«Comer», resolvió. «Si no como ahora, no tendré tiempo de hacerlo. Puedo escribir el mensaje para la prensa mientras almuerzo.»
Cuando salió de la comisaría, el viento estuvo a punto de tumbarlo.
La tormenta no había amainado.
Pensó que debería irse a casa y prepararse una ensalada sencilla. A pesar de que no había comido nada en todo el día, notaba el estómago pesado e hinchado. Pero luego cedió a la tentación y fue a comer a Lurblåsaren, al lado de la plaza. Aquel día tampoco tendría fuerzas para arreglar sus costumbres alimenticias.
A la una menos cuarto ya estaba de vuelta en la comisaría. Como había comido demasiado deprisa, tuvo diarrea y se apresuró a ir al lavabo. Cuando el estómago se hubo calmado un poco, dejó el comunicado para la prensa a uno de los administrativos y se dirigió al despacho de Näslund.
– No encuentro a Herdin -dijo Näslund-. Está en una especie de caminata invernal con la asociación para la protección de la naturaleza de Fyledalen.
– Entonces tendremos que ir a buscarlo allí -dijo Kurt Wallander.
– Pensé que podría hacerlo yo, así tú puedes entrar en las cajas de seguridad. Si ha habido tanto secreto con esta mujer y el hijo de ambos, tal vez tenga algo encerrado allí. Quiero decir que así ahorraremos tiempo.
Kurt Wallander asintió con la cabeza. Näslund tenía razón. Iba como una locomotora impaciente.
– Eso haremos -dijo-. Si no tenemos tiempo hoy, iremos a Kristianstad mañana por la mañana.
Antes de sentarse en el coche e ir al banco Föreningsbanken, Wallander intentó localizar de nuevo a Sten Widén. Tampoco entonces contestaba.
Dejó la nota a Ebba en recepción.
– A ver si te contestan. Comprueba que el número es correcto. Debe ser de Sten Widén. O de una hípica que tal vez tenga un nombre que yo no conozco.
– Hanson lo sabrá -dijo Ebba.
– Dije hípica. No caballos de carreras.
– Él apuesta a todo lo que se mueve -comentó Ebba sonriendo.
– Estaré en el banco Föreningsbanken, por si hay algo importante -dijo Wallander.
Aparcó el coche delante de la librería, al lado de la plaza. El fuerte viento estuvo a punto de arrancarle de la mano el billete del aparcamiento cuando metió el dinero en la máquina. La ciudad parecía abandonada. Los fuertes vientos de tormenta hacían que las personas se quedaran dentro de sus casas.
Se paró en la tienda de electrodomésticos que había en la plaza. En un intento de luchar contra la tristeza nocturna había pensado en comprarse un vídeo. Miró los precios y calculó si se lo podía permitir aquel mes. ¿O mejor invertir en un nuevo equipo de música? A fin de cuentas era la música lo que le ayudaba por las noches en las que daba vueltas en la cama y no podía dormir.
Se separó del escaparate y entró en la calle peatonal, al lado del restaurante chino. Estaba junto a la oficina del banco Föreningsbanken. Cuando pasó por las puertas de cristal dentro de la pequeña sala del banco sólo había un cliente. Un campesino con audífono que en voz alta y aguda se quejaba de los altos intereses. A la izquierda había una puerta abierta donde un hombre estudiaba una pantalla de ordenador. Suponía que era a donde tenía que dirigirse. Cuando se acercó a la puerta, el hombre alzó rápidamente la vista como si se tratara de un posible atracador.
Entró en el despacho y se presentó.
– No nos gusta nada esto -dijo el hombre detrás del escritorio-. Durante los años que llevo aquí, en el banco nunca hemos tenido que vernos con la policía.
Kurt Wallander se irritó enseguida por la falta de ganas de cooperar del hombre. Suecia se había convertido en un país donde la gente, ante todo, temía que la molestaran. Nada era más sagrado que las costumbres.
– Es así -dijo Kurt Wallander sacando los papeles que Anette Brolin había firmado.
El hombre leyó los documentos con atención.
– ¿Será necesario? -preguntó luego-. El sentido de una caja de seguridad es que debe estar protegida contra las personas ajenas.
– Es necesario -dijo Kurt Wallander-. Y no tengo todo el día.
Con un suspiro, el hombre se levantó del escritorio. Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba preparado para una probable visita de la policía.
Pasaron por una verja y entraron en el habitáculo de las cajas de seguridad. La caja de seguridad de Johannes Lövgren se hallaba en el rincón de más abajo. Kurt Wallander abrió con la llave, sacó la caja y la colocó en una mesa.
Luego levantó la tapa y empezó a repasar el contenido. Había unos títulos funerarios y escrituras de propiedad de la casa de Lenarp. Además de unas fotografías antiguas y un sobre desteñido con sellos viejos. Eso era todo.
«Nada», pensó. «Nada de lo que esperaba.»
El hombre del banco estaba a su lado y le observaba. Kurt Wallander apuntó el número del registro de la propiedad y los nombres de los títulos funerarios. Luego cerró la caja.
– ¿Eso es todo? -preguntó el hombre del banco.
– De momento -contestó Kurt Wallander-. Ahora me gustaría ver sus saldos aquí en el banco.
Saliendo de la bóveda se le ocurrió una cosa.
– ¿Alguien más aparte de Johannes Lövgren tenía derecho a abrir esa caja? -preguntó.
– No -contestó el hombre del banco.
