PARTE CUATRO
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30 de agosto de 2006
Isla Branwen, Guadalupe
Los jet privados y de empresas comenzaron a llegar a la isla Branwen, a veinticinco kilómetros al sur de Basse-Terre, una de las islas principales de Guadalupe, en el mar de las Antillas. Minibuses de exóticos diseños y lujosos interiores, todos pintados de color lavanda, se acercaron a los aviones para recibir a los pasajeros. Después de cargar las maletas, los conductores llevaron a los pasajeros hasta las elegantes suites del palacio subterráneo, que sólo estaba abierto para los invitados personales de Specter. Todas las personas que bajaron de los aviones eran mujeres. No las acompañaban amigos ni socios.
Todas llegaron solas.
El último avión en llegar aterrizó a las seis de la tarde. Se trataba del Beriev Be210 de la Corporación Specter. El propietario, el único varón presente, que después de muchos forcejeos consiguió pasar su corpachón por la puerta, bajó la escalerilla. Luego los tripulantes bajaron una camilla donde había un cuerpo tapado con una manta. Specter, vestido con su habitual traje blanco, se sentó en el asiento trasero de la limusina y se sirvió una copa de beaujolais de la botella que había en el bar.
El chófer, que ya había llevado a Specter en otras ocasiones, siempre se sorprendía de ver a alguien tan obeso moverse con tan extraordinaria agilidad. Antes de sentarse al volante observó con curiosidad cómo dejaban la camilla con el cuerpo en la caja abierta de una camioneta, sin preocuparse del fuerte aguacero que había comenzado a caer.
En el extremo sur de la isla habían cavado entre la roca y el coral una hondonada con la forma de un caldero hundido, de un centenar de metros de diámetro. La cóncava depresión tenía una profundidad de diez metros, lo bastante honda para evitar que desde cualquier embarcación se vieran las actividades en su interior.
Allí se alzaban treinta pilares de piedra de cuatro metros de altura, con una separación de noventa centímetros. Se trataba de una copia de la famosa estructura mística conocida con el nombre de Stonehenge, nombre que significa “círculo de piedra”. Los pilares tenían dos metros de ancho y noventa centímetros de grosor. Las puntas ahusadas soportaban unos dinteles de poco más de tres metros, rebajados para formar la curva del círculo.
El círculo interior, con forma de herradura, contenía cinco imponentes piedras con sus propios dinteles, llamadas trilitones. A diferencia de la estructura original inglesa de piedra caliza, levantada entre el 2250 y el 1600 a.C., estas habían sido cortadas de piedra volcánica negra.
La diferencia principal entre la vieja y la nueva estructura era el enorme bloque de mármol tallado con forma de sarcófago. Se elevaba unos tres metros por encima del suelo dentro de la herradura y se accedía a él por una escalinata hasta una plataforma que rodeaba sus paredes, donde aparecía esculpido el caballo de Uffington.
Por la noche, unos focos disimulados alumbraban el interior del caldero con rayos de color lavanda que se movían entre las columnas, mientras que los rayos láser instalados alrededor del círculo se elevaban en el cielo nocturno. Los encendían unos minutos a primera hora del crepúsculo antes de apagarlos.
La lluvia cesó bruscamente pocos minutos antes de la medianoche. Cuando las luces se encendieron de nuevo, había treinta mujeres en el centro del círculo formado por los trilitones, con vestidos que parecían chales con pliegues. Conocidos como peplos -una antigua palabra griega-, los amplios vestidos multicolores les cubrían las piernas y los pies. Llevaban largas pelucas pelirrojas y purpurina en el rostro, el cuello y los brazos desnudos. El maquillaje plateado producía un efecto de máscara y hacía que todas se parecieran como si fuesen de la misma sangre. Todas guardaban silencio, con la mirada fija en la figura tendida sobre el bloque de mármol.
Se trataba de un hombre. Lo único que se veía de él era la parte superior del rostro. El cuerpo, la barbilla y la boca estaban firmemente envueltos en seda negra. Tenía los cabellos grises y parecía estar cercano a la sesentena. La nariz y la barbilla eran afiladas, con las facciones muy marcadas y bronceadas por el sol. Los ojos parecían salírsele de las órbitas mientras miraban las luces y los dinteles. Estaba como pegado al bloque, imposibilitado de mover el cuerpo o girar la cabeza. Sólo podía ver hacia arriba, y miraba horrorizado los rayos láser que atravesaban la oscuridad de la noche.
Las luces fluctuantes se apagaron y solo quedaron encendidos los láseres alrededor del mármol. Un minuto más tarde, las luces se encendieron de nuevo. Durante un momento pareció como si nada hubiese cambiado, pero una mujer vestida con un peplo dorado había aparecido como por arte de magia. Tenía una cabellera rojo fuego, larga y resplandeciente, que le caía como una cascada hasta las caderas. La piel del rostro, el cuello y los brazos tenía el color y lustre de las perlas. Era delgada, y su cuerpo rayaba en la perfección. Con gracia felina, subió la escalinata hasta el bloque de mármol, que en realidad era un altar.
Levantó los brazos y comenzó a cantar:
– Oh, hijas de Ulises y Circe, que se pueda tomar la vida de aquellos que no son dignos. Embriagaos con la riqueza y los despojos de los hombres que intentan esclavizarnos. No busquéis a hombres sin riqueza y poder. Cuando los encontréis, explotadlos, disipad sus deseos, saquead sus tesoros y entrad en su mundo.
