– Gracias -susurró.

– De nada -sonrió de nuevo-. Ya nos veremos.

– ¡Espera!

Santos se detuvo.

– Yo… No sé qué hacer. ¿Puedes ayudarme?

Santos imaginó que querría un lugar donde poder dormir a salvo, un hogar, y eso no podía proporcionárselo. Pero de todas formas se sentó a su lado otra vez.

– Lo intentaré. ¿Dónde quieres ir, Tina?

– A casa -respondió entre lágrimas-. Pero no puedo.

– ¿De dónde eres?

– De Algiers. Mi madre y yo…

En aquel momento la estridente sirena de un coche patrulla rompió el silencio de la noche.

– Oh, Dios mío! -exclamó Tina, aterrorizada. Se levantó de un salto y miró a su alrededor con desesperación, como un animal atrapado.

Santos la siguió.

– Eh, Tina, no pasa nada. Sólo…

Un segundo y un tercer coche de policía pasó a toda velocidad junto al colegio, en un estruendo de luz y de sonido casi insoportable.

– ¡No! -gritó la joven, tapándose los oídos-. ¡No!

– No te preocupes, Tina, no pasa nada.

Santos puso una mano sobre uno de sus hombros. Estaba aterrorizada. Se apartó de él y corrió hacia la puerta, pero consiguió detenerla antes de que huyera. Acto seguido la abrazó con fuerza.

Estaba histérica. Tina empezó a golpearlo una y otra vez.

– ¡Suéltame! ¡Tienes que soltarme!

– Te harás daño -dijo, intentando evitar sus golpes-. Maldita sea, Tina, las escaleras están en muy mal estado.

– ¡Vienen por mí! ¡El los ha enviado!

– ¿De quién hablas? -preguntó-. Tina, nadie viene por ti. Nadie te hará daño. Escucha, ¿es que no lo oyes? Ya se han ido.

La joven se derrumbó contra él, sollozando y temblando.

– Tú no lo comprendes. No lo comprendes -se aferró a su camiseta-. El los ha enviado. Dijo que lo haría.

Al cabo de un rato se tranquilizó. Santos la llevó a una esquina, hacia un colchón que estaba colocado contra una pared. La chica se sentó, desesperada, y él se acomodó a su lado.

– ¿Quieres hablar sobre ello?

A pesar de que había permanecido en silencio un buen rato, tuvo la impresión de que estaba decidida a confiar en él.

– Pensé… pensé que venían a buscarme -confesó-. Pensé que los había enviado él.

– ¿Te refieres a la policía? ¿Pensabas que venían por ti?

– Sí.

– ¿Por qué? -preguntó en un murmullo-. ¿Quién creías que los había enviado?

– Mi padrastro. Es policía. Me dijo que si alguna vez intentaba huir de él, me encontraría y me…

Santos sólo pudo imaginar lo que aquel hombre había prometido hacer con ella. Fuera lo que fuese, resultaba evidente que nada bueno.

– Te comprendo. Vivo con mi madre. Es encantadora, pero mi padre era un canalla que me pegaba. Ahora está muerto. Imagino que el tuyo debe ser de semejante calaña.

– Lo odio -declaró entre lágrimas-. Me hacía daño. Me tocaba…

– De modo que decidiste escapar.

– No tenía otra opción. Huir o suicidarme. Pero no tuve valor para quitarme la vida.

Santos supo por su mirada que estaba hablando en serio.

– ¿Has hablado con alguien sobre lo sucedido?

– Con mi madre. Y no me creyó. Dijo que era una canalla y una mentirosa.

Santos no se sorprendió lo más mínimo. Había oído historias muy similares con anterioridad.

– ¿No se lo has contado a nadie más?

– Es policía, por si no lo recuerdas, y con un puesto importante. ¿Quién me creería? Ni siquiera lo ha hecho mi madre.

– Lo siento -dijo, apretando su mano.

– Yo también. Siento no haber sido capaz de tomarme esas píldoras. Las tuve en mi mano, pero no pude hacerlo.

– No digas eso. Me alegra que no lo hicieras -sonrió, de forma forzada-, Todo saldrá bien, Tina.

– Sí, claro. No tengo dinero, ni un sitio a donde ir -empezó a llorar de nuevo-. Tengo tanto miedo… No sé qué hacer. ¿Qué voy a hacer?

Víctor no lo sabía, de manera que la animó de la única forma que conocía. La abrazó y dejó que llorara sobre su hombro hasta que todos los demás se marcharon. Mientras lo hacía, no dejaba de pensar que su madre debía estar a punto de regresar a casa, y que si no lo encontraba allí le daría un buen disgusto.

– Tina, tengo que irme. Yo…

– ¡No me dejes! Tengo tanto miedo… Quédate un poco más, por favor, Santos. No te vayas todavía.

Santos suspiró. No podía dejarla allí. No tenía a nadie, ni podía dormir en ninguna parte. Su madre tendría que comprenderlo. Y estaba segura de que lo haría, pero después de enfadarse mucho con él.

Estuvieron hablando un buen rato. Santos habló sobre su padre, y mientras lo hacía pensó en lo terrible que debía ser perder a un ser amado. Había sentido tal alivio con la muerte de su padre que no había considerado la tragedia que habría supuesto la pérdida de su madre.

Compartieron sus sueños y hablaron sobre el futuro. Al final, ya exhaustos, se separó de ella y la miró.

– Tengo que marcharme, Tina. Mi madre me matará.

– Lo sé.

– Le hablaré sobre ti -declaró, mientras tomaba sus manos-. Le pediré permiso para que te quedes con nosotros una temporada. Te lo prometo. No te muevas de aquí. Vendré a buscarte mañana.

