– Si yo pudiera, la compraría.

– No he venido a pedirte nada semejante. -Se levantó de la mesa-. Voy a salir un rato -dijo-. Daré una vuelta por la isla antes de que anochezca.

– Llévate al perro -le propuse-. Si la llamas, se irá contigo. Es una buena compañera de viaje. Y no ladra nunca. Mientras, prepararé la cena.

Me quedé en la puerta mientras ella y el perro desaparecían por las rocas. Carra se volvió varias veces para ver si la llamaba. Comencé a preparar la comida al tiempo que imaginaba que besaba a Agnes.

De pronto caí en la cuenta de que hacía muchos años que no soñaba despierto. Había soñado despierto con la misma escasa frecuencia con que me había ejercitado en la vida erótica.

Agnes parecía menos abatida cuando regresó.

– He de confesar -dijo aun antes de quitarse el chaquetón y sentarse a la mesa-, he de confesar que no he podido resistir la tentación de probarme los zapatos rojos de tu hija. Me quedan como un guante.

– No podría regalártelos aunque quisiera.

– Mis muchachas me matarían si apareciera allí con tacones. Pensarían que había sufrido una transformación y que me había convertido en una persona distinta de la que creen que soy.

Se arrebujó en el sofá de la cocina siguiendo mis movimientos mientras yo ponía la mesa y la comida. Le hice algunas preguntas sobre lo que estaba ocurriendo pero, puesto que respondía con monosílabos, terminé por guardar silencio. Terminamos de cenar sin decir una palabra más. Al otro lado de la ventana reinaba la oscuridad. Después, tomamos café. Yo había encendido la vieja chimenea que sólo utilizo para calentarme en los días verdaderamente fríos del invierno. El vino que bebimos durante la cena me había afectado. Y Agnes tampoco parecía del todo sobria. Cuando hube servido el café, dejó de guardar silencio y, de pronto, empezó a hablar de su vida y de los años difíciles.

– Buscaba consuelo -confesó-. Intenté darme a la bebida. Pero vomitaba siempre que bebía. Y entonces me pasé al hachís, pero me producía sueño y me ponía enferma y acrecentaba mi angustia por lo ocurrido. Intenté encontrar amantes que soportasen el hecho de que me faltase un brazo, empecé a practicar deporte para discapacitados y me convertí en una corredora de distancia media bastante buena, pero cada vez más hastiada. Empecé a escribir poesía y cartas a distintos periódicos, estudié la historia de la amputación en medicina. Busqué trabajo como presentadora en todos los canales de la televisión sueca e incluso en algún canal extranjero. Pero en nada hallé consuelo, poder despertarme por la mañana sin tener que pensar en la terrible desgracia que me había sobrevenido. Intenté, cómo no, utilizar una prótesis, pero tampoco funcionó. Hasta que un día, tres años después de la operación, me coloqué desnuda ante el espejo, como si me hallase ante un tribunal, y admití que era manca. Y entonces, sólo me quedaba Dios. Busqué el consuelo en la genuflexión. Leí la Biblia, intenté acercarme al Corán, asistí a las reuniones de la Iglesia Evangélica de Pentecostés y de esa Iglesia horrenda llamada Palabra de Vida. Fui tanteando distintas sectas, pensé incluso en meterme a monja. Ese otoño viajé a España y recorrí el largo Camino de Santiago de Compostela. Seguí la ruta de los peregrinos y, según la costumbre, llevaba en la mochila una piedra que debía arrojar cuando hubiese encontrado la solución a mis problemas. Mi piedra era una caliza de cuatro kilos. La llevé todo el camino y no la solté hasta llegar a mi destino. En todo momento mantuve la esperanza de que Dios se me revelaría y se dirigiría a mí. Pero Dios hablaba en voz muy baja. Y nunca llegué a oírla. Alguien gritaba más que Él y ahogaba sus palabras.

– ¿Quién?

– El diablo. Gritaba sin cesar. Y aprendí que Dios habla con voz susurrante mientras que el diablo lo hace a gritos. Y en la lucha que los dos libraban no había lugar para mí. Cuando me cerré las puertas de la Iglesia, ya no me quedaba nada. No había consuelo que disfrutar. Aunque aquel hallazgo fue en sí un consuelo, según descubrí. De modo que decidí dedicarme a aquellos cuya situación era peor que la mía. De ese modo entré en contacto con esas chicas de las que nadie, salvo yo, quiere saber nada.

Bebimos el resto del vino y empezábamos a sentirnos cada vez más ebrios. A mí me costaba concentrarme en lo que decía, puesto que lo que deseaba era tocarla, hacerle el amor. Ya hablábamos entre risitas, a causa del alcohol, y ella empezó a describirme las distintas reacciones que provocaba su muñón.

– A veces contaba que un tiburón se había tragado el brazo en las costas de Australia. O que un león me lo había devorado en la sabana, en Botswana. Solía ser muy cuidadosa con los detalles, pues entonces la gente me creía. Para aquellos que, por distintas razones, no me caían bien, componía relatos truculentos y desagradables. Así, por ejemplo, era capaz de contarles que alguien me lo había aserrado con una motosierra, o que se me había quedado atrapado en una máquina que me lo había ido cortando centímetro a centímetro. En una ocasión conseguí que un tipo fuerte y robusto se desmayase. Lo único que nunca se me ha ocurrido decir es que cayó en manos de caníbales que lo cortaron en trocitos antes de comérselo.

