Se había desprendido toda la sección de cola.

El viento descargaba toda su furia contra el lateral del Ocean Wanderer que daba al mar. Los ingenieros habían hecho muy bien su trabajo. Lo habían diseñado para resistir vientos de hasta doscientos cuarenta kilómetros, y sin embargo la estructura con los cristales blindados estaba resistiendo rachas de hasta trescientos veinte kilómetros sin roturas. El único daño sufrido en las primeras horas del huracán había tenido lugar en la terraza, donde el centro de deportes -con las pistas de tenis y de baloncesto, las alfombrillas de golf, las mesas y las sillas del bar- había sido barrido sin piedad y ahora solo quedaba la piscina de agua dulce, que había rebalsado con la lluvia, y el agua caía por los costados del edificio hasta el mar.

Morton se sentía orgulloso de sus subordinados, que se estaban comportando de una manera admirable. Su principal preocupación había sido que se dejaran dominar por el pánico. Pero los directores, los recepcionistas y el personal de servicio habían trabajado unidos para trasladar a los huéspedes desde las habitaciones de los pisos inferiores y acomodarlos en la sala de baile, el gimnasio, el cine y los restaurantes de los pisos altos. Se habían distribuido los chalecos salvavidas y les habían comunicado cuáles eran los botes salvavidas a los que debían acudir si se daba la orden de abandonar el hotel.

Lo que nadie sabía, ni siquiera Morton, porque ninguno de los empleados se había arriesgado a salir a la terraza azotada por el viento, era que los botes salvavidas habían sido barridos con todo lo demás veinte minutos después de que el huracán se hubiera abatido sobre el hotel flotante.

Morton se mantenía en contacto permanente con los empleados de mantenimiento, quienes recorrían el hotel para informar de cualquier daño y organizar las reparaciones. De momento, la fuerte estructura resistía bastante bien. Para los huéspedes fue una experiencia horrible ver cómo una gigantesca ola llegaba a la altura del décimo piso y rompía contra una esquina del hotel… y a continuación escuchar el gemido de los cables de amarre sometidos a la máxima tensión y el crujido de la estructura, que se retorcía en las uniones remachadas.

Hasta el momento sólo se había informado de unas pocas filtraciones. Los generadores y los sistemas básicos funcionaban sin problemas. El Ocean Wanderer podría resistir los embates por lo menos durante una hora más, pero Morton tenía claro que la bella estructura sólo estaba demorando lo inevitable.

Los huéspedes y los empleados que no podían desempeñar sus trabajos habituales parecían fascinados por el terrible espectáculo de agua y viento que les ofrecía la naturaleza. Contemplaban indefensos cómo las olas de más de treinta metros de altura y centenares de metros de longitud, e impulsadas por un viento de trescientos veinte kilómetros se abalanzaban sobre el hotel, conscientes de que la única barrera que los separaba de los millones de toneladas de agua eran los cristales blindados de las ventanas. Era como para acabar con el coraje de los más valientes.

La espectacular altura de las olas era lo que más impresionaba. No podían hacer otra cosa que mirar, los hombres abrazando a las mujeres, las mujeres abrazando a los niños, todos como hipnotizados mientras una ola tras otra cubría el hotel y en las ventanas no se veía nada más que una espuma blanquecina. Sus mentes conmocionadas eran incapaces de comprender el fenómeno en su verdadera dimensión. Todos rezaban para que la siguiente ola fuera más pequeña, pero no podía serlo. Al contrario, cada vez eran mayores.

Morton se tomó un pequeño respiro y se sentó delante de su escritorio, de espalda a la ventana, poco dispuesto a dejarse distraer de las responsabilidades que caían como una avalancha sobre sus estrechos hombros. Pero por encima de todo le daba la espalda a la ventana porque no soportaba ver cómo las gigantescas olas verdes se lanzaban contra el hotel indefenso.

Había enviado mensajes solicitando ayuda inmediata para evacuar a los huéspedes y empleados antes de que fuese demasiado tarde. Sus súplicas fueron respondidas, pero nadie acudió en su ayuda. Todos los barcos en un radio de ciento cincuenta kilómetros estaban en peores condiciones que el hotel.

Un buque portacontenedores de ciento ochenta metros de eslora había dejado de transmitir la señal de SOS. Una indicación funesta. Otras dos naves ya no respondían a las llamadas que se les hacían por radio. También se habían dado por perdidos diez pesqueros, que habían tenido la mala fortuna de encontrarse en el camino del huracán Lizzie.

Todos los aviones de rescate de la fuerza aérea dominicana estaban en tierra. Las naves de la Marina estaban amarradas. La respuesta que recibía Morton era siempre la misma: “Lo sentimos mucho, Ocean Wanderer , estáis librados a vuestra suerte. Acudiremos en cuanto amaine la tormenta”.

Se mantenía en contacto con Heidi Lisherness en el Centro de Huracanes de la NUMA para facilitarle informes sobre la magnitud de la tempestad.

– ¿Está usted seguro de la altura de las olas? -preguntó la meteoróloga, que tenía dudas sobre la descripción.

– Créame. Estoy en mi despacho a treinta metros por encima de la línea de flotación del hotel y cada nueva ola pasa por encima de la terraza.

