– ¿Llegaste a averiguar lo que querías?
– El viejo miró el nudo y lo encontró feo. Luego tardé tres horas en conseguir que dijera algo sobre este lazo tan feo. Hasta entonces, incluso le dio tiempo de dormir un ratito.
Rydberg recogió los trocitos de cuerda y los metió en la bolsa de plástico mientras seguía:
– De repente empezó a hablar de cuando estaba en la mar. Y entonces dijo que ese nudo lo había visto en Argentina. Los marineros argentinos solían hacer este nudo para las correas de sus perros.
Kurt Wallander asintió con la cabeza.
– Así que tenías razón -dijo-. El nudo era extranjero. Ahora la cuestión es cómo encaja con la historia de Lars Herdin.
Salieron al pasillo. Rydberg desapareció en su despacho mientras que Kurt Wallander se fue con Martinson para estudiar sus listados de ordenador.
Resultaba que había una estadística impresionante sobre ciudadanos extranjeros que habían cometido delitos en Suecia o bien estaban bajo sospecha de haberlos cometido. Martinson también había tenido tiempo de hacer un control de anteriores asaltos a ancianos. Por lo menos cuatro personas diferentes habían asaltado durante el último año a ancianos que vivían aislados en Escania. Pero Martinson también pudo adelantarle que todos estaban encerrados en diferentes instituciones. Le quedaba por recibir un informe sobre los posibles permisos durante el día en cuestión.
La reunión de investigación tuvo lugar en el despacho de Rydberg ya que una de las administrativas se había ofrecido a limpiar el suelo de Kurt Wallander. El teléfono sonaba sin parar, pero ella no se molestó en contestar.
La reunión de investigación se hizo larga. Todos estaban de acuerdo en que el relato de Lars Herdin abría una brecha. Ya tenían una dirección que seguir. A la vez repasaron de nuevo todo lo que hasta aquel momento se había revelado en las conversaciones con los habitantes de Lenarp y con quienes habían llamado a la policía o contestado al formulario de preguntas. Un coche que había pasado a mucha velocidad por un pueblo situado a unos kilómetros de Lenarp a última hora de la noche del domingo les mereció especial atención. Un camionero que había partido hacia Göteborg a una hora tan temprana como las tres de la madrugada se había cruzado con el coche en una curva cerrada y casi le embistió. Al enterarse del doble asesinato empezó a pensar en ello y luego llamó a la policía. Después de repasar unas fotos de diferentes modelos de coches y dudar un poco llegó a la conclusión de que se trataba de un Nissan.
– No olvidéis los coches de alquiler -dijo Kurt Wallander-. Hoy en día la gente que se mueve es cómoda. Los atracadores alquilan coches de igual manera que los roban.
Ya eran las seis cuando se acabó la reunión. Kurt Wallander comprendió que todos sus colaboradores ya estaban a la ofensiva. Después de la visita de Lars Herdin reinaba un optimismo tangible.
Entró en su despacho y puso en limpio sus apuntes de la conversación con Lars Herdin. Hanson le había dejado los suyos y pudo compararlos. Enseguida vio que Lars Herdin no había vacilado. Las declaraciones coincidían plenamente.
Un poco después de las siete apartó sus papeles. De repente se acordó de que los de la televisión no habían vuelto a insistir. Llamó a la recepción y preguntó si Ebba le había dejado una nota antes de marchar. La chica que contestaba era una suplente.
– Aquí no hay nada -dijo.
Por una intuición que él mismo no entendió del todo salió al comedor y encendió la televisión. Las noticias locales acababan de comenzar. Se apoyó en una mesa y vio distraído un reportaje sobre la mala economía del municipio de Malmö.
Pensó en Sten Widén.
Y en Johannes Lövgren, que había vendido carne a los nazis durante la guerra.
Pensó en sí mismo, en su barriga demasiado grande. Estaba a punto de apagar el televisor cuando la reportera empezó a hablar sobre el doble homicidio de Lenarp. Con asombro escuchó que la policía de Ystad concentraba su trabajo de búsqueda en unos ciudadanos extranjeros, de momento desconocidos. Pero la policía estaba convencida de que los criminales eran extranjeros. Tampoco podía descartarse que fueran refugiados solicitantes de asilo político.
Al final la reportera habló de él.
A pesar de insistir repetidamente, había sido imposible obtener un solo comentario por parte de alguno de los responsables de la investigación sobre esa información procedente de fuentes anónimas pero fidedignas.
Mientras hablaba, la reportera tenía como fondo una imagen de la comisaría de Ystad.
Luego pasó a hablar del tiempo.
Una tormenta se acercaba por el oeste. El viento arreciaría aún más. Pero no existía el riesgo de nevadas. La temperatura seguiría por encima de los cero grados.
Kurt Wallander apagó el televisor.
No sabía si estaba indignado o cansado. Tal vez sólo tenía hambre.
Pero alguien en la comisaría se había ido de la lengua.
¿Pagarían dinero por divulgar información confidencial? ¿El monopolio estatal de televisión también tenía fondos para chivatazos?
«¿Quién?», pensó.
«Puede ser cualquiera, excepto yo mismo.
»¿Y por qué?
»¿Habría otro motivo aparte del dinero?
»¿Xenofobia? ¿Miedo a los refugiados?»
Se dirigió a su despacho y ya en el pasillo oyó el teléfono. El día había sido largo. Prefería irse a casa y preparar algo de comer. Con un suspiro se sentó en la silla y se acercó el teléfono.
«Habrá que empezar», pensó. «Empezar a desmentir la información de la tele.
»Y esperar que no ardan más cruces de madera durante los días venideros.»