A los pies de la cama había un caldero de grandes dimensiones.

Tenía una altura de casi un metro treinta y, cuando intentó rodearlo con los brazos para determinar la circunferencia, vio que no llegaba a tocarse la punta de los dedos. Golpeó un costado con el cuchillo de buceo y escuchó un ruido sordo. Era bronce, pensó. Quitó con la palma del guante parte de las incrustaciones y vio la figura de un guerrero que lanzaba una jabalina.

Fue limpiando poco a poco todo el contorno y descubrió un ejército de hombres y mujeres vestidos con armaduras, que parecían dispuestos a comenzar una batalla. Llevaban escudos del tamaño de un hombre y largas espadas. Varios sujetaban unas lanzas con los ástiles cortos pero con las puntas muy largas y en forma de espiral. Había unos cuantos que sólo llevaban corazas. Otros luchaban desnudos, pero casi todos llevaban unos cascos muy grandes, muchos con cuernos.

Subió para situarse encima del borde e iluminó el interior.

El caldero estaba lleno casi hasta arriba con objetos amontonados sin orden ni concierto. Dirk vio puntas de lanzas de bronce, hojas de dagas sin empuñadura, hachas de uno y dos filos, brazaletes con formas espiraladas y cintos hechos con cadenas. Dejó todas las reliquias donde estaban, excepto una. La sacó delicadamente del interior del caldero y la sostuvo entre los dedos. Después salió por una arcada que había al otro lado de lo que aparentemente era un antiguo dormitorio convertido en tumba.

Identificó de inmediato el cuarto vecino como una cocina. Aquí no había una bolsa de aire y las burbujas ascendieron hasta el techo y luego salieron por la arcada como gotas de mercurio. Peroles de bronce, ánforas, platos y jarras estaban desparramados por el suelo junto con muchos fragmentos de cerámica. Junto a lo que parecía ser un hogar encontró unas pinzas de bronce y un cucharón de grandes dimensiones, enterrados parcialmente en la arena que se había filtrado en el interior de la cocina a lo largo de miles de años. Nadó por encima de los restos para observar los trozos, atento a la presencia de dibujos o marcas, pero los objetos estaban parcialmente enterrados y cubiertos con pequeños crustáceos que habían llegado hasta allí con el paso de los siglos.

Tras comprobar que no había más puertas que condujeran a otras habitaciones, volvió a pasar por el dormitorio y se acercó a Summer, que continuaba sacando fotos de la cripta. Le tocó un brazo para llamar su atención y le señaló hacia arriba. En cuanto salieron a la superficie, Dirk le informó entusiasmado:

– He encontrado otras dos habitaciones.

– Esto se hace cada vez más misterioso -opinó Summer, sin apartarse del visor de la cámara.

Dirk le sonrió al tiempo que le mostraba un peine de bronce.

– Pásate este peine por los cabellos e intenta imaginarte a la mujer que lo utilizó por última vez.

Summer bajó la cámara para mirar el objeto que le mostraba su hermano. Abrió los ojos como platos mientras cogía el peine con mucho cuidado y lo sostenía en alto.

– Es precioso -murmuró. Estaba a punto de pasarse el peine por el mechón de cabellos que asomaba por debajo de la capucha sobre la frente, cuando se detuvo bruscamente y miró a su hermano con expresión grave-. Tendrías que devolverlo al lugar donde lo encontraste. Cuando los arqueólogos vengan a explorar este lugar, y de seguro que lo harán, te acusarán de expolio de un yacimiento.

– Si tuviese una novia, estoy seguro de que se lo quedaría.

– La última de tu larga serie de novias habría sido capaz de robarse el cepillo de la iglesia.

Dirk fingió estar dolido por el comentario.

– La afición de Sara por el robo la hacía irresistible.

– Tienes mucha suerte de que papá sepa juzgar a las mujeres mucho mejor que tú.

– ¿Qué tiene que ver él con el tema?

– Papá puso a Sara de patitas en la calle cuando se presentó en el hangar y preguntó por ti.

– Ahora me explico el que no me devolviera las llamadas -manifestó Dirk, sin que pareciera importarle mucho.

Summer lo miró con severidad y luego observó el peine, mientras intentaba imaginar cómo sería la última mujer que lo había tenido en la mano, el estilo del peinado y el color de los cabellos. Después de unos momentos, colocó el peine sobre las manos abiertas de su hermano para fotografiarlo.

Dirk esperó a que Summer tomara la foto y después fue a dejarlo de nuevo en el caldero. Summer lo siguió para tomar más de treinta instantáneas del dormitorio y los objetos depositados sobre la cama antes de hacer lo mismo en la cocina. Cuando acabó de realizar un detallado inventario fotográfico de las tres habitaciones y el contenido, le pasó la cámara a Dirk para que desmontara los focos y la guardara en la caja de aluminio. En lugar de sujetarla debajo de los tanques de aire de Summer, la cogió del asa para asegurarse de que no se perdiera o sufriera las consecuencias de un golpe.

Hizo una última comprobación de las botellas. Tenían aire más que suficiente para el trayecto de regreso a la base. Bien entrenados por su padre, Dirk y su hermana eran unos buceadores muy precavidos que nunca se habían enfrentado a la amenaza de quedarse con los tanques vacíos. Esta vez fue él quien ocupó la vanguardia, porque se había aprendido de memoria todas las vueltas y revueltas del camino a través del arrecife.

