En su rostro había una expresión de furia cuando le devolvió los prismáticos a Giordino.
– Mira a ver si descubres quién es la reina del mono dorado.
Giordino observó a la mujer atentamente y siguió sus movimientos mientras ella y su comitiva caminaban hacia el ascensor.
– Nuestra amiguita del yate -dijo con una voz colérica-. La que asesinó a Renée. Mi reino por un fusil de francotirador.
– No podemos hacer nada al respecto -se lamentó Pitt-. Nuestro objetivo prioritario es llevar a Washington sanos y salvos a los Lowenhardt.
– Ya que has sacado el tema, ¿cómo haremos para cruzar una cerca electrificada y vigilada por tres dobermann y dos guardias fuertemente armadas?
– No la cruzaremos -respondió Pitt en voz baja, mientras su mente analizaba las opciones posibles-. Pasaremos por encima.
Los Lowenhardt permanecían en silencio, sin tener claro el sentido de la conversación. Giordino imitó a Pitt, que no apartaba la mirada del helicóptero posado en la azotea del edificio de oficinas. Sin decir ni una palabra, ambos comenzaron a urdir el mismo plan. Pitt miró el edificio a través de los prismáticos.
– Allí están las oficinas centrales -dijo-. No veo que esté vigilado.
– No tienen ningún motivo para convertirlo en una cárcel. Todos son leales empleados de Odyssey.
– Tampoco tienen motivos para creer que unos visitantes inesperados se presenten en la puerta principal. -Pitt enfocó de nuevo la azotea. Los pilotos acababan de entrar en el ascensor detrás de Rita, sin preocuparse por la vigilancia del helicóptero-. No volveremos a tener otra oportunidad como ésta.
– No me parece que sea una oportunidad única entrar en un edificio de oficinas, pasar inadvertidos entre doscientos empleados, y subir hasta un décimo piso para robar un helicóptero sin que nadie sospeche que se ha metido un zorro en el gallinero.
– Quizá tendríamos menos problemas si pudiera conseguirte un mono color lavanda.
Giordino le dirigió una mirada capaz de fundir la piedra.
– Ya he ido más allá de lo que impone el deber. Tendrás que pensar en alguna otra cosa.
Pitt se acercó a los Lowenhardt, que permanecían abrazados. Parecían aprensivos, pero no asustados.
– Vamos a entrar en el edificio de las oficinas centrales y subiremos a la azotea, donde nos apropiaremos del helicóptero. No se aparten de mí. Si nos topamos con problemas, tírense al suelo. No queremos tenerlos en nuestra línea de fuego. Nuestra única posibilidad es actuar con audacia. Al y yo fingiremos que los llevamos a una reunión, a un interrogatorio o lo que sea que cuele. En cuanto lleguemos a la azotea, suban inmediatamente al helicóptero y abróchense los cinturones. El despegue puede que sea bastante brusco.
Claus y Hilda le aseguraron solemnemente que harían lo que dijera. Estaban metidos en ello hasta las orejas y ya no podían volverse atrás. Pitt no dudaba de que seguirían sus indicaciones al pie de la letra. No tenían otra alternativa.
Caminaron por la acera hasta que llegaron a la escalinata en la entrada del edificio. Los faros de un camión los iluminaron por un momento, pero el conductor no se fijó en ellos. Dos mujeres, una con un mono lavanda y la otra con un mono blanco, estaban fumándose un cigarrillo junto a la entrada. Esta vez con Giordino en cabeza, que sonrió a las mujeres cortésmente, cruzaron las puertas de cristal automáticas y entraron en el vestíbulo. Vieron a unas cuantas mujeres y a un hombre, que conversaban animadamente. Unos pocos miraron en su dirección cuando Pitt y los otros pasaron junto a ellos, y lo hicieron sin la menor sospecha.
Como si fuese la cosa más normal del mundo, Giordino hizo que el grupo entrara rápidamente en unos de los ascensores vacíos antes de que se cerrara. Pero no habían acabado de hacerlo cuando, antes de que pudiera apretar el botón correspondiente a la azotea, entró también una atractiva rubia vestida con un mono lavanda que se inclinó por delante de Giordino para apretar el botón del octavo piso.
La mujer se volvió y, al ver a los Lowenhardt, los observó detenidamente. En su rostro apareció una expresión alerta.
– ¿Adonde llevan a estas personas? -preguntó en inglés.
Giordino vaciló, sin saber qué responder. Sin arredrarse, Pitt se colocó junto a su compañero y contestó en un pésimo castellano:
– Perdónenos por inglés no parlante.
La cólera brilló en los ojos de la mujer.
– ¡No hablaba con usted! -replicó vivamente-. Hablaba con la dama.
Pillado en mitad de la discusión, Giordino tenía miedo de hablar, porque su voz delataría que no era una mujer. Cuando lo hizo, su voz de falsete resonó de una manera extraña en el interior del ascensor.
– Hablo poco inglés.
La respuesta fue una mirada incisiva. La mujer le miró el rostro y abrió mucho los ojos al ver la sombra de la barba. Levantó una mano y le tocó la mejilla.
– ¡Usted es un hombre! -exclamó. Se volvió rápidamente en un intento por detener al ascensor en el siguiente piso, pero Pitt le apartó la mano de un golpe.
La empleada de Odyssey lo miró, atónita.
– ¿Cómo se atreve a pegarme?
Pitt sonrió como un niño travieso.
– Me ha impresionado tanto, que voy a raptarla para que me acompañe a un mundo mejor.
