Me senté a la mesa.
– Te mostraré la laguna -confirmé-. Cumpliré mi promesa. Nos llevará dos días llegar allí en mi viejo coche. Tendremos que pasar una noche en un hotel. Y no estoy seguro de poder encontrarla sin problemas. En estas tierras, los senderos para el transporte maderero cambian de trazado según el lugar de las explotaciones. Además, no es seguro que el camino correcto esté transitable. Tal vez tenga que contratar a alguien que lo despeje. En total necesitaremos cuatro días. ¿Adónde quieres que te lleve después?
– Puedes dejarme por el camino.
– ¿En el camino, con el andador?
– Conseguí llegar hasta aquí, ¿no?
Percibí la dureza del tono de su voz y no quise insistir. Si prefería que la dejase por el camino, no sería yo quien se opusiera.
– Podemos partir mañana mismo -le dije-. Jansson puede llevarte a tierra con el andador.
– Y tú, ¿qué vas a hacer?
– Yo cruzaré el mar helado.
Me levanté de la mesa, pues de repente comprendí que tenía un montón de cosas que hacer. Ante todo, debía abrir una gatera en la puerta para que el gato entrara y saliera y procurar que el perro pudiese utilizar la caseta que tantos años llevaba sin usar. Les pondría comida para una semana. Los animales se lo comerían todo sin prevenir. El ahorro para el futuro era un concepto que ellos no tenían. Pero se arreglarían sin alimento un par de días.
Dediqué el día a aserrar el ventanuco de salida para el gato y le puse unas bisagras a la portezuela antes de intentar que aprendiese a usarlo. Lo consiguió con una rapidez sorprendente. La caseta del perro estaba en peor estado de lo que yo creía. Clavé en el techo un trozo de cartón embreado para impermeabilizarla y puse dentro unas mantas viejas sobre las que el perro pudiese tumbarse. En cuanto terminé, el perro entró y se echó sobre ellas.
Aquella noche llamé a Jansson. Algo que nunca había hecho con anterioridad.
– Empleado de Correos Ture Jansson, dígame.
Sonó como si de un título nobiliario se tratase.
– Soy Fredrik. ¿Llamo en mal momento?
– En absoluto. Tú no sueles llamar.
– No, nunca te había llamado hasta ahora. Me pregunto si puedes hacer un viaje mañana.
– ¿Una señora con un andador?
– Puesto que le cobraste una suma tan desorbitada cuando la trajiste aquí, doy por supuesto que el viaje de mañana es gratis. De lo contrario te denunciaré por desarrollar una actividad de transporte ilegal en el archipiélago.
Oía la respiración de Jansson en el auricular.
– ¿A qué hora? -preguntó al fin.
– Mañana no tienes que llevar correo. ¿Podrías estar aquí a las diez?
Harriet se pasó el día descansando mientras yo me encargaba de los preparativos para el viaje. Me preguntaba si aguantaría tanto esfuerzo. Pero, en realidad, ése no era mi problema. Lo único que yo tenía que hacer era cumplir mi promesa. Sólo eso. Descongelé la liebre y la puse en el horno para la cena. Mi abuela tenía una receta copiada a mano en uno de sus libros de cocina. Yo había seguido sus consejos culinarios con éxito en otras ocasiones, como también sucedió en ésta. Cuando nos sentamos a la mesa, Harriet tenía nuevamente los ojos llorosos. Comprendí que el tintineo que de vez en cuando se oía desde su habitación no era de los frascos de medicinas, sino de una botella de alcohol o de vino. Harriet se encerraba a beber a escondidas en su habitación. Hinqué el diente en el asado y pensé que el viaje hasta la laguna helada podía resultar más complicado aún de lo que yo me había imaginado.
La liebre estaba riquísima. Pero Harriet apenas la probó. Yo sabía que los enfermos de cáncer solían sufrir una pérdida crónica de apetito.
Después tomamos café. Les eché los restos del asado al perro y al gato. Suelen ser capaces de compartir la comida sin pelearse y sin arañarse. A veces los veo como una pareja de ancianos, igual que mi abuelo y mi abuela.
Le dije que Jansson vendría al día siguiente, le di las llaves de mi coche y le expliqué cómo era y dónde estaba aparcado. Podía esperarme allí mientras yo llegaba a tierra a través del mar helado.
Harriet tomó la llave y se la guardó en el bolso. De repente me preguntó si nunca la había echado de menos en todos aquellos años.
– Sí -respondí-. Te eché de menos. Pero la añoranza sólo consigue abatirme. Me infunde temor.
Harriet no me hizo más preguntas, sino que se marchó a su habitación y, cuando volvió, sus ojos estaban aún más vidriosos. Aquella noche no hablamos mucho. Creo que los dos teníamos miedo de estropear el viaje. Además, siempre nos resultó fácil estar juntos en silencio.
Nos sentamos a ver una película cuyos protagonistas se devoraban unos a otros. Cuando terminó, no lo comentamos en absoluto. Pero estoy seguro de que los dos pensábamos lo mismo.
Era una película muy mala.
Aquella noche tuve un sueño inquieto.
Intentaba imaginarme todo lo que podía salir mal durante el viaje que nos aguardaba. Al mismo tiempo, me preguntaba si Harriet me habría dicho toda la verdad. Albergaba la creciente sensación de que lo que ella quería, en realidad, era otra cosa, que la razón por la que había venido a buscarme después de tantos años era otra.
Antes de que, por fin, lograse conciliar el sueño, decidí que me conduciría con cautela. Naturalmente, yo no podía predecir lo que sucedería.
