Mientras hablaba, le di unos agarradores que, según recordaba, siempre habían estado en aquella cocina, desde que yo era niño. Ella levantó una gran cazuela y retiró la tapadera. Olía intensamente a pimienta y limón.
– Tiene que quemarte la garganta -explicó-. Ningún plato está bien preparado si no te pones a sudar mientras lo comes. Los platos que no contienen ningún secreto llenan el estómago de decepción.
Yo la observaba mientras removía el contenido de la cazuela para mezclarlo bien.
– Las mujeres remueven -dijo-. Los hombres golpean y cortan y destruyen y talan. Las mujeres remueven, remueven y remueven.
Salí a dar un paseo antes de comer. Cuando llegué al embarcadero, volví a sentir de pronto ese dolor ardiente en el pecho. Me dolía tanto, que estuve a punto de caer desmayado.
Llamé a Louise a gritos y, cuando llegó, creí que iba a perder el conocimiento. Ella se sentó enseguida acuclillada a mi lado.
– ¿Qué te pasa?
– El corazón. Angina de pecho.
– ¿Te estás muriendo?
Lancé un rugido que se abrió paso a través del dolor.
– ¡No pienso morirme! Hay un bote con unas pastillas azules junto a mi cama.
Ella echó a correr y regresó con una pastilla y un vaso de agua. Yo sostuve su mano y, al cabo de un rato, se me pasó el dolor. Estaba sudoroso y me temblaba todo el cuerpo.
– ¿Se te ha pasado?
– Sí, ya pasó. No es peligroso, pero duele mucho.
– Tal vez sea mejor que te tumbes a descansar un rato.
– De eso nada.
Caminamos despacio hacia la casa.
– Ve a buscar unos cojines del sofá de la cocina -le dije-. Nos sentaremos un rato aquí fuera en la escalera.
Louise volvió con los cojines y nos sentamos muy juntos, ella con su cabeza sobre mi hombro.
– Me mantendré con vida.
– Piensa en Agnes y en sus muchachas.
– No sé si al final saldrá.
– Vendrán, ya lo verás.
Le apreté la mano. El corazón ya me latía sosegado, pero el dolor seguía acechando en sus entresijos. Aquél era el segundo aviso. Aún podía vivir muchos años, pero todo tenía un fin, yo también.
Nuestra cena festiva se malogró. Cenamos, sí, pero no nos quedamos mucho tiempo de sobremesa. Yo subí a mi habitación y me llevé el teléfono. En mi dormitorio había una toma que nunca utilizaba. Mi abuelo la había hecho instalar en los últimos años, cuando tanto él como mi abuela empezaron a tener achaques. Quería poder llamar si alguno de los dos estaba tan mal que la escalera fuese un obstáculo demasiado largo y pesado de salvar. No fui capaz de decidir si llamar o no. Al final, era ya cerca de la una, pero marqué el número sin el menor reparo. Ella contestó casi de inmediato.
– Disculpa que te despierte a estas horas.
– No, no estaba dormida.
– Sólo quería saber si has tomado una decisión.
– He estado hablando con las chicas. En cuanto oyen hablar de la isla me gritan que no; ellas no saben lo que implica vivir sin asfalto y sin coches. Les infunde miedo ese cambio.
– Pues tienen que elegir entre el asfalto y tú.
– Creo que yo soy lo más importante.
– ¿Quiere eso decir que os venís?
– No voy a contestarte ahora, a medianoche.
– Pero ¿puedo confiar en lo que creo que pasará?
– Sí. Pero déjalo ya. Es muy tarde.
Se oyó el clic al colgar el auricular. Me tumbé en la cama y pensé que, aunque no me lo había dicho claramente, ya podía dar por seguro que vendría.
Me quedé despierto largo rato. Hacía un año, tal día como hoy, pensaba que ya no me sucedería nada más. Ahora, en cambio, tenía una hija y, además, angina de pecho. La vida había girado el timón y había tomado otro rumbo.
Cuando desperté, ya habían dado las siete y Louise estaba levantada.
– Tengo que ir a pasar un tiempo en los bosques -me dijo-. Pero ¿puedes quedarte solo? ¿Me prometes que no te vas a morir?
– ¿Cuándo piensas volver? -pregunté-. Si no te quedas mucho tiempo, podré mantenerme con vida.
– Hasta la primavera. Pero no permaneceré en el bosque todo el tiempo. Haré algún que otro viaje.
– ¿Adónde?
– Cuando la policía me soltó, conocí a un hombre que quería que hablásemos de las cuevas y las pinturas destruidas por el moho. Y al final terminamos hablando de otras cosas.
Yo deseaba preguntarle quién era. Pero ella se puso el índice en la boca, ordenándome silencio.
– Ahora no.
Al día siguiente, llegó Jansson a recogerla.
– Bebo muchísima agua -me gritó cuando el barco empezaba ya a retroceder para salir del embarcadero-. Aun así, siempre estoy sediento.
– Hablaremos de ello después -le contesté.
Fui a la casa a buscar los prismáticos y seguí su partida hasta que la embarcación desapareció en la niebla, por detrás de Höga Siskäret.
Ahora ya sólo quedábamos el perro y yo. Mi buena amiga Carra.
– Esto se quedará tan silencioso como siempre -le dije al perro-. Al menos, por un tiempo. Después, se construirán casas. Y las muchachas pondrán la música demasiado alta, gritarán y blasfemarán y, a veces, sentirán que odian la isla. Pero vendrán a vivir aquí, y tendrán que aceptarlo. Una manada de caballos salvajes está en camino.
