Tercera parte. El mar

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El hielo no empezó a resquebrajarse hasta primeros de abril. En todos los años que llevaba en la isla, no lo había visto durar tanto. Ese año pude llegar a tierra a pie, sobre los caladeros, hasta finales de marzo.

Jansson venía con su hidrocóptero cada tres días y me informaba sobre el estado del hielo. Según decía, recordaba un invierno de la década de los sesenta tan largo como aquél, que trajo además islotes de hielo flotando por entre los atolones más remotos.

Aquél fue un largo invierno.

El blanco paisaje me cegaba mientras escalaba la montaña que se erguía detrás de la casa para contemplar el horizonte. A veces me colgaba al cuello los crampones del abuelo, tomaba un viejo bastón e iba atracando por las playas de los islotes y arrecifes próximos a los antiguos bancos de arenque, donde mi abuelo, como su padre, obtenía capturas hoy imposibles de soñar siquiera. Recorría los atolones en los que nada crece recordando cómo solía remar hasta ellos de niño. En las grietas podían ocultarse extraños vestigios de algún naufragio. En una ocasión encontré la maltrecha cabeza de una muñeca; en otra, una caja sellada que contenía discos de vinilo de setenta y ocho revoluciones. Mi abuelo le preguntó a una persona entendida en aquello y supo que se trataba de éxitos alemanes de la gran guerra que había terminado cuando yo era niño. No sabía adónde habrían ido a parar aquellos discos. Pero en uno de los islotes encontré también un gran diario de bitácora que algún capitán desesperado había arrojado al mar. Se trataba de un carguero que transportaba madera entre las serrerías y los puertos de carga de la costa norte de Irlanda, hambrienta de madera para sus casas. Era una embarcación llamada Flanagan, de tres mil toneladas. Pero nadie sabía por qué habría ido a parar al agua el diario. Mi abuelo intervino y habló con un maestro jubilado que pasaba los veranos en Lönö, en una cabaña que pertenecía a los herederos del piloto Grundström. Él lo tradujo, pero no encontró nada extraño en las anotaciones del día en que lo arrojaron al mar. Yo aún recordaba la fecha, el 9 de mayo de 1947. La última anotación hacía referencia a la necesidad de «engrasar el elevador del ancla lo antes posible». Después, nada de nada. El diario de bitácora estaba inconcluso y había sido arrojado al mar. Cuando eso sucedió, el barco había zarpado de Kubikenborg con una carga de madera hacia la lejana Belfast. Hacía buen tiempo, la mar estaba en calma, una anotación matutina atestiguaba que soplaba viento del sursureste a un metro por segundo.

Aquel largo invierno pensé a menudo en el diario y sus lagunas. Pensé que mi vida, después de la gran catástrofe, había transcurrido como si yo hubiese arrojado por la borda mi inconcluso diario de bitácora para después seguir navegando y arribando a distintos puertos sin dejar rastro. El insignificante diario que yo de hecho escribía, cuyo contenido versaba principalmente sobre una avecilla, el ampelis europeo, y los achaques de mis animales domésticos, carecía de interés incluso para mí mismo. Lo escribía porque constituía un recordatorio cotidiano de que yo vivía una vida vacía de sentido. Hablaba de ampelis para confirmar la existencia del vacío.

Fue también un invierno de retrospectivas. De repente empecé a soñar con mis padres. Me despertaba a menudo a medianoche a causa de extraños recuerdos, perdidos hacía tiempo, pero que ahora recuperaba en mis sueños. Veía a mi padre en la estrecha sala de estar, arrodillado, colocando en fila sus soldaditos de plomo e ilustrando los desplazamientos de la batalla de Waterloo o la de Narva. Mi madre, que desde su silla lo contemplaba dulcemente, sin moverse del asiento, sin hablar, pues siempre reinaba el silencio cuando él jugaba con sus soldaditos de plomo.

La marcha de los soldados de plomo garantizaba una gran paz momentánea en nuestro hogar. En mis sueños, yo rastreaba mi miedo por las discusiones que estallaban a veces. Mi madre lloraba y mi padre hacía un patético intento de mostrarse iracundo maldiciendo al propietario del restaurante que lo tuviese contratado en ese momento. Y, soñando, evoqué poco a poco mis raíces. De algún modo, intuí que andaba como con una azada en la mano, removiendo la tierra en busca de lo que me había perdido.

Pese a todo, fue aquél un invierno marcado por cuanto había recuperado. Harriet me había dado una hija y Agnes no me odiaba.

Fue también un invierno de cartas. Yo escribía cartas y recibía respuestas. Por primera vez en los doce años que viví en la isla, las constantes visitas de Jansson adquirieron sentido. Él seguía considerándome como su médico y me hacía constantes consultas sobre sus dolencias imaginarias. Pero ahora me traía correspondencia y yo solía darle un par de cartas para enviar.

La primera carta la escribí el mismo día en que regresé. A la grisácea luz de la mañana, llegué a mi casa cruzando el hielo. Mis mascotas parecían hambrientas, pese a que les había dejado comida más que suficiente. Cuando vi que ya habían saciado su hambre, me senté a la mesa de la cocina y le escribí una carta a Agnes:

«Disculpa mi precipitada partida. Puede que me sobrepasara el hecho de verte sabiendo que te había causado tanto sufrimiento. Yo querría haber hablado contigo de muchas cosas y puede que tú hubieras querido preguntarme sobre muchas otras. Pero ya estoy de vuelta en mi isla. La banquisa sigue cubriendo las bahías y se mantiene firme en las playas. Espero que mi súbita desaparición no nos lleve a perder el contacto».