Cuando llegaron al Pisces y entraron en la esclusa principal, las olas eran cada vez más altas en la superficie, impulsadas por un viento que ganaba fuerza por momentos y batía el arrecife como un martillo neumático. Dirk se ocupó de preparar la cena y disfrutaron de ella, entretenidos en plantear teorías que pudieran explicar el misterio del templo sumergido. En ningún momento se les ocurrió pensar en el peligro que corrían, sumergidos a quince metros de profundidad en un mar donde las olas alcanzarían los treinta metros de altura, con senos que dejarían expuesto su refugio a toda la fuerza de la terrible tormenta asesina.

7

El viejo Orion P3 Huracane Hunter aguantaba el vapuleo tal como venía mientras se abría paso en la pared del huracán, azotado por vientos feroces, cortinas de granizo y lluvia, y las súbitas turbulencias de fuerza inconcebible que lo sacudían como una hoja. Las alas se flexionaban como el acero de un florete. Las grandes hélices de los cuatro motores Allison de cuatro mil seiscientos caballos cada uno lo impulsaban a través de aquel infierno a una velocidad de quinientos cincuenta kilómetros por hora. La Marina, el NOAA y la NUMA no habían encontrado hasta el momento ningún otro avión capaz de resistir la furia de las tormentas como éste, construido en 1976.

El Galloping Gertie , que era el nombre que le había dado la tripulación, con el dibujo de una vaquera montada en un potro salvaje en la proa, llevaba a bordo veinte personas: dos pilotos, un navegador, un meteorólogo, tres técnicos mecánicos y de comunicaciones, doce científicos y un reportero de una emisora de televisión local que había solicitado participar en la misión cuando se enteró de que el huracán Lizzie prometía convertirse en la tormenta del milenio.

Jeff Barrett ocupaba el asiento del piloto y su mirada no se apartaba del panel de instrumentos. Durante las seis horas que llevaban de vuelo -de un total de diez-, los indicadores y las luces eran lo único visible, porque lo que se veía a través del parabrisas era como mirar en el interior de una lavadora cuando está en el ciclo de enjabonar. Casado y con tres hijos, Barrett no consideraba su trabajo más peligroso, sin embargo, que conducir un camión de recogida de basura por una callejuela del centro.

Sin embargo, el peligro y la muerte acechaban en la nube que envolvía al Orion, sobre todo cuando Barrett realizaba pasadas tan a ras del agua que las hélices levantaban una espuma que cubría el parabrisas como si fuese escarcha antes de volver a subir en espiral hasta los dos mil metros de altura. Volar en espirales era la forma más eficaz para medir la fuerza del huracán, porque el avión entraba y salía de la peor parte de la tormenta.

No era un trabajo para apocados. Los que volaban a través de los huracanes eran una raza aparte entre los científicos. No servía de nada observar las tormentas desde lejos. Había que meterse en ellas, volar directamente en su seno, y no una sino hasta diez veces. Volaban en condiciones extremas sin quejarse, para medir la velocidad y la dirección del viento, la lluvia, la presión atmosférica y otro centenar de datos que enviaban al Centro de Huracanes. Allí se procesaban para obtener modelos informáticos que permitirían a los meteorólogos calcular la fuerza de la tormenta y emitir avisos a las poblaciones ubicadas en el camino estimado del huracán, para que evacuaran las zonas costeras y de esta manera salvar un gran número de vidas.

Barrett no tenía problemas con los mandos del aparato, que habían sido modificados para soportar las turbulencias más extremas, y comprobó la lectura del GPS antes de realizar un pequeño ajuste en el rumbo. Se volvió hacia su copiloto.

– Esta es una mala bestia -comentó, cuando el Orion se sacudió con una ráfaga tremenda.

La tripulación hablaba a través de los micrófonos y escuchaba a través de los auriculares. Cualquier conversación sin utilizar la radio los hubiera obligado a gritarse al oído. El aullido del viento era tal, que conseguía ahogar el ruido de los motores.

Jerry Boozer, el hombre larguirucho reclinado en el asiento del copiloto, tomaba café en un vaso tapado a través de una pajita. Pulcro a más no poder, se vanagloriaba de no haber volcado jamás una gota de líquido o dejado caer una miga de un bocadillo en la cabina durante un huracán. Asintió con un gesto.

– Es la peor que he visto en los ocho años que llevo persiguiendo a estas fieras.

– No me gustaría nada vivir en una casa que estuviese en su camino cuando llegue a tierra.

– Eh, Charlie, ¿cuál es la lectura que te dan tus aparatos mágicos de la velocidad del viento?

En el compartimiento científico, atestado con instrumentos y consolas de aparatos electrónicos meteorológicos, Charlie Mahoney -un investigador científico de la Universidad de Stanford- estaba amarrado a una silla delante de los sensores que medían la temperatura, la humedad, la presión, los vientos y los flujos.

– No lo vas a creer -respondió con su acento de Georgia-, pero la última sonda que lancé para obtener un perfil marcó vientos horizontales de una velocidad de trescientos cincuenta kilómetros mientras caía a través de la tormenta hasta el mar.