Salimos a contemplar las estrellas y a escuchar el bramido del mar. Yo intentaba mantenerme lo más cerca de ella para poder rozarla. Pero ella no lo notó.

– Existe una música que nunca oímos -observó.

– El silencio emite un canto. Y eso sí puede oírse.

– No me refiero a eso. Estaba pensando en una música que nosotros no somos capaces de captar con nuestro oído. Algún día, en un futuro muy lejano, cuando nuestro oído se haya refinado y se hayan creado nuevos instrumentos, tendremos capacidad de oír e interpretar ese tipo de música.

– Es una hermosa idea.

– Pues yo creo que sé cómo sonará. Como las voces humanas, las más nítidas del mundo. Seres humanos cantando sin temor.

Volvimos a entrar. Yo estaba ya tan ebrio que me tambaleaba al andar. De nuevo en la cocina, me serví un coñac. Agnes tapó su copa con la mano y se levantó.

– Necesito dormir -afirmó-. Ha sido una noche extraña. Ya no estoy tan deprimida como cuando llegué.

– Quiero que te quedes aquí -le dije-. Y que duermas conmigo, en mi habitación.

Me levanté y la agarré. Ella no me empujó cuando la atraje hacia mí, pero cuando intenté besarla, empezó a oponer resistencia. Me decía que lo dejase, pero ya no había manera de dejarlo. Allí estábamos, en la cocina, tironeando y empujándonos. Ella me gritaba, pero yo la arrastré hasta ponerla contra el borde de la mesa y ambos nos deslizamos hacia el suelo. Entonces logró liberar su única mano y me arañó en la cara. Me asestó tal patada en el estómago que me quedé sin respiración. No podía ni hablar, buscaba una escapatoria que no existía mientras ella sostenía ante sí uno de mis cuchillos de cocina.

Finalmente, me levanté y me senté en una silla.

– ¿Por qué has hecho eso?

– Lo siento. No era mi intención. Esta soledad me enloquece.

– No te creo. Puede que estés solo, no lo sé. Pero no ha sido ésa la razón de que te lanzaras sobre mí.

– Quisiera que pudieras olvidarlo. Perdóname. No debería beber.

Agnes dejó el cuchillo y se colocó ante mí. Su rostro irradiaba ira y decepción. No había nada que yo pudiese decir para disculparme. De modo que empecé a llorar. Ante mi asombro, sentí que no lloraba para escabullirme. Mi vergüenza era auténtica.

Agnes se sentó en el sofá con el rostro vuelto, mirando a través de la oscura ventana. Me enjugué las lágrimas y me soné la nariz.

– Sé que es imperdonable. Lo lamento, quisiera borrarlo.

– No sé qué haces ni qué te has creído. Si pudiera, me iría ahora mismo. Pero es de noche y no es posible. Así que me quedaré hasta mañana.

Se levantó y salió de la cocina. Oí que colocaba una silla contra el picaporte de la puerta. Salí e intenté mirar por la ventana. Pero ella había apagado la luz. Tal vez sospechaba que yo estaría fuera intentando verla. La perra apareció de entre las sombras, pero la aparté con el pie. En estos momentos no soportaba su presencia.

Aquella noche me quedé despierto en la cama. A las seis, bajé a la cocina y apliqué el oído a la puerta, pero no pude saber si estaba despierta o si seguía dormida. Me senté a esperar. A las siete menos cuarto, abrió la puerta y apareció en la cocina, ya con la mochila en la mano.

– ¿Cómo puedo salir de aquí?

– Hay calma chicha. Si esperas a que se haga de día, puedo llevarte yo mismo.

Agnes empezó a ponerse las botas.

– Quisiera decirte algo de lo que pasó anoche.

Ella levantó la mano con un gesto enérgico.

– No hay nada que decir. No eres la persona que yo creía. Quiero marcharme de aquí lo antes posible. Esperaré a que claree sentada en el embarcadero.

– Por lo menos, podrías escuchar lo que quería decirte.

Ella no se molestó en contestar. Simplemente, se colgó la mochila al hombro, tomó la maleta y la espada de Sima en la mano y se perdió en la oscuridad.

No tardaría en amanecer. Comprendí que ella no me prestaría atención si bajaba a hablar con ella en el embarcadero. Así que me senté a la mesa de la cocina y escribí una carta:

«Las chicas podrían trasladarse aquí. Deja que las hermanas y la gente del pueblo se queden la casa como ellos quieren. Tengo licencia para construir una casa sobre los cimientos de piedra del viejo establo. En el cobertizo hay una habitación que podría aislarse bien y acondicionarse. Y dos de las habitaciones de la casa nunca se usan. Además, si ya tengo una caravana, podría traer otra más. Aquí no falta el espacio».

Bajé al embarcadero. Ella se puso de pie y subió al barco. Le di la carta sin decirle nada. Ella vacilaba, sin saber si aceptarla o no. Finalmente, se la guardó en la mochila.

El mar relucía como un espejo. El ruido del motor rasgaba la calma y espantaba a los patos que, a nuestro paso, iban huyendo hacia mar abierto. Agnes iba sentada en la cubierta de proa, dándome la espalda.

Fondeé en la parte más baja del muelle y apagué el motor.

– Aquí para un autobús -le dije-. En aquella pared tienes los horarios.

Ella trepó hasta el muelle sin decir una palabra.

Yo volví a casa y me acosté a dormir. A mediodía, saqué mi viejo rompecabezas de Rembrandt y esparcí las piezas sobre la mesa. Volví a empezarlo desde el principio, aun sabiendo que jamás lo terminaría.