– No.

– En algo debes de haber pensado. ¿Cuáles son las asignaturas que más te gustan?

– Música.

– Vaya, ¿sabes cantar? Eso sí que no lo sabía.

– No, no sé cantar.

– Y entonces, ¿por qué es la música lo que más te gusta?

– El profesor de música, Ramberg, no se fija en mí.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Él sólo se fija en los que cantan bien. A los demás, ni nos ve.

– O sea, que la asignatura que más te gusta es aquella en la que pasas inadvertido, ¿es eso?

– Bueno, la química tampoco está mal.

Mi padre estaba visiblemente sorprendido. Por un instante, dio la impresión de estar rebuscando entre remotos recuerdos de su miserable vida escolar por ver si tenían esa asignatura siquiera. Yo lo miraba como embrujado, pues se transformaba ante mis ojos. Hasta entonces, lo único que cambiaba en él era su ropa, sus zapatos y el color de su cabello, cada día más gris. Pero aquel día ocurrió algo imprevisto. Parecía como si fuese víctima de una suerte de indefensión repentina que yo no había detectado hasta entonces. Pese a que se sentaba a menudo al borde de mi cama o salía a nadar conmigo en la bahía, siempre había estado muy distante. Ahora, en ese estado de precariedad, lo sentí más próximo. Yo era más fuerte que el hombre que tenía frente a mí, al otro lado del blanco mantel del restaurante donde una banda interpretaba canciones que nadie escuchaba y el humo de los cigarrillos se mezclaba con olorosos perfumes mientras el vino desaparecía de su copa.

Entonces decidí en un segundo lo que iba a contestar. Descubrí mi futuro o lo inventé en aquel preciso momento. Mi padre me miró con sus ojos de color gris azulado como recuperado de su indefensión. Pero yo la había percibido y no la olvidaría jamás.

– ¿De modo que te atrae la química? ¿Por qué?

– Porque pienso ser médico. Y para eso hay que saber de sustancias químicas. Quiero operar a la gente.

Entonces, me miró con expresión de repugnancia.

– ¿Quieres decir que piensas ponerte a despedazar gente?

– Sí.

– Pero no podrás ser médico con el graduado en formación profesional, ¿no?

– Quiero seguir y estudiar el bachillerato.

– ¿Para luego hurgar en las entrañas de las personas?

– Quiero ser cirujano.

En ese instante, el plan de mi vida cobró forma. Jamás se me había pasado por la cabeza ser médico. No es que me desmayase al ver sangre o cuando me ponían una inyección, pero nunca había imaginado que mi vida pudiese transcurrir por los pasillos de un hospital o entre quirófanos. Cuando, aquella noche de abril, emprendimos el regreso a casa, mi padre algo ebrio y yo, un adolescente cansado por el alcohol, comprendí que no sólo le había dado una respuesta a mi padre, sino que además me había hecho una promesa a mí mismo.

Sería médico. Dedicaría mi vida a seccionar cuerpos humanos.

2

Hoy no hay correo.

Tampoco hubo ayer. En cambio, sí que viene Jansson, el cartero del archipiélago. No tiene correo para mí. Se lo he prohibido. Hace ya doce años le advertí que no llegase hasta mi muelle cuando sólo tuviese folletos publicitarios. Me cansé de todas esas ofertas especiales de ordenadores y solomillos. Le dije que no tenía ningún interés en exponerme a la influencia de personas que sólo querían dirigir mi vida persiguiéndome con sus ofertas especiales. Intenté explicarle que la vida no consiste en precios reducidos. La vida consiste, de hecho, en algo sustancial. No sé qué es, pero uno debe creer que la vida tiene una sustancia y que el sentido oculto se encuentra en un nivel que está por encima de todos los cupones de descuento y los sorteos.