– ¿Sabe usted si había abierto la caja últimamente?
– He mirado en el registro de visitas -contestó el hombre del banco-. Desde hace varios años que no debe de haber abierto su caja.
El campesino continuaba quejándose cuando volvieron a la sala del banco. Había empezado una exposición sobre la bajada de los precios de los cereales.
– Tengo toda la información en mi despacho -dijo el hombre.
Kurt Wallander se sentó al lado de su escritorio y estudió dos hojas impresas llenas de información. Johannes Lövgren tenía cuatro cuentas diferentes. En dos de ellas estaba María Lövgren como titular. La suma total de estas dos cuentas era de noventa mil coronas. No se había tocado ninguna de estas cuentas en mucho tiempo. En los últimos días les habían añadido los intereses. Una tercera cuenta era una reliquia de los tiempos como campesino activo de Johannes Lövgren. Allí el saldo era de 132 coronas con 97 öre.
Luego quedaba una cuenta. Allí el saldo era de casi un millón de coronas. Maria Lövgren no figuraba como titular. El 1 de enero le habían ingresado los intereses de más de noventa mil coronas en la cuenta. El 4 de enero Johannes Lövgren había retirado veintisiete mil coronas.
Kurt Wallander alzó la vista al hombre que tenía sentado al otro lado de la mesa.
– ¿Hasta cuándo se puede hacer un seguimiento de esta cuenta? -preguntó.
– En principio los últimos diez años consecutivos. Pero eso lleva su tiempo. Tendremos que buscar en los ordenadores.
– Empiece con el año pasado. Quiero ver todos los movimientos de la cuenta durante el 89.
El hombre del banco se levantó y salió de la habitación. Kurt Wallander empezó a estudiar la segunda hoja. Resultaba que Johannes Lövgren tenía casi setecientas mil coronas colocadas en fondos de acciones que le cuidaba el banco.
«Hasta aquí encaja con el relato de Lars Herdin», pensó. Se acordaba de la conversación con Nyström en la que había jurado que su vecino no tenía dinero.
«Qué poco sabemos de nuestros vecinos», pensó.
Después de unos cinco minutos, el hombre volvió. Le dio otro impreso de ordenador a Kurt Wallander.
Tres veces durante 1989 Johannes Lövgren había sacado una suma total de 78.000 coronas. Las extracciones se habían efectuado en enero, julio y septiembre.
– ¿Puedo quedarme con estos papeles? -preguntó.
El hombre asintió con la cabeza.
– Me gustaría hablar con la cajera que le dio el dinero a Johannes Lövgren la última vez -dijo.
– Britta-Lena Bodén -dijo el hombre-. Voy a buscarla.
La mujer que entró en la habitación era muy joven. Kurt Wallander pensó que no tendría más de veinte años.
– Ella ya sabe de qué se trata -se anticipó el hombre. Kurt Wallander asintió con la cabeza y saludó a la chica.
– Cuenta -dijo.
– Era bastante dinero -contestó la chica-. Si no, no me habría acordado, supongo.
– ¿Parecía preocupado? ¿Nervioso?
– No que yo recuerde.
– ¿Cómo quería el dinero?
– En billetes de mil.
– ¿Sólo de mil?
– También le di unos de quinientas.
– ¿Dónde metió el dinero?
La chica tenía buena memoria.
– En una cartera marrón. Una vieja con bandolera.
– ¿La reconocerías si la vieras otra vez?
– Quizás. El asa estaba rota.
– ¿Rota, cómo?
– El cuero se había cortado.
Kurt Wallander asintió con la cabeza. La memoria de la chica era estupenda.
– ¿Recuerdas algo más?
– Cuando le di el dinero se marchó.
– ¿Y estaba solo?
– Sí.
– ¿Viste si alguien le esperaba fuera?
– No pude verlo desde la caja.
– ¿Recuerdas qué hora era?
La chica pensó antes de contestar.
– Me fui a comer justo después. Serían más o menos las doce.
– Nos has ayudado mucho. Si recuerdas algo más, quiero que me avises.
Wallander se levantó y salió a la sala del banco. Se paró un momento y se dio la vuelta. La chica tenía razón. Desde el mostrador de las cajas era imposible ver si alguien estaba esperando en la calle.
El campesino sordo ya se había marchado y habían entrado nuevos clientes. Alguien que hablaba un idioma extranjero cambiaba dinero en una de las cajas.
Kurt Wallander salió. La oficina del banco Handelsbanken estaba muy cerca.
Un hombre bastante más simpático le acompañó hasta donde se encontraban las cajas de seguridad. Cuando Kurt Wallander abrió la caja de metal se desilusionó. No había nada en absoluto. Tampoco nadie aparte de Johannes Lövgren podía acceder a aquella caja.
Había adquirido la caja en 1962.
– ¿Cuándo estuvo aquí la última vez? -preguntó Kurt Wallander.
La respuesta le hizo saltar.
– El 4 de enero -contestó el hombre del banco después de estudiar el registro de visitas-. A las 13.15 para ser exactos. Se quedó durante veinte minutos.
Pero a pesar de preguntar a todo el personal, nadie podía recordar si llevaba algo al salir del banco. Tampoco se acordaba nadie de su cartera.
«La chica del banco Föreningsbanken», pensó. «Debería haber gente como ella en todas las oficinas bancarias.»
Kurt Wallander luchó contra el viento por las callejuelas hasta llegar a la cafetería de Fridolf, donde se tomó un café y un bollo de canela.