Deseaba, ante todo, estar preparado.
El desasosiego persistía con su muda voz de alarma.
6
Hacía una mañana clara y sin viento cuando partimos.
Jansson llegó puntual con su hidrocóptero. Subió a bordo el andador y después echó una mano a Harriet para que se acomodase en el asiento que quedaba detrás de su ancha espalda. No le dije nada de que yo también partiría. La próxima vez que viniese y no me encontrase en el muelle, subiría hasta la casa. Tal vez pensaría que me había muerto allí dentro. Así que le escribí una nota y se la puse en la puerta: «No estoy muerto».
El hidrocóptero desapareció tras el golfo. Le había puesto a mis botas un par de viejos crampones para no resbalar por el hielo.
Mi mochila pesaba nueve kilos. Había comprobado el peso en la báscula de baño de mi abuela. Caminaba deprisa, pero procurando no transpirar. Andar sobre mares helados me inspira siempre una sensación de temor. Justo en las proximidades de la parte este del golfo del archipiélago hay una fosa llamada Lersänkan. Su punto más profundo está a cincuenta y seis metros. Es como hallarse encima de un frágil tejado sobre un abismo.
Entrecerré los ojos. El sol, que se reflejaba en el hielo, brillaba intensamente. Vi a lo lejos a varias personas que hacían esquí de fondo. Iban camino de las islas más alejadas. Por lo demás, el hielo estaba vacío. En invierno, el archipiélago era como un desierto. Un mundo abandonado con alguna que otra caravana de gente que hacía esquí de fondo. Y algún que otro nómada como yo. Por lo demás, nada.
Cuando llegué a tierra, al viejo puerto pesquero que casi nadie utilizaba ya, Harriet me aguardaba sentada en el coche. Guardé el andador en el maletero y me senté al volante.
– Gracias -dijo Harriet-. Gracias por cumplir tu promesa.
Y me acarició fugazmente el brazo. Puse el motor en marcha y comenzamos nuestra larga andadura hacia el norte.
El viaje no empezó bien.
Apenas dos kilómetros después de la partida se nos cruzó un alce en el camino. Fue como si el animal hubiese estado esperando entre bambalinas e hiciese su repentina entrada en escena cuando pasábamos. Di un frenazo y, con gran dificultad, logré evitar la colisión con el pesado cuerpo del rumiante. El coche se deslizó por la resbaladiza carretera, no pude controlarlo y nos atascamos en un montículo de nieve que había en el arcén. Todo sucedió muy rápido. Yo solté un grito, pero Harriet no abrió la boca. Nos quedamos sentados y en silencio. El alce desapareció a grandes zancadas hacia el corazón del espeso bosque.
– No iba a mucha velocidad -expliqué en un patético e innecesario intento por excusarme. Como si hubiese sido culpa mía que el alce hubiese aguardado en el soto para plantarse de pronto en mitad de la carretera.
– Bueno, no ha pasado nada -contestó Harriet.
Me quedé mirándola. Tal vez uno no se inquiete por la aparición de un alce cuando sabe que va a morir pronto.
El coche estaba atrapado. Tomé la pala y me puse a quitar la nieve que había alrededor de las ruedas y después corté unas ramas de abeto y las coloqué sobre la calzada. El coche salió de un empellón y pudimos continuar. Noté que tenía el pulso acelerado. La gente que no padece una enfermedad mortal reacciona con miedo a la aparición de un alce en su camino.
Después de recorridos unos diez kilómetros, noté que el coche empezaba a desviarse hacia la izquierda. Me detuve en el arcén y salí. Se me había pinchado una de las ruedas delanteras. Pensé que el viaje no habría podido empezar peor. El tener que arrodillarse, atornillar tuercas y manejar los sucios neumáticos se me antoja una experiencia desagradable. La exigencia de esterilidad del cirujano aún pervive en mí.
Cuando por fin hube cambiado la rueda, estaba empapado en sudor. Además, me sentía indignado. Jamás conseguiría encontrar la laguna. Harriet sufriría un colapso y, con toda probabilidad, habría alguien en su entorno que se presentaría para acusarme de haber actuado de modo irresponsable al salir de viaje con una persona gravemente enferma.
Proseguimos nuestro viaje.
La carretera, flanqueada por elevados montones de nieve, estaba resbaladiza. Nos cruzamos con un par de camiones y dejamos atrás un viejo Amazon que había estacionado en el arcén y del que salió un hombre con un perro. Harriet no hablaba, sólo miraba por la ventanilla.
Empecé a pensar en el viaje que en una ocasión hice con mi padre. Lo habían despedido por negarse a trabajar por las noches en el restaurante en el que acababan de contratarlo. Partimos desde Estocolmo hacia el norte y pasamos la noche en un hotel barato situado a las afueras de Gavie. Creo recordar que se llamaba Furuvik, pero puede que me equivoque. Dormimos en la misma habitación, era el mes de julio y hacía bochorno, uno de esos calurosos veranos de finales de la década de los cuarenta.
Puesto que mi padre había trabajado en uno de los restaurantes más renombrados de Estocolmo, había ganado bastante dinero. Fue durante un periodo en que mi madre lloraba especialmente poco. Un día, mi padre llegó a casa con un sombrero nuevo y ella lloró de alegría. Justamente aquel día le había servido la mesa al director de uno de los bancos más importantes del país; el hombre estaba borracho ya desde el primer plato y le dio a mi padre una propina exagerada.