Discutimos. Pero ésa no fue la última vez. A veces me da por pensar que es esa irritación nuestra la que nos mantiene unidos. Sin embargo, después de aquella ocasión nunca más volvió a traerme publicidad. La última vez que me trajo una carta, era del ayuntamiento. Y de eso hace siete años y medio. Fue un día de otoño de marea baja y fuerte ventisca del nordeste. Me comunicaban que me habían asignado una plaza en el cementerio. Según Jansson, se la daban a todo el mundo. Era un nuevo servicio: todos los contribuyentes vivos tenían derecho a saber dónde iban a ser enterrados, por si querían visitarlo y ver a quiénes iban a tener de vecinos.

Ésa es la única carta que he recibido en los últimos doce años. A excepción de los tristes justificantes de mi pensión, la declaración y los extractos del banco. Jansson siempre se presenta sobre las dos. Sospecho que tiene que llegar hasta aquí para poder exigirle a Correos la compensación económica por el uso del barco o del hidrocóptero. He intentado sonsacárselo, pero él no me ha dicho nada. Puede que sea por mí por quien sigue trabajando. Tal vez sea para poder atracar en mi muelle tres veces durante el invierno y cinco los veranos por lo que aún no lo han retirado.

Hace quince años había unos cincuenta habitantes permanentes en estas islas. Incluso había un barco que recogía a cuatro niños y los llevaba a la escuela del pueblo. Hoy quedamos siete, uno de ellos con menos de sesenta años: Jansson. Él es el más joven y, por ello, al que más le interesa que nos mantengamos vivos y sigamos aquí, en el archipiélago. De lo contrario, se quedará sin trabajo.

A mí me trae sin cuidado. A mí no me gusta Jansson. Es uno de los pacientes más pesados que he tenido nunca. Pertenece al grupo de los hipocondríacos más difíciles de tratar. En una ocasión, hace cuatro años, le miré la garganta y le tomé la tensión cuando, de repente, me dijo que creía que tenía un tumor cerebral que le afectaba a la vista. Le respondí que no tenía tiempo de prestar atención a sus fantasías. Pero él insistió. Algo estaba ocurriendo en su cerebro. Le pregunté por qué creía tal cosa. ¿Le dolía la cabeza? ¿Sufría vértigos? ¿Otros síntomas? No se dio por vencido hasta que lo metí en el cobertizo, que estaba más oscuro, y le examiné las pupilas con una linterna antes de explicarle que todo parecía normal.

Estoy convencido de que Jansson es, en el fondo, una persona sanísima. Su padre tiene noventa y siete años y vive en una residencia, pero conserva la cabeza. Jansson y su padre llevan sin hablarse desde 1970, cuando Jansson se cansó de trabajar ayudándole en la pesca de la anguila y empezó a trabajar en una serrería de Småland. Jamás he podido explicarme por qué eligió una serrería. Claro que comprendo que no soportase más al tirano de su padre. Pero ¿una serrería? De nada sirven mis esfuerzos por comprenderlo, puesto que carezco casi por completo de información. Pero, desde aquella ocasión, en 1970, no se hablan. Jansson no volvió de Småland hasta que su padre tuvo que mudarse a la residencia a causa de su avanzada edad. Y no se hablan.

Jansson tiene una hermana mayor llamada Linnea, que vive en tierra firme. Estuvo casada y regentaba una cafetería que abría los veranos. Pero después murió su marido, se cayó por la pendiente que lleva hasta el supermercado Konsum; entonces cerró la cafetería y se dedicó a la religión. Ella hace de mensajera entre padre e hijo.

Me pregunto qué pueden tener que decirse. ¿Acaso la hermana se dedica a transmitir el gran silencio que los separa a ambos, año tras año?

La madre de Jansson lleva ya muchos años muerta. Yo sólo la vi una vez. Y entonces ya estaba entrando en el horrible mundo de tinieblas de la senilidad y creyó que yo era su padre, que había fallecido en los años veinte. Fue una experiencia conmovedora.

