– No me caíste bien.
– ¿Y por eso querías verme?
– Quiero saber por qué no me caíste bien.
– Estás loca. ¿Y cómo es que sabes llevar un barco de motor?
– Viví durante un tiempo en un centro de rehabilitación junto al lago Vättern. Allí tenían un barco.
– ¿Cómo sabías que vivía aquí?
– Le pregunté a un viejo que rastrillaba hojas secas junto a una iglesia. No ha sido difícil. Simplemente, le pregunté por un médico que se esconde en una isla. Le dije que era tu hija.
Me rendí. Sima tenía respuesta para todas las preguntas. Ya sabía yo que Hugo Persson, el encargado de cuidar el camposanto, hablaba por los codos. Lo más probable era que le hubiese indicado el camino, que no era nada complicado: todo recto en dirección a Mirtbåden, donde está el faro, y después a través del estrecho de Järnsund, recortado por escarpadas paredes rocosas y una vez más todo derecho, hasta llegar a mi isla, donde había dos banderas junto a los escollos próximos al golfo.
Vi que estaba cansada. Tenía los ojos apagados, el rostro pálido, el cabello en un desgarbado recogido sujeto con horquillas baratas. Iba totalmente vestida de negro y calzaba unas zapatillas de deporte de rayas rojas.
– Ven conmigo a la casa -le dije-. Supongo que tienes hambre. Te daré de comer. Después llamaré a la guardia costera y les diré que estás aquí y que has robado un barco. Ellos vendrán a buscarte.
Ella no dijo nada, ni alzó la espada contra mí. Ya en la cocina, le pregunté qué quería.
– Gachas.
– Yo creía que ya nadie comía gachas.
– No sé qué hacen los demás. Pero yo quiero gachas. Puedo prepararlas yo misma.
Yo tenía un paquete de copos de avena y un tarro de puré de manzana que aún podía consumirse. Sima preparó unas gachas bastante espesas, apartó el puré de manzana y llenó el cuenco de leche. Comió despacio, con la espada sobre la mesa. Le pregunté si quería té o café, pero ella negó con un gesto. Sólo quería las gachas. Intentaba comprender por qué había venido a buscarme a mi isla. ¿Qué quería de mí? La última vez que la vi, salió corriendo hacia mí con la espada en alto. Ahora, en cambio, la tenía en mi cocina comiendo gachas. No me cuadraba. Sima enjuagó el cuenco y lo colocó junto al fregadero.
– Estoy cansada. Tengo que dormir.
– En la habitación contigua hay una cama. Puedes dormir ahí. Pero te advierto que hay un hormiguero y, puesto que es primavera, las hormigas han empezado a despertar.
Me creyó. Había puesto en duda que mi perro hubiese muerto. Pero lo del hormiguero se lo creyó. Y señaló el sofá de la cocina.
– Puedo dormir ahí.
Le di un almohadón y una manta. No se quitó ni la ropa ni los zapatos, se cubrió con la manta hasta la cabeza y se durmió. Esperé hasta estar seguro de que así era y fui a vestirme.
Junto con el gato, volví a la bahía. El barco era un Ryd, con un motor Mercury fuera borda de veinticinco caballos. El casco estaba muy dañado debido a las piedras del fondo. No cabía duda de que lo había arrastrado por las piedras de la orilla a propósito. Intenté comprobar si el plástico de la base se había resquebrajado y si había algún agujero, pero no vi nada.
Era día de correo. Jansson vería el barco, así que sólo disponía de un par de horas para tomar una decisión. No estaba tan claro que yo estuviese dispuesto a llamar a la guardia costera. Si existía la menor posibilidad, prefería convencerla de que regresase junto a Agnes sin la intervención de las autoridades. No sólo por ella, sino también por mí mismo. No era apropiado en absoluto que un viejo médico recibiese la visita de jovencitas que se dedican a robar barcos y a huir de sus hogares de acogida.
Con la ayuda de un bichero y un tablón logré deslizar el barco hasta el agua antes de empujarlo hacia el embarcadero. Le amarré mi barca a proa. El bote tenía un sistema de encendido eléctrico, pero era preciso utilizar una llave que, claro está, no se encontraba puesta cuando Sima la emprendió con el barco. Ella lo arrancó con la cuerda, y eso mismo hice yo. Al cuarto intento, el motor arrancó. La hélice y el piñón estaban en buen estado. Retrocedí desde el embarcadero rumbo a los dos islotes llamados Suckarna. [5] Entre ambos había un pequeño puerto natural difícil de ver desde fuera. Y allí podría dejar entre tanto el barco robado.
El asunto de por qué los islotes se llaman Suckarna es muy discutido. Jansson asegura que, hace ya mucho tiempo, vivía por la zona un cazador de aves llamado Måsse. Y cada vez que lograba atrapar un eider lanzaba un suspiro. Y por él recibieron su nombre los islotes.
No sé si es verdad. En mi mapa no figura el nombre de esos islotes. Pero a mí me gusta pensar que esas rocas peladas que se alzan de las aguas se llaman Suckarna. A veces tengo la sensación de que los árboles susurran, las flores murmuran, los arbustos canturrean melodías ignotas y los escaramujos que crecen en las grietas, detrás del manzano de mi abuela, interpretan hermosas tonadas con instrumentos invisibles. De modo que, ¿por qué no iban a suspirar las islas?