Entonces todas las mujeres levantaron los brazos y entonaron:
– Grande es la hermandad, porque nosotras somos los pilares del mundo. Grandes son las hijas de Ulises y Circe, porque su camino está bendecido.
Repitieron la estrofa en un tono cada vez más alto, para después decirlo casi en un murmullo, mientras bajaban los brazos.
La mujer que estaba delante del aterrorizado hombre sujeto en el altar de mármol metió la mano debajo de los pliegues del peplo, sacó una daga y la levantó por encima de su cabeza. Las demás mujeres subieron la escalinata y rodearon al hombre, que no tardaría en convertirse en la víctima de un sacrificio pagano. Como si fuesen una sola, sacaron sus dagas y las sostuvieron en alto.
La mujer que parecía ser la gran sacerdotisa entonó:
– Aquí yace uno que no debería haber nacido.
Clavó la daga en el pecho de la víctima aterrorizada sujeta al altar. Luego retiró la hoja tinta en sangre y se apartó, para que las demás mujeres pudieran clavar sus dagas una tras otra en el hombre indefenso.
El círculo de mujeres bajó la escalinata y se situó entre las columnas. Todas sostuvieron las dagas ensangrentadas como si hicieran una ofrenda. Un silencio siniestro se prolongó durante unos momentos, hasta que todas cantaron a coro:
– Ante la mirada de nuestros dioses, triunfamos.
Entonces se apagaron las luces fluctuantes y los rayos láser, y el templo pagano donde acababa de cometerse un asesinato quedó a oscuras.
Al día siguiente, el mundo empresarial se asombró al leer la noticia de que el multimillonario Westmoreland Hall había desaparecido mientras nadada más allá del arrecife delante de su lujosa residencia, en una playa de Jamaica. Hall había ido a nadar solo, como hacía todas las mañanas. Tenía la costumbre de nadar más allá del arrecife hasta las aguas más profundas y dejar que la marea lo devolviera a la costa a través de un angosto canal. No se sabía si Hall había muerto ahogado, si lo había atacado un tiburón o si su deceso había obedecido a causas naturales, puesto que no habían podido encontrar su cuerpo, aun después de una intensa búsqueda realizada por los equipos de salvamento jamaicanos.
La nota necrológica decía lo siguiente:
Fundador de un imperio minero propietario de las mayores reservas mundiales de platino y otros cinco metales de su grupo en Nueva Zelanda, Hall era un audaz empresario que había alcanzado el éxito al comprar las minas cuando estaban casi en bancarrota y convertirlas en rentables antes de buscar financiación para nuevas adquisiciones en Canadá e Indonesia. Viudo desde hacía tres años, tras la muerte de su esposa en un accidente automovilístico, Hall deja un hijo, Myron, que es un artista de fama, y una hija, Rowena, quien, como vicepresidenta ejecutiva, pasa a ser presidenta de la Junta y asumirá la dirección de las empresas que forman parte del grupo.
Sorprendentemente, según la opinión de la mayoría de los analistas de Wall Street, las acciones de Hall Enterprises subieron diez puntos al difundirse la noticia de su deceso. La mayoría de las veces, al fallecer el titular de una gran corporación bajan las acciones, pero los agentes informaron de grandes compras por parte de varios especuladores anónimos. Casi todos los expertos en empresas mineras coinciden en señalar que Rowena Westmoreland venderá las acciones de su padre a Odyssey Corporation, porque es del dominio público que el fundador de Odyssey, el señor Specter, ha hecho una oferta de compra por un importe muy superior a todas las demás.
El funeral se oficiará en la catedral de Christchurch, el próximo miércoles a las catorce horas.
Diez días más tarde, en la sección de economía y finanzas de los principales periódicos del mundo, apareció la siguiente noticia:
El señor Specter, de la Odyssey Corporation, ha comprado la Hall Mining Company por una suma no revelada a la familia del difunto Westmoreland Hall. La presidenta y principal accionista, Rowena Westmoreland, continuará al mando de las actividades de la empresa como directora ejecutiva.
No se hacía ninguna mención a que en esos momentos el platino de las minas lo compraba Lingo Ho Ltd. en Pekín y que los barcos de carga chinos lo transportaban a un centro industrial en la costa de la provincia de Fukien.
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El viento que soplaba del Pacífico era la causa de la marejadilla en las aguas del lago. A pesar de su gran extensión, la marea era mínima y la temperatura del agua era de unos veintisiete grados. El silencio que reinaba sobre las oscuras aguas lo rompía el áspero zumbido del motor de una moto acuática. Invisible para el ojo humano, corría a través de la noche a una velocidad superior a los cincuenta nudos. Tampoco la detectaba el radar, porque llevaba una cubierta de goma que absorbía las ondas de radio e impedía que la antena captara el eco.
Pitt pilotaba la Polaris Virage TX con Giordino sentado en el asiento trasero y una bolsa con diversos elementos en el cajón de proa. Además del equipo de buceo llevaban los monos que habían robado a los trabajadores de Odyssey, con la diferencia de que esta vez las tarjetas de identificación tenían la foto de su rostro. Había sido necesario retocar la foto de Giordino para que al menos tuviera un cierto parecido con el de una mujer. Mientras esperaban a que les llevaran sus equipos desde Washington, habían ido a una casa de fotografía para que les hicieran las fotos y las colocaran en las tarjetas de identificación plastificadas. El fotógrafo les había cobrado el triple de la tarifa habitual, pero no había hecho preguntas.