Santos se inclinó y la besó, para sorpresa de la joven. Antes de marcharse, observó de nuevo sus ojos azules y volvió a besarla de nuevo. Tina pasó los brazos alrededor de su cuello y dijo:

– Quédate conmigo, por favor, no me dejes.

Por un momento, consideró la posibilidad de quedarse allí, pero no quería que su madre se preocupara terriblemente al ver que no llegaba a casa.

– No puedo hacerlo -susurró-. Me gustaría, pero no puedo.

Esta vez se apartó de ella y se levantó.

– Volveré mañana -aseguró-. Es una promesa, Tina. Volveré.

Capítulo 6

Santos pasó por delante de una tienda que tenía un reloj de neón en el escaparate. La luz verdosa iluminaba la acera. Eran las cuatro de la madrugada.

Tomó el camino más corto de vuelta y no dejó de correr. Hasta las calles con más afluencia habitual de gente estaban desiertas.

Mientras corría pensaba en el disgusto que se habría llevado su madre y en lo que tendría que hacer para que permitiera que Tina se quedara con ellos, sobre todo después de lo que había hecho. Pero en sus pensamientos ocupaba un lugar especial el beso que habían compartido y lo que habría sucedido si se hubiera quedado con la joven.

Sólo entonces pensó que podía haberla llevado a casa. Su madre no se resistía nunca a las súplicas. Era demasiado sensible. En cuanto hubiera visto los asustados ojos de Tina habría cedido.

Torció por un callejón que salía a Dauphine Street y salió a Ursuline, a dos manzanas de su casa. Un poco más adelante, las luces de varios coches patrulla y de una ambulancia iluminaban la calle. Entrecerró los ojos y se detuvo un momento cuando comprendió que fuera lo que fuese había sucedido en su edificio.

Empezó a correr.

La policía había acordonado la zona, y a pesar de la hora se había reunido una pequeña multitud. En cuanto llegó, se dirigió a la vecina del primero y preguntó:

– ¿Qué ocurre?

– No lo sé -contestó-. Alguien ha muerto. Creo que ha sido un asesinato.

– ¿Quién? -preguntó, aterrorizado.

– No lo sé. Puede que nadie -respondió, encogiéndose de hombros.

Santos se apartó de la mujer y su miedo se desbocó cuando vio que su madre no se encontraba entre el numeroso grupo. Sin embargo, eso no significaba nada. No habían bajado todos los vecinos.

Se dirigió hacia la entrada del edificio, presa del pánico.

– Eh, chico…

Santos se dio la vuelta. Uno de los policías se dirigió hacia él. Por su aspecto se notaba que iba en serio. Llevaba una mano sobre la culata del revólver.

– Eh, tú, ¿dónde crees que vas?

– Adentro. Vivo aquí.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Mi madre me está esperando. Llego tarde, y debe estar muy preocupada.

– ¿Cómo te llamas?

Otro agente se unió al primero. De aspecto joven y cálidos ojos azules, casi parecía un niño sin edad para ir armado.

– Víctor Santos.

– ¿Santos?

Los dos agentes intercambiaron una mirada.

– ¿Dónde has estado esta noche, Víctor?

– Con unos amigos. Salí un rato aprovechando que mi madre estaba trabajando -explicó, casi sin respiración-. Por favor, deje que suba. Debe estar muy asustada.

– ¿Llevas el documento nacional de identidad?

– No, pero mi madre puede…

– ¿Cuántos años tienes, Víctor?

– Quince -contestó, temblando-. Mire, no la culpe. Es una mujer muy responsable. Es culpa mía. Me escapé, y cuando entre en casa voy a tener un buen problema. Por favor, no la denuncie.

– Tranquilízate, Víctor -intervino el agente de mirada amable-. Todo saldrá bien.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó, presa del pánico-. ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? ¿Qué hacen ustedes aquí?

El agente más joven pasó un brazo por encima de los hombros de Santos y lo llevó hacia uno de los coches patrulla.

– Siéntate dentro, Víctor. Llamaré a alguien para que hable contigo.

– Pero mi madre…

– No te preocupes por eso ahora -dijo, mientras abría la portezuela trasera-. Siéntate unos minutos aquí y llamaré a cierto amigo mío que…

– ¡No! -se apartó del agente-. Me voy a casa. Tengo que ver a mi madre.

– Me temo que no puedo permitirlo. Quédate aquí hasta que yo te lo diga. ¿Entendido?

El policía lo agarró del hombro con fuerza. De repente, toda su simpatía había desaparecido.

En aquel momento se formó un revuelo entre la multitud. Víctor miró hacia la entrada. Varios enfermeros sacaban en aquel instante una camilla, con un cuerpo tapado con una sábana.

Alguien había muerto.

Asesinado.

Santos se libró del agente y corrió hacia la entrada del edificio.

Consiguió saltarse el cordón de seguridad antes de que la policía pudiera impedirlo y apartó la sábana de la camilla.

Dos agentes lo agarraron y lo apartaron del lugar, pero no antes de que pudiera ver la sangre, no antes de que pudiera contemplar el rostro aterrorizado de la víctima.

Eran el rostro y la sangre de su madre.

De forma inconsciente dejó escapar un grito. Su madre había muerto, asesinada. Se inclinó y vomitó sobre los limpios zapatos negros del agente con rostro de niño.

Capítulo 7

Santos estaba sentado en la sala de espera de la brigada de homicidios, mirando el suelo de linóleo. No había imaginado nunca que pudiera sentir un dolor tan terrible.