– ¿Está loco?
– Como una chota.
El ascensor se detuvo en el octavo piso, pero Pitt apretó el botón que cerraba la puerta. La puerta permaneció cerrada, el motor se puso en marcha y el ascensor continuó subiendo hasta su última parada en la azotea, encima del décimo piso.
– ¿Qué está pasando aquí? -Por primera vez miró a fondo a la pareja de científicos, que parecían disfrutar de la situación. Frunció el entrecejo-. Conozco a estas personas. Durante la noche tienen que estar confinados en sus habitaciones. ¿Adonde los llevan?
– Al lavabo más cercano -respondió Pitt sin inmutarse.
La mujer pareció vacilar entre detener el ascensor o gritar. En la duda, se dejó llevar por el instinto y abrió la boca para gritar. Pitt no vaciló ni un instante en darle un tremendo puñetazo en la barbilla. La mujer se desplomó como una muñeca de trapo. Giordino la sujetó por debajo de los brazos antes de tocar el suelo y la apoyó de pie contra un rincón de la cabina, de forma que quedara oculta cuando se abrieran las puertas.
– ¿Por qué no le tapó la boca, simplemente? -preguntó Hilda, sorprendida por la violencia de Pitt.
– Porque me hubiese mordido la mano, y hoy no estoy de humor para actuar como un caballero y permitirle que lo hiciera.
Con lo que a todos les pareció la velocidad de un caracol, el ascensor acabó de subir los últimos metros y se detuvo en el décimo piso, desde donde se accedía a la azotea. Después de frenar suavemente, la puerta se abrió y salieron.
Y antes de que pudieran reaccionar, se encontraron a bocajarro con un grupo de cuatro guardias que habían estado fuera de la vista, detrás de una torre de aire acondicionado.
La atmósfera en el ático de Sandecker en el edificio Watergate era de una calma tensa. Sandecker se paseaba como fiera enjaulada, rodeado por la nube de humo azul de uno de sus enormes puros hechos por encargo. Otros hombres se comportaban como caballeros cuando había damas presentes, en lugar de intoxicarlas con el humo del tabaco, pero no el almirante. Si no estaban dispuestas a aceptar su pernicioso hábito, no salía con ellas. A pesar de este riesgo, eran muchas las damas solteras de Washington que cruzaban el umbral de su casa.
Considerado un magnífico partido -era viudo, con una hija y tres nietos que vivían en Hong Kong-, Sandecker recibía multitud de invitaciones a cenas y fiestas. Ya fuera afortunada o desafortunadamente, según se mirara, no dejaban de presentarle mujeres solteras que buscaban marido o una relación. Para colmo, el almirante era un galán capaz de liarse con cinco damas a la vez, una de las razones por las que era un fanático del fitness .
Su acompañante de esa noche, la congresista Bertha García, que había sucedido en el cargo a su difunto esposo, Marcus, estaba sentada en la terraza y disfrutaba de una copa de excelente oporto mientras contemplaba el magnífico espectáculo de la ciudad iluminada. Elegantemente ataviada con un corto vestido negro de cóctel, después de asistir a una fiesta con el almirante, miraba con expresión divertida el furibundo paso de Sandecker.
– ¿Por qué no te sientas, Jim, antes de que dejes un surco en la alfombra?
Sandecker se detuvo. Se acercó a ella y apoyó afectuosamente una mano en su mejilla.
– Perdona que no te haga mucho caso, pero estoy pendiente de saber algo de dos de mis hombres, que están en Nicaragua. -Se sentó pesadamente junto a la congresista-. ¿Qué pensarías si te dijera que la costa oriental de nuestro país y toda Europa pueden sufrir unos inviernos propios de la era glacial?
– Siempre se puede sobrevivir a un invierno duro.
– Estoy hablando de siglos.
Bertha dejó la copa en la mesa de centro.
– No es posible con el efecto invernadero.
– Con el efecto invernadero y lo que tú quieras.
Sonó el teléfono y Sandecker fue a atender la llamada a su despacho.
– ¿Sí?
– Soy Rudi, almirante -dijo Gunn-. Seguimos sin tener noticias.
– ¿Han conseguido entrar?
– No sabemos nada desde que salieron de Granada en una moto de agua.
– Esto no me gusta -murmuró Sandecker-. A estas horas deberíamos saber algo de ellos.
– Tendríamos que dejar estos trabajos a las agencias de inteligencia -afirmó Gunn.
– Estoy de acuerdo, pero no hay quien detenga a Dirk y Al cuando se les mete algo entre ceja y ceja.
– Lo conseguirán -manifestó Gunn animosamente-. Siempre lo hacen.
– Sí -admitió Sandecker-, aunque llegará el día en que se les acabará la suerte.
39
La sorpresa de los guardias al ver al grupo que salía del ascensor fue un calco de la de Pitt al verles a ellos. Tres vestían los monos azules de los guardias de seguridad; el cuarto integrante era una mujer vestida de verde. Pitt adivinó que ella tenía el mando: a diferencia de los hombres, no llevaba un fusil de asalto. Su única arma era una pequeña pistola automática, en una cartuchera que le colgaba sobre la cadera.
Pitt se apresuró a tomar la iniciativa. Se acercó a la mujer.
– ¿Es usted quien está al mando? -preguntó con voz calma y autoritaria.
La mujer, pillada por sorpresa, respondió sin vacilar:
– Yo estoy al mando. ¿Qué están haciendo aquí?