Pitt advirtió la fugaz mirada de Epona hacia un pequeño mando a distancia dorado que estaba en la alfombra debajo de la mesa de cristal, y vio que movía un pie con mucho disimulo.
– Más te vale que no lo intentes, querida -dijo tranquilamente.
El pie se detuvo, con los dedos muy cerca de uno de los botones. Luego Epona apartó el pie con un movimiento lento.
En aquel instante Flidais reconoció a Pitt.
– ¡Tú! -exclamó con voz aguda.
– Hola, Rita, o como te llames. -Echó una ojeada a la habitación-. Por lo que parece, has progresado.
Los ojos de color ámbar castaño lo miraron con una expresión furibunda.
– ¿Cómo has entrado aquí?
– ¿Es que no te agrada mi mono de diseño? -replicó Pitt, que se movió como si estuviese exhibiendo un modelo en una pasarela-. Es sorprendente cómo abre todas las puertas.
– Flidais, ¿quién es este hombre? -preguntó Epona, que observaba a Pitt como si fuese un animal en el zoológico.
– Mi nombre es Dirk Pitt. Su amiga y yo nos conocimos en la costa oriental de Nicaragua. Si no recuerdo mal, vestía un biquini amarillo y era propietaria de un precioso yate.
– Que echaste a pique. -Flidais parecía una cobra rabiosa.
– No recuerdo que nos ofrecieras alternativa.
– ¿Qué quiere? -preguntó Epona, que miraba fijamente al intruso con sus ojos color jade con reflejos dorados.
– Creo que es justo que Flidais… ¿es así como la llama?… responda por sus crímenes.
– ¿Puedo saber cómo se propone hacerlo? -replicó Epona, con una mirada enigmática.
Esta mujer es una actriz de primera, pensó Pitt. Nada la asustaba, ni siquiera el arma que la apuntaba.
– Me la llevaré en un viaje al norte.
– Así de sencillo.
– Así de sencillo -confirmó Pitt.
– ¿Qué pasa si me niego? -exclamó Flidais, desafiante.
– Digamos que no te gustarían las consecuencias.
– Si no hago lo que quieres, me matarás. ¿Es eso?
Pitt le apoyó el cañón de la Colt.45 contra la sien, junto al ojo izquierdo.
– No, lo que haré será destrozarte los ojos. Vivirás los años que te queden, ciega y convertida en un adefesio.
– Eres grosero y vulgar, como la mayoría de los hombres -le espetó Epona, indignada-. No esperaba menos.
– Es agradable saber que no he desilusionado a una mujer tan bella como astuta.
– No necesita ser paternalista conmigo, señor Pitt.
– No soy paternalista. Solo tolerante. -Sonrió para sus adentros al ver que la pulla la había molestado-. Quizá volvamos a encontrarnos otro día, en circunstancias más agradables.
– No se haga ilusiones, señor Pitt. No creo que le espere un futuro placentero.
– Es curioso, no tiene usted aspecto de gitana.
Tocó suavemente el hombro de Flidais con el cañón del arma y la siguió fuera de la habitación. Se detuvo un momento en la arcada y miró a Epona.
– Antes de que se me olvide: no creo que sea aconsejable abrir los túneles y desviar la corriente ecuatorial sur para provocar un invierno glacial en Europa. Sé de muchas personas que se enfadarían.
Cogió a Flidais de un brazo y la llevó a buen paso pero sin prisas por el pasillo hasta el ascensor. Una vez dentro de la cabina, Flidais se arregló la túnica.
– No solo eres un plasta, Pitt, sino también un estúpido.
– ¿Ah, sí?
– No conseguirás salir del edificio. Hay guardias en todos los pisos. No tienes la menor oportunidad de cruzar el vestíbulo sin que te detengan.
– ¿Quién ha dicho que saldremos por el vestíbulo?
Flidais abrió los ojos como platos cuando el ascensor subió y se detuvo en la azotea. Pitt le indicó que saliera en cuanto se abrió la puerta.
– No quiero darte prisa, pero en cualquier momento las cosas comenzarán a animarse por aquí arriba.
La mujer vio a los guardias tumbados en el suelo y a Giordino que los apuntaba con un fusil de asalto. Entonces se fijó en el helicóptero y comprendió que cualquier esperanza de que los guardias interceptaran a Pitt y su compañero se había esfumado en el aire nocturno. En su desesperación por encontrar una salida, se volvió hacia Pitt y exclamó:
– ¡No puedes pilotar un helicóptero!
– Lamento desilusionarte -respondió Pitt pacientemente-. Al y yo sabemos pilotar estos cacharros.
Giordino miró a Flidais, se fijó en la elegancia de su atuendo y sonrió con una expresión vengativa.
– Veo que has encontrado a Rita. ¿La has sacado de una fiesta?
– Estaba con una amiga suya, bebiéndose una botella del mejor champán. Resulta que se llama Flidais; vendrá con nosotros. No le quites el ojo de encima.
– Utilizaré los dos -afirmó Giordino con voz helada.
Pitt miró a Flidais durante un segundo mientras subía al helicóptero. El brillo había desaparecido de los ojos de la mujer. La tranquilidad y el coraje de antes habían dado paso a la inquietud.
Pitt echó una ojeada al interior antes de ir rápidamente a la cabina y sentarse en el asiento del piloto. Se trataba de un McDonell Douglas Explorer, con dos motores turbo gemelos Pratt amp; Whitney construido por MD Helicopters en Mesa, Arizona. No ocultó su satisfacción al ver que se trataba de un aparato con sistema antitorque, lo que hacía innecesario el rotor trasero.
