, nadie había roto la ventanilla para robar el muñeco de Jesse Ventura de R. J. No habían registrado la guantera ni tocado el equipo de música, cosa que incluso la habría tranquilizado, ya que el móvil del robo habría conferido sentido al vidrio roto. Lo único que habían tocado era la pila de correo comercial; una persona dispuesta a colarse en su coche estaba ahora en posesión de su dirección.

El fantasma entre las sombras.

¿Por qué su coche de entre todos los del aparcamiento?

Recogió sus cosas y se dirigió a la casa. Nadie reparó en su llegada. En el salón se libraba una batalla campal. En un rincón habían levantado una tienda improvisada con una manta. Las sillas del comedor aparecían boca abajo para hacer un fuerte en las inmediaciones del árbol de Navidad. Con los rostros pintarrajeados, los chicos corrían de un lado a otro en pijama, blandiendo sables luminosos de plástico y armando suficiente ruido para despertar a los muertos. Su ex marido estaba agazapado detrás del sillón reclinable, con una bata sobre la ropa, un pañuelo negro atado a la cabeza y una espada fosforescente de samurai en la mano.

– Bienvenida a casa, mamá -canturreó mientras dejaba el bolso sobre la mesa del comedor-. ¿Has tenido un buen día? La verdad es que no -se respondió a sí misma-, pero gracias por tu interés. Estoy encantada de estar en casa, donde reina la paz y el orden, y me siento arropada por el amor de todos.

Kyle fue el primero en reaccionar. Se detuvo en seco, y la sonrisa se borró de su rostro mientras miraba alternativamente a sus padres. Contaba dos años más que R. J., por lo que recordaba la hostilidad reinante al final de su matrimonio, y era muy sensible a la tensión suspendida entre ellos.

– Hola, mamá -saludó, mirando el juguete que tenía en la mano antes de dejarlo en el suelo, como si le diera vergüenza que lo hubieran sorprendido en plena diversión.

Poseía la apostura de su padre, pero en sus facciones se advertía una seriedad de la que carecía Speed.

– Hola, grandullón -dijo Liska.

Se acercó a él, le alborotó el cabello y lo besó en la frente. Kyle clavó la mirada en el suelo.

R. J. chilló como un cerdo y echó a correr en círculos sin dejar de blandir el sable, negándose obstinado a tomar nota de la presencia de su madre. Una conocida oleada de furia la inundó al mirar a su ex.

– Hola, Speed, cuánto me alegro de verte. Otra vez. Te comportas casi como un padre o algo parecido. ¿Dónde está Heather?

– La he enviado a casa -repuso Speed al incorporarse-. ¿Por qué pagar a la canguro si no hace falta? Hoy tenía un poco de tiempo y he venido.

– Qué considerado al preocuparte por mi situación económica -se mofó Liska, deseosa de añadir «sobre todo teniendo en cuenta que nunca te has molestado en contribuir a la causa», aunque contuvo la lengua por el bien de los chicos-. Es hora de irse a la cama, chicos -añadió, jugando de nuevo a ser la mala y detestando a Speed por obligarla a ello-. Id a lavaros la cara y cepillaros los dientes, por favor.

Kyle se dispuso a salir del salón. R, J. se la quedó mirando con los ojos muy abiertos y de repente profirió un espeluznante grito de guerra mientras daba un salto y agitaba los brazos como un auténtico ninja.

Kyle se acercó a él y lo asió del brazo.

– Basta, tonto -espetó con voz severa.

Liska no lo reprendió.

– Ya sé que estás acostumbrado a hacer lo que te sale de las narices -dijo a Speed en cuanto sus hijos se fueron-, pero los chicos van a la escuela y para ello necesitan ciertas horas de sueño.

– Por una vez que se acuesten tarde no pasa nada, Nikki.

– No.

Pero ¿por qué precisamente aquella noche?, quiso preguntarle, aunque calló por temor a romper a llorar si lo hacía. Estaba demasiado agotada para aguantar a Speed, y de la hamburguesa de Kovac ya hacía horas. Se restregó el rostro con las manos y se alejó de él en dirección a la cocina, donde empezó a rebuscar en una de las alacenas bajas.

Vio que Speed adoptaba una de sus poses en la puerta. Se había quitado el albornoz y dejado al descubierto una camiseta negra de Aerosmith que se tensaba sobre el pecho y el vientre plano. Las mangas apenas contenían los músculos bien definidos de sus brazos; tenía aspecto de haber hecho muchas pesas últimamente. Se quitó el pañuelo de la cabeza y se alborotó el cabello corto, que no tardó en despeinarse en todas direcciones.

– ¿Quieres hablar de ello? -preguntó.

– ¿Desde cuándo hablamos?

– Empecemos hoy -sugirió Speed con un encogimiento de hombros.

Sacó una caja de bolsas de basura azul semitransparentes de una alacena y comprobó la resistencia de una de ellas.

– De momento servirá.

– ¿Para qué?

– Alguien me ha roto la ventanilla del coche, y la verdad es que se pasa bastante frío.

– Malditos yonquis -masculló Speed-. ¿Te han robado algo?

– No.

– ¿Solo te han roto la ventanilla?

– Y han revuelto el correo comercial que tenía acumulado.

– ¿Seguro que solo era correo comercial? ¿No había recibos de la tarjeta de crédito ni nada parecido? ¿Facturas del móvil quizá?