Cerca de una hora me llevó remar en mi barca para volver al embarcadero. Aquella mañana no hubo baño matutino, así que subí de nuevo a la casa. Sima seguía durmiendo bajo la manta. No había cambiado de posición desde que se acostó. Al mismo tiempo, oí el traqueteo del barco de Jansson. Bajé al embarcadero y esperé. Soplaba un leve viento del nordeste, no estaríamos a más de cinco grados y la primavera aún parecía lejana. Un lucio asomó a la superficie del agua para desaparecer enseguida.
Aquel día, Jansson tenía molestias en el cuero cabelludo. Temía estar quedándose calvo. Le propuse que acudiese a un peluquero. Pero él desenrolló una página que había arrancado de una revista y me pidió que la leyese. Contenía un anuncio a toda página sobre una medicina milagrosa que prometía resultados inmediatos si se utilizaba el susodicho fluido, compuesto según pude ver de lavanda, entre otros ingredientes. Pensé en mi madre y le dije a Jansson que no se creyese todo lo que escribían en anuncios publicitarios tan bien costeados.
– Quiero tu consejo.
– Ya te lo he dado. Vete a ver a un peluquero. Seguro que él sabe más que yo sobre la caída del cabello.
– ¿Es que no aprendíais nada sobre la calvicie en la carrera de medicina?
– Debo confesar que no mucho.
Se quitó el gorro e inclinó la cabeza, como si quisiera expresarme un súbito respeto. Pero yo no veía nada más que su aún abundante cabello, incluso en la coronilla.
– ¿No ves que tengo menos pelo?
– Bueno, es natural, con la edad.
– Pues según el anuncio, eso no es así.
– En ese caso, creo que lo que debes hacer es encargar esa porquería y masajearte con ella el cuero cabelludo.
Jansson arrugó la hoja de la revista.
– A veces me pregunto si de verdad eres médico.
– Bueno, por lo menos sé ver la diferencia entre los auténticos enfermos y los carteros con dolencias imaginarias.
Jansson estaba a punto de contestar cuando vi que su mirada se apartaba de mi cara y se clavaba en algo que había a mi espalda. Me di la vuelta y allí estaba Sima. Con el gato en el regazo y la espada colgada del cinturón. No dijo nada, tan sólo sonrió. Jansson se quedó boquiabierto. Dentro de un par de días, todo el archipiélago sabría que yo había recibido la visita de una joven de ojos oscuros, el cabello largo y salvaje y una espada de samurái.
– Pues creo que voy a encargar el tratamiento para el pelo -dijo Jansson en tono amable-. En fin, no te molesto más. Hoy no tienes correo.
Se marchó del embarcadero caminando hacia atrás mientras yo lo seguía con la mirada. Cuando me dio la espalda, Sima ya iba camino de la casa. Al gato lo había soltado en medio de la pendiente.
Entré y la vi fumando sentada a la mesa de la cocina.
– ¿Dónde está el barco? -me preguntó.
– Lo he trasladado a un lugar donde nadie pueda verlo.
– ¿Quién es el hombre con el que estabas hablando en el embarcadero?
– Se llama Jansson. Distribuye el correo por el archipiélago. Ha sido bastante desafortunado que te vea.
– ¿Por qué?
– Es un chismoso. No para de hablar.
– A mí no me importa.
– Ya, tú no vives aquí. Pero yo sí.
Sima apagó el cigarrillo en uno de los platos de la antigua vajilla de la abuela. No me gustó lo más mínimo.
– He soñado que me vaciabas encima un viejo hormiguero. Yo intentaba defenderme con la espada, pero se me quebró la punta. Y entonces me desperté. ¿Por qué tienes un hormiguero en el dormitorio?
– No deberías haber entrado.
– A mí me parece elegante. La mitad del tapete de la mesa ha desaparecido ya en su interior. En unos años habrá cubierto toda la mesa.
De pronto me percaté de algo que me había pasado inadvertido hasta ese momento. Sima estaba inquieta. Se movía nerviosamente y, cuando la observé a hurtadillas, vi que se frotaba los dedos.
Recordé que, hacía ya muchos años, un paciente al que había tenido que amputarle una pierna a causa de la diabetes, experimentaba un extraño picor similar al de Sima. Aquel paciente sufría una bacilofobia aguda y era, además, desde el punto de vista psiquiátrico, un caso límite con depresiones agudas recurrentes.
El gato se subió a la mesa de un salto. Hasta hace algunos años solía espantarlo para que bajase de allí. Pero ya he dejado de hacerlo. El gato ha ganado la batalla. Aparté la espada para que no se hiriese las patas. Sima se sobresaltó al verme tocar la empuñadura. El gato se enroscó sobre el hule y empezó a ronronear. Sima y yo lo mirábamos en silencio.
– Cuéntame -la animé-. Por qué estás aquí y adónde crees que vas. Después decidiremos cómo salir de ésta sin buscarnos problemas innecesarios.
– ¿Dónde está el barco?
– Lo he varado en una bahía que hay entre dos pequeñas islas llamadas Suckarna.
– ¿Cómo puede alguien llamar suspiro a una isla?
– Por aquí cerca hay un caladero que se llama Kopparändan. [6] Y el arrecife que hay al otro lado de Bogholmen se llama Fisen. [7] Las islas tienen nombres, como las personas. Y no siempre sabemos de dónde vienen.
– ¿Has escondido el barco?
– Sí.
– Gracias.
– No sé si es para darme las gracias. Pero si no me lo cuentas todo ahora mismo, echo mano del teléfono y llamo a la guardia costera. No tardarán ni media hora en venir a buscarte.