No modifiqué una sola palabra. Al día siguiente se la envié a través de Jansson, que no parecía haber notado mi ausencia. Naturalmente, le intrigó la carta. Pero no me hizo ningún comentario. Aquel día, ni siquiera le dolía nada.

Por la noche empecé a redactar una carta para Harriet y Louise conjuntamente, pese a que no había recibido respuesta a la anterior. Resultó una misiva demasiado larga. Además, comprendí que no era adecuada. No podía enviar una única carta para las dos, puesto que yo sólo intuía lo que la una pensaba o sabía de la otra. Rompí la carta y comencé de nuevo. El gato estaba dormido en el sofá de la cocina mientras el perro suspiraba en el suelo, junto a los fogones. Intenté ver si le dolían las articulaciones. El animal no viviría más allá del otoño. Y tampoco el gato.

Le escribí a Harriet, le pregunté cómo estaba. Era una pregunta absurda, puesto que, naturalmente, estaba mal. Pese a todo, le pregunté. La pregunta que habría sido natural fue la imposible de formular. Después, le hablé de nuestro viaje:

«Visitamos la laguna. Estuve a punto de ahogarme y tú me salvaste. Ahora que me encuentro de nuevo en mi isla, he tomado conciencia de lo cerca que estuve de morir. Me habría congelado enseguida. Un minuto más en el agua, y todo habría acabado. Lo más extraordinario es, pese a todo, que me dio la sensación de que me perdonabas mientras me salvabas».

El solo recuerdo me erizó la piel. Aunque no por ello dejé de cavar mi hoyo en el hielo por las mañanas. Después de transcurridos varios días, comprendí, no obstante, que ya no necesitaba mis baños tanto como antes. Tras mi encuentro con Harriet y Louise, no me resultaba imprescindible exponerme a ese frío extremo. Mis baños matutinos eran cada vez más breves.

Aquella misma noche le escribí también a Louise. En una vieja enciclopedia de la Uggleserien, del año 1909, leí la entrada sobre Caravaggio. Comencé mi carta con una cita de la enciclopedia: «Su poderoso, aunque lúgubre colorido y su osada reproducción de la naturaleza despertó un enorme y justificado interés». Rompí el folio. Me sentía incapaz de fingir que aquélla era mi opinión. Tampoco quería desvelar que estaba copiando las palabras de un texto de casi un siglo de antigüedad, aunque atenuase lo pulido de la expresión.

Empecé desde el principio. Quedó una carta bastante breve:

«Me fui de tu caravana dando un portazo. No debería haberlo hecho. No logré controlar mi desconcierto. Y te pido perdón por ello. Espero que no sigamos viviendo como si ninguno de los dos supiese de la existencia del otro».

No era una maravilla de carta. Y, dos días después, comprendí que no había sido bien recibida. De repente, a medianoche, sonó el teléfono. Medio dormido, fui tambaleándome entre las patas de mis mascotas hasta que pude descolgar el auricular. Era Louise. Estaba fuera de sí y gritaba tan alto que me hería el tímpano.

– Estoy indignada contigo. ¿Cómo eres capaz de enviar una carta así? Cierras de un portazo porque la cosa se puso un tanto incómoda e íntima para ti.

Oí que hablaba atropelladamente. Eran las tres de la madrugada. Intenté calmarla, pero sólo conseguí empeorarlo; de modo que guardé silencio y la dejé que se desahogara.

«Ésa es mi hija», salmodiaba yo para mí. «Dice lo que tiene que decir. Y ya sabía yo desde el principio que aquella carta que le di a Jansson era un error.»

No recuerdo cuánto tiempo estuvo gritándome al teléfono. De repente, en medio de una frase, oí un clic y la conversación se cortó. El vacío retumbaba en mis oídos. Me levanté y abrí la puerta de la sala de estar. A la luz de la lámpara vi que el hormiguero seguía creciendo. Al menos, eso me parecía a mí. Pero ¿es posible que crezcan los hormigueros en invierno, cuando las hormigas están aletargadas? Lo ignoraba tanto como ignoraba el modo en que debía dirigirme a Louise. Comprendí que estaba enojada. Pero y ella, ¿me comprendía a mí? ¿Acaso había algo que comprender? ¿Puede uno ver a su hija como a una mujer adulta cuya existencia ni siquiera ha sospechado? Y además, ¿quién era yo para ella?

Aquella noche no logré conciliar el sueño. Me sobrevino un temor del que no supe defenderme. Me senté a la mesa de la cocina agarrado al hule azul que la cubría desde los días de mi abuela. El vacío y la impotencia me engullían. Louise se había aferrado a lo más hondo de mi ser con uñas y dientes.

Al alba salí afuera. Pensé que lo mejor habría sido que Harriet no hubiese aparecido nunca en medio del hielo. Yo habría podido vivir mi vida sin mi hija, del mismo modo en que Louise habría podido arreglárselas sin padre.

En el embarcadero me envolví en el viejo abrigo de piel de mi abuelo y me senté en el banco. No se veía ni al perro ni al gato. Ellos tenían sus propios caminos, como testimoniaban las huellas que dejaban en la nieve. Rara vez iban juntos. Me pregunté si también ellos se mentían sobre sus intenciones.