– No.

– Y no se han llevado el equipo de música.

– Ya ves, ¿quién iba a querer la radio de un Saturn?

– No me hace gracia que no se llevaran nada -comentó Speed con el ceño fruncido.

– A mí tampoco -convino Liska mientras abría el cajón de los trastos en busca de un rollo de cinta adhesiva-. Ojalá se hubieran llevado el coche. Se me ha encendido la luz del motor. Con un poco de suerte, el pobre sufre alguna enfermedad terminal.

– ¿Estás trabajando en algo que pueda haber molestado a alguien? -inquirió su ex, rodeando el mostrador hasta donde Liska estaba doblando compulsivamente la bolsa de basura para dejarla reducida al cuadrado más pequeño posible.

Liska pensó en Fosforito, Cal Springer, Asuntos Internos, Ogden y los dos policías muertos. Meneó la cabeza con la mirada clavada en la bolsa.

– Nada en especial.

Está demasiado cerca, pensó. No quiero que se acerque tanto; esta noche no.

– Tengo entendido que el forense ya ha presentado su informe sobre el tipo de Asuntos Internos -señaló Speed-. Accidente, ¿eh?

Liska se encogió de hombros y tocó un rollo de cinta.

– De esa forma se puede cobrar el seguro.

– ¿No estás de acuerdo?

– Eso da igual. Leonard dice que el caso está cerrado.

– No da igual si vas a seguir investigando. ¿Qué piensas? ¿Que la palmó por culpa de una investigación? ¿Crees que algún poli corrupto lo linchó? Eso es muy descabellado, Nikki ¿Qué podría estar sucediendo en el departamento de policía de Minneapolis para que alguien se la jugara tanto?

– No pienso nada -aseguró Liska, impaciente-. Y no sé qué pasa en Asuntos Internos. En cualquier caso, no importa. El teniente ha cerrado el caso.

– Muy bien, está cerrado Estás fuera. Deberías de estar aliviada.

– Claro -suspiró Liska sin convicción alguna, sabedora de que Speed la observaba, a la espera de oír lo que callaba.

– Nikki…

En la voz de Speed se detectaba frustración y tal vez cierto anhelo… o algo más. O quizá era lo que Liska quería creer. Speed le rozó la barbilla, y ella alzó la mirada hacia él, conteniendo el aliento.

Muchos aspectos de su relación se habían ido al garete en los últimos años, pero no el físico. Speed siempre la había excitado, y para su eterna desesperación, siempre la excitaría probablemente. A la química se le daban un ardite los celos, las rivalidades y la infidelidad.

– ¿Os vais a besar?

– R. J. -dijo Liska mientras Speed lanzaba un suspiro-. Esas cosas no se preguntan. Es de mala educación.

– ¿Y?

El chiquillo no se había limpiado toda la pintura de la cara. Liska se inclinó y le besó una mancha de la frente.

– Y nada, que te quiero y que te vayas a la cama.

– Pero papá…

– Papá ya se iba -lo atajó Liska, lanzando una mirada significativa a Speed.

R. J. adoptó una expresión mohína.

– Siempre haces que se vaya

– Vamos, Rocket -dijo Speed antes de levantar a su hijo sobre el hombro-. Te arroparé y te contaré lo de aquella vez, cuando detuve a Big Ass Baxter.

Liska los siguió con la mirada, en parte deseosa de seguirlos, no porque pretendiera dar la impresión de que llevaba una vida familiar normal, sino porque estaba celosa de la relación que Speed mantenía con los chicos. No obstante, no le parecía una actitud saludable, como tampoco se lo parecía su necesidad de contacto con su ex.

Cogió la cinta adhesiva y la bolsa de basura, y salió por la puerta de la cocina, contenta al percibir el golpe de aire frío.

– Qué bonito queda -masculló al fijar la bolsa de basura a la ventanilla rota.

No había nada como un buen pedazo de cinta adhesiva para embellecer un coche.

El barrio estaba en silencio. Era una noche clara y fría, con un cielo salpicado de más estrellas de las que ella podía ver desde aquella zona de la ciudad. Su vecino trabajaba para United Way. Los del otro lado, un matrimonio, habían trabajado treinta y pico años juntos en 3M. Ninguno de ellos había visto jamás un cadáver ahorcado de una viga.

En medio de aquel barrio, de repente Liska se sintió muy sola, aislada de los seres humanos normales por culpa de las experiencias que había vivido y viviría. Aislada por la violencia de que había sido objeto.

Alguien a quien no conocía y no podía identificar tenía su dirección. Se volvió hacia la calle. Cualquier coche que pasara por allí… Cualquier par de ojos que la vigilara entre las sombras… Cualquier sonido inesperado delante de la ventana de su habitación…

La vulnerabilidad no era una sensación conocida ni agradable para ella, pero en aquel instante la acometió como un escalofrío de fiebre. La anticipación del miedo. Debilidad. Sensación de impotencia, de aislamiento.

Sintió deseos de pegar a alguien.

– Al fin solos.

Con un sobresalto, Liska giró sobre sus talones, reconociendo la voz una fracción de segundo antes de ver el rostro que la acompañaba.

– ¡Maldita sea, Speed! ¡No entiendo cómo aún sigues vivo a estas alturas!