Carra seguía luciendo el lazo rojo. Se lo quité y lo dejé aletear al viento.
Ya bien entrada la noche me senté ante el televisor, aunque le quité el sonido. Y me puse a escuchar mi corazón.
Tenía el diario en la mano y anoté en él que el solsticio de invierno había pasado.
Después, me levanté, dejé el diario y tomé uno nuevo.
Al día siguiente empezaría a escribir algo muy distinto. Tal vez una carta dirigida a Harriet, aunque fuese demasiado tarde ya para enviársela.
5
El hielo no llegó a asentarse aquel invierno.
Cuajó en tierra y en los golfos de las islas, pero las bahías quedaron abiertas al mar. Hacia finales de febrero hubo un periodo de intenso frío y vientos del norte, pertinaces y heladores. Pero a Jansson no se le presentó la ocasión de usar el hidrocóptero, con lo que yo tampoco tenía que taparme los oídos los días que venía con el correo.
Un día, justo después de que la gran helada hubiese dado paso a un tiempo más clemente, ocurrió algo que jamás olvidaré. Acababa de abrir a hachazos la delgada capa de hielo que cubría mi agujero y de darme mi baño, cuando descubrí al perro que, tumbado en el embarcadero, mordisqueaba lo que se me antojó el esqueleto de un pájaro. Puesto que los perros pueden dañarse la garganta con los huesos, me acerqué y se los quité de la boca. Después los arrojé a las heladas algas que flotaban en la orilla y llamé al perro para que me siguiese hasta la casa.
Y más tarde, cuando ya me había vestido y había entrado en calor, volví a recordar el esqueleto. Aún sigo sin saber qué me movió a hacer aquello pero, me calcé las botas y bajé al embarcadero para buscarlo. Aquel trozo de hueso no procedía, de ningún modo, de un pájaro. Así que me senté en el embarcadero dándole vueltas en la mano pensando si no sería de un visón o de una liebre.
Al cabo de un rato comprendí qué era lo que sostenía en la mano. No podía ser otra cosa. En efecto, se trataba de un hueso de mi gato desaparecido. Lo dejé en el embarcadero, a mis pies, preguntándome dónde lo habría encontrado el perro. Sentí en mi interior un gélido dolor ante la idea de que el gato, por fin, hubiese vuelto.
Me fui a dar una batida por la isla con el perro, pero el animal no olfateó más restos, no había ni rastro por ninguna parte. Tan sólo aquel pequeño hueso, como si el gato hubiese enviado un saludo para decirme que no debía seguir buscando ni indagando. Estaba muerto, y muerto llevaba ya mucho tiempo.
En mi diario, escribí acerca del hueso. Tan sólo unas palabras.
«El perro, el hueso, el duelo.»
Enterré el hueso del gato junto a las tumbas del perro y de Harriet. Era día de correo, así que bajé al embarcadero. Jansson llegó a la hora de siempre, anunciado por el zumbido de su motor. Fondeó en el embarcadero y me contó que se sentía cansado y que tenía una sed constante. Por las noches, había empezado a notar tirones en las corvas.
– Podría ser diabetes -apunté-. Suele presentar esos síntomas. Yo no puedo examinarte aquí, pero creo que debes acudir al centro de salud.
– ¿Es una enfermedad mortal? -me preguntó atemorizado.
– No necesariamente. Tiene tratamiento.
No pude evitar sentir cierta satisfacción al comprobar que el bueno de Jansson, siempre tan sano, hubiese recibido el primer arañazo en la armadura, como todos los demás mortales.
Él pareció sopesar mi respuesta y, acto seguido, se inclinó y sacó del barco un gran paquete, que me entregó sin decir nada.
– No espero ningún paquete, no he pedido nada.
– A mí no me lo cuentes. El paquete es para ti. Y viene con el porte pagado.
Cogí el paquete que, ciertamente, llevaba escrito mi nombre con bellas mayúsculas. Pero no indicaban el nombre del remitente.
Jansson se alejó del embarcadero. Aunque padeciese diabetes, viviría muchos años. Al menos nos sobreviviría a mí y a mi corazón, que ya me había enviado las primeras señales de aviso.
Me senté en la cocina y abrí el paquete. Contenía un par de zapatos negros con tonos violáceos. Giaconelli había escrito una nota en la que me aseguraba que «es un honor y una satisfacción para mí presentarles mis respetos a tus pies».
Me cambié de calcetines y me puse los zapatos, que probé dando unos pasos por la cocina. Se adaptaban a mi pie con tanta perfección como él me había prometido. El perro me observaba desde el umbral de la puerta del vestíbulo. Entré en la habitación del hormiguero y les mostré a las hormigas mis zapatos nuevos.
No recordaba la última vez que sentí una alegría semejante.
A partir de aquel día y durante todo el invierno, daba un par de vueltas diarias por la cocina con los zapatos de Giaconelli. Jamás los usé fuera y siempre los volvía a colocar en su caja.
A principios de abril llegó la primavera. La capa de hielo aún cubría mi golfo. Pero tampoco ahí tardaría mucho en derretirse.
Una mañana, bien temprano, empecé a retirar el hormiguero.
Ya había llegado el momento. No podía dejarlo más.
Utilicé una pala para despegarlo poco a poco y lo coloqué en la carretilla.
De pronto, la pala tintineó al chocar contra un objeto. Cuando lo liberé de pinochas y hormigas, comprobé que se trataba de una de las botellas vacías de Harriet. Pero había algo dentro de la botella, así que la abrí. Era una fotografía enrollada, una instantánea de nosotros dos cuando éramos jóvenes, un recuerdo de los últimos días en que estuvimos juntos.