– Es algo increíble.

– Le doy mi palabra.

– ¿Puedo hacer algo por ustedes? -preguntó Lisherness, con tono de profunda preocupación.

– Solo quiero que me diga cuándo cree que comenzarán a amainar el viento y las olas.

– Según los informes del avión cazatormentas y de los satélites, todavía hay para rato.

– Si no vuelve a tener noticias mías -manifestó Morton, que se volvió para mirar las olas-, sabrá que ha ocurrido lo peor.

Y antes de que Heidi pudiera responderle, cortó la comunicación para atender otra llamada.

– ¿Señor Morton?

– Sí, dígame.

– Señor, le habla el capitán Rick Tappa de la flota de remolcadores de Odyssey.

– Adelante, capitán. Hay algunas interferencias provocadas por la tormenta, pero lo oigo.

– Señor, lamento mucho informarle de que los remolcadores Albatros y Pelican no pueden acudir en su ayuda. Es imposible con este mar. Nadie recuerda haber visto una tormenta de tal magnitud. No podemos llegar hasta usted. Por fuertes que sean nuestros remolcadores, no los construyeron para soportar estas condiciones. Cualquier intento sería un suicidio.

– Lo comprendo -manifestó Morton con resignación-. Venga cuando pueda. No sé por cuánto tiempo más aguantarán los cables de amarre. Ya es un milagro que la estructura del hotel haya soportado el embate de las olas.

– Haremos todo lo humanamente posible para acudir en socorro en cuanto lo peor de la tormenta se haya alejado del puerto.

– ¿Han recibido alguna comunicación de Specter?

– No, señor, no hemos tenido ningún contacto con él o sus directores.

– Gracias, capitán.

¿Podía Specter ser tan absolutamente despiadado como para despreocuparse del Ocean Wanderer y de todas las personas en su interior?, se preguntó Morton. El hombre era un auténtico monstruo, más de lo que creía. No le costó mucho imaginarse al gordo reunido con sus ejecutivos y asesores para discutir la mejor manera de distanciar a la compañía de las consecuencias de la catástrofe.

Se disponía a salir del despacho para hacer otro recorrido por el hotel antes de enfrentarse a los huéspedes e intentar convencerlos de que sobrevivirían -algo que requeriría las dotes de un actor consumado-, cuando escuchó el ruido de algo que se desgarraba y vio cómo el suelo se inclinaba un poco. Al instante una voz sonó en la radio portátil.

– Adelante, ¿qué ha pasado?

– Soy Emlyn Brown, señor Morton -le respondió la voz del jefe de mantenimiento-. Estoy en la sala de máquinas número dos. Se ha cortado el cable de amarre a unos noventa metros.

Los peores temores de Morton se estaban convirtiendo en realidad.

– ¿Los otros aguantarán?

– Con uno menos y los demás sometidos a una tensión extrema, dudo que puedan mantenernos amarrados mucho más.

El hotel se sacudía con cada nueva ola, quedaba sepultado debajo de la montaña de agua y emergía como una fortaleza asediada, firme e inamovible. Poco a poco, la confianza de los huéspedes en la capacidad del Ocean Wanderer iba en aumento al comprobar que salía aparentemente incólume de los embates de las monstruosas olas. La mayoría de los huéspedes eran personas acomodadas que habían decidido pasar sus vacaciones en el lujoso hotel en busca de aventuras. Ya se habían acostumbrado a la amenaza y parecían aceptar las cosas tal como venían. Incluso los niños habían superado el miedo de los primeros momentos y ahora disfrutaban con el espectáculo de las colosales olas.

Los cocineros y sus ayudantes no iban a ser menos y prepararon auténticos manjares, que fueron servidos por los impecables camareros en el teatro, la sala de baile y el gimnasio.

Morton se sentía cada vez más angustiado. No tenía la menor duda de que la catástrofe era inminente y que no había nada que un simple ser humano pudiera hacer para oponerse al monstruo creado por la naturaleza.

Las amarras se fueron rompiendo una tras otra, las dos últimas casi simultáneamente. Suelto, el hotel comenzó su precipitada deriva hacia las rocas a lo largo de la costa de la República Dominicana, empujado implacablemente por un mar de una crueldad sin límites.

En el pasado, el timonel, o en muchos casos el propio capitán, se plantaba delante de la rueda del timón con las piernas separadas para no perder el equilibrio y las manos aferradas a los rayos, dispuesto a enfrentarse a la furia del mar durante el tiempo que hiciera falta.

Ahora ya no era necesario. Barnum sólo tuvo que programar el curso del barco en el ordenador. Después se sentó bien sujeto en su sillón alto en el puente de mando y esperó a que el cerebro electrónico se hiciera cargo del destino del Sea Sprite .

Provisto de la información de la multitud de instrumentos meteorológicos y sistemas instalados a bordo, el ordenador escogió en cuestión de segundos el método más eficaz para enfrentarse a la tormenta. A continuación asumió el mando del sistema de control automático para disponer las maniobras. Medía y preveía las imponentes crestas y los tremendos senos mientras valoraba el tiempo y la distancia para el mejor ángulo y la velocidad más adecuada para avanzar a través del caos.