Prólogo

Vacherie, Luisiana 1959

Hope Pierron estaba sentada frente a la ventana de su dormitorio, en el tercer piso, mirando el río Misisipi. Sonrió para sus adentros. La ansiedad la carcomía, pero consiguió controlarla con firme determinación. Había esperado toda la vida a que llegara aquel día. Y ahora que había llegado, no se traicionaría aparentando ansia alguna.

Apretó una mano contra el cristal, que había calentado la luz del sol. Deseó poder romperlo y volar hacia la libertad. A lo largo de los catorce años que había pasado entre las rojas paredes de aquel edificio, no había dejado de desear lo mismo: ser un pájaro para poder salir volando por la ventana.

Sin embargo, ya no necesitaría alas para ser libre. Podría escapar de aquella casa. Podría librarse de su madre y de todas las personas que había conocido.

Aquel día, volvería a nacer.

Hope cerró los ojos. Intentó pensar en el futuro, pero en lugar de eso revivió su pasado y aquella horrible casa. La mansión Pierron se encontraba en River Road desde 1917, y formaba parte de la cultura del sur de Luisiana. Habían terminado de construirla poco antes de la muerte de Storyville, cuando su abuela Camelia, la primera «madame» Pierron, decidió llevarse a la casa a su hija y a sus chicas.

Sorprendentemente nadie puso el grito en el cielo, ni si quiera cuando los caballeros empezaron a llegar. Tras muchos años la casa y las actividades que en ella se desarrollaban habían terminado por aceptarse tal y como se aceptaba el calor y los mosquitos de agosto.

A Hope no le extrañaba nada aquella situación. No en vano se encontraban en Luisiana, un lugar donde se apreciaba la comida, la bebida y los placeres. Los habitantes de Luisiana sabían disfrutar y sufrir al mismo tiempo. Y en cierto modo, la mansión Pierron representaba ambos extremos.

El edificio era una maravilla arquitectónica con veintiocho columnas dóricas, que evocaban la Grecia clásica. Cuando el sol de la tarde lo iluminaba, brillaba con un halo blanco. Sin embargo, la mansión adquiría un aspecto mucho menos virginal cuando caía la noche; adquiría nueva vida con la música de hombres como Jelly Rofi Morton y Tony Jackson, y se llenaba con las risas de los clientes que querían probar la fruta prohibida y las de las profesionales que la vendían.

Había pasado todas las noches de su vida escuchando aquellas risas y contemplando a las chicas que trabajaban para su madre mientras subían con los clientes por la escalera. Aquellos escalones, cubiertos con una alfombra roja, llevaban a los seis grandes dormitorios del segundo piso; todos estaban decorados con sedas y brocados, y en todos ellos había una cama diseñada para que los hombres se sintieran reyes durante una noche. Reyes, o dioses.

Hope siempre había sabido lo que sucedía en aquellos dormitorios. Como había sabido, hasta donde alcanzaba su memoria, que era la hija de una «madame», de una prostituta.

Más de una vez había contemplado desde algún escondrijo las cosas que hacían las chicas y los clientes de la casa. Y en alguna ocasión las imágenes la habían impactado tanto como para acabar abrazada a sí misma, casi sin aliento, atenazada por el miedo.

Tras espiar a hurtadillas, casi siempre se sentía culpable y avergonzada. Hope había recibido una educación muy religiosa, y pensaba que la manera que tenía de tocarse a sí misma, y las cosas que observaba, eran pecado. Cuando daba clase de religión, los niños evitaban sentarse a su lado. Pero había aprendido que fuera de la iglesia tales comportamientos eran aplaudidos o comprendidos, especialmente por los hombres que visitaban la casa por las noches, los hombres que evitaban mirarla cuando se cruzaba con ellos.

Hope oyó un sonido que procedía de las escaleras, de modo que se apartó de la ventana y miró hacia la puerta. Un segundo más tarde, apareció su madre.

Lily Pierron era una mujer muy hermosa, como todas las mujeres de la familia. Ni su rostro ni su figura habían envejecido con los años. Aún tenía el mismo cabello negro azulado de su juventud. Y las chicas que trabajaban para su madre, por envidia, la acusaban a sus espaldas de haber hecho un pacto con el diablo para conservar la belleza. Hasta decían que todas las Pierron lo habían hecho.

Todas, excepto Hope. Hope no era ni mucho menos tan bella como su madre. Su cabello no era negro, sino castaño oscuro; sus ojos azules no eran brillantes, sino apagados; sus rasgos no eran suaves, sino duros. E intentaba contentarse diciéndose que su falta de belleza se debía a que el pecado no la había mancillado.

– Hola, mamá -murmuró con una sonrisa triste.

La mujer devolvió la melancólica sonrisa y dio un paso adelante.

– Has crecido tanto que durante un momento ni siquiera te he reconocido.

El corazón de Hope empezó a latir más deprisa.

– Soy yo, mamá.

Su madre rió con suavidad y movió la cabeza en gesto negativo.

– Lo sé, lo sé. Pero el tiempo pasa tan deprisa.., me parece que hasta ayer sólo eras un bebé.

– A mí también, mamá.

Lily caminó hacia la cama, sobre la que descansaba una maleta abierta. Hope notó su pesadumbre y se preguntó qué habría dicho su madre de haber sabido que su única hija planeaba no volver a verla de nuevo.

– ¿Es la última maleta? -preguntó Lily-. El coche llegará en cualquier momento.

– Sí, ya he bajado las otras