Comprobó que la válvula de combustible estuviese abierta y desconectó el cíclico y el colectivo. Luego probó los pedales, los aceleradores y los interruptores de circuito, y movió el cebador para ajustar la mezcla. Después de apretar el interruptor general, puso en marcha los motores. Las turbinas comenzaron a girar y en cuestión de segundos llegaron a la temperatura y el número de revoluciones apropiado. Por último, Pitt verificó que todas las luces de alerta estuviesen apagadas. Asomó la cabeza por la ventanilla lateral y le gritó a Giordino por encima del aullido de las turbinas:
– ¡Arriba!
Giordino no tuvo tantos miramientos como Pitt. Sujetó a Flidais por el cuello y la arrojó al interior de la cabina. Luego subió de un salto y cerró la puerta.
El interior era elegante y lujoso, con cuatro grandes butacas de cuero y consolas de madera noble. Una de ellas disponía de ordenador, fax y videoteléfono satelital. También había un bar con botellones y vasos de cristal. Los Lowenhardt, instalados en sus asientos y con los cinturones abrochados, miraron en silencio a Flidais, que continuaba tumbada en el mismo lugar donde había caído. Giordino la sujetó por debajo de los brazos, la arrastró hasta una de las butacas y le abrochó el cinturón. Le entregó el fusil de asalto a Claus Lowenhardt.
– Si se mueve, mátela.
Claus, que detestaba a las mujeres que lo habían tenido prisionero, aceptó el encargo con una sonrisa.
– Nuestros agentes os estarán esperando cuando aterricéis en Managua -dijo Flidais despectivamente.
– Ah. Es algo que me consuela.
Giordino se volvió rápidamente para ir a la carlinga y sentarse en el asiento del copiloto. Pitt vio que se cerraban las puertas del ascensor. Alertados por la mujer de la suite, los guardias habían llamado al ascensor que les permitiría llegar a la azotea. Movió la palanca del colectivo hacia atrás y el helicóptero se elevó en el aire. Luego empujó el cíclico hacia delante. El morro bajó un poco y el MD Explorer saltó de la azotea del edificio. De inmediato aceleró hasta alcanzar la velocidad máxima de trescientos kilómetros por hora, y voló por encima de las instalaciones de Odyssey en dirección a la pista de aterrizaje que se extendía entre los dos volcanes.
En cuanto llegó a la falda del Maderas, rodeó el pico y descendió hasta que el Explorer estuvo a menos de diez metros por encima de las copas de los árboles, para después cruzar la costa y adentrarse en las aguas del lago.
– Espero que no se te ocurra ir a Managua -dijo Giordino, mientras se ponía los auriculares-. Su alteza real dice que unos gorilas nos estarán esperando.
– No me sorprendería -afirmó Pitt con una gran sonrisa-. Por eso mismo ahora volaremos en dirección oeste por encima del Pacífico antes de virar al sur para ir a San José, en Costa Rica.
– ¿Nos alcanzará el combustible?
– Dentro de unos minutos volaré a velocidad de crucero. Si no me falla el cálculo, nos sobrarán unos diez litros.
Pitt continuó volando a ras de las olas para escapar a los radares de Odyssey, antes de cruzar la angosta franja de tierra en el lado oeste del lago. Quince kilómetros mar adentro, viró hacia el sur y subió poco a poco mientras Giordino fijaba el rumbo a San José. Durante el resto del vuelo, Giordino no dejó de vigilar atentamente los indicadores del combustible.
El cielo estaba encapotado. No amenazaba lluvia, pero no se veían las estrellas. Pitt nunca se había sentido más agitado. Le pasó los controles a Giordino, se arrellanó en el asiento, cerró los ojos y respiró lenta y profundamente. Aún le quedaba una cosa por hacer antes de permitirse el lujo de dormir. Sacó el móvil de su mochila impermeable y marcó el número privado de Sandecker.
El almirante atendió la llamada en el acto.
– Sandecker.
– Estamos fuera -dijo Pitt, cansado.
– Ya era hora.
– No fue necesario prolongar la visita.
– ¿Dónde estáis?
– Volamos en un helicóptero robado con rumbo a San José, en Costa Rica.
Sandecker hizo una breve pausa mientras asimilaba la información.
– ¿No fue necesario espiar las instalaciones durante el día?
– Nos sonrió la suerte -respondió Pitt, que hacía esfuerzos para no dormirse.
– ¿Has recogido toda la información que necesitamos? -preguntó Sandecker, con su típica impaciencia.
– Lo tenemos todo -dijo Pitt-. Gracias a los científicos que tiene cautivos, Specter ha perfeccionado la tecnología de las celdas de combustible. Utilizan nitrógeno en lugar de hidrógeno. Los chinos comunistas están fabricando millones de estufas alimentadas por la electricidad de esas celdas, que distribuirán y pondrán a la venta cuando abran los túneles y el frío polar haga sentir sus efectos en la costa de Norteamérica y Europa.
– ¿Me estás diciendo que toda esta locura es para vender estufas? -preguntó Sandecker, atónito.
– Ganarán miles de millones de dólares, por no hablar del poder que tendrán gracias al monopolio. Lo mire por donde lo mire, la economía mundial dependerá de Specter en cuanto caiga la primera nevada.
– Pareces estar convencido de que ha perfeccionado la tecnología, cosa que aún no han conseguido las mejores mentes científicas del mundo -opinó Sandecker.