De haber ocurrido hoy, mi reacción no habría sido tan desmesurada. Pero entonces yo era diferente.

En realidad, no sé nada en absoluto sobre Jansson, salvo que su nombre de pila es Ture y que es empleado de Correos. Ni yo lo conozco a él ni él me conoce a mí. Pero, cuando aparece rodeando el cabo, suelo esperarlo en el muelle. Me quedo allí, preguntándome por qué aun a sabiendas de que no obtendré respuesta.

Es como esperar a Dios o a Godot, sólo que yo espero a Jansson.

Me siento ante la mesa de la cocina y abro el diario que llevo escribiendo hace años, desde que vivo aquí. No tengo nada que contar ni a nadie que, un día, pudiera estar interesado en lo que escriba. Y, aun así, escribo. Todos los días del año, unos renglones cada día. Sobre el tiempo, la cantidad de pájaros que veo en los árboles por mi ventana, mi salud. Sólo eso. Si lo deseo, puedo abrirlo por cualquier fecha de hace diez años y constatar que había en el muelle un herrerillo común o una urraca de mar cuando bajé a esperar a Jansson.

Lo que escribo es la crónica de una vida que ha perdido el hilo.

Ya había pasado la mañana.

Había llegado la hora de ponerse el gorro, salir a enfrentarse con el amargo frío y ponerse a esperar en el muelle la llegada de Jansson. En este tiempo, debe de pasar un frío terrible en el hidrocóptero. A veces creo percibir un leve aroma a alcohol cuando atraca en el muelle. Y lo comprendo.

Cuando me levanté de la silla de la cocina, los animales se despertaron. El gato fue el primero en acercarse a la puerta; el perro es mucho más lento. Les abrí para que salieran y me puse el apolillado chaquetón de piel que un día perteneció a mi abuelo materno, me abrigué con la bufanda y me encajé bien el grueso gorro militar de la segunda guerra mundial. Después bajé al muelle. El frío cortaba la respiración. Me detuve a escuchar. Aún no se oía ningún ruido. Ni pájaros, ni siquiera el hidrocóptero de Jansson.

Podía imaginármelo perfectamente. Era como si condujese un viejo tranvía de esos cuyos conductores iban al descubierto. Su ropa de invierno era prácticamente indescriptible. Abrigos, capotes, trozos de algún tipo de piel, incluso en días tan frescos como hoy llegaba a ponerse encima un viejo albornoz. Antes solía preguntarle por qué no se compraba uno de esos acolchados monos modernos que he visto en las tiendas de tierra firme. Pero él me decía que no le inspiraban ninguna confianza. Aunque, naturalmente, lo decía sólo porque es un tacaño. En la cabeza suele llevar un gorro de piel como el mío. Se cubre el rostro con un pasamontañas y un par de viejas gafas de motorista.

Le pregunté si el Servicio de Correos no tenía el deber de proporcionarle ropa adecuada. Pero me respondió con un murmullo indescifrable. Jansson quiere que su relación con Correos se reduzca al mínimo posible, pese a que le da trabajo.

Una gaviota yacía congelada sobre el hielo, junto al muelle. Tenía las alas cerradas y las patas rígidas y tiesas. Sus ojos parecían dos cristales relucientes. La dejé en la playa, sobre una piedra. Al mismo tiempo, oí el ruido del motor del hidrocóptero. No tenía que mirar el reloj para saber que llegaba puntual. Jansson venía de Vesselsö. Allí vive una vieja que se llama Asta Carolina Åkerblom. Tiene ochenta y ocho años y sufre intensísimos dolores en los brazos, pero se niega a abandonar el tipo de vida que lleva en la isla donde nació. Jansson me ha contado que no ve muy bien, pero que sigue tejiendo jerséis y calcetines para sus numerosos nietos, que viven repartidos por todo el país. Le pregunté cómo quedaban los jerséis. ¿Será posible tejer y seguir un modelo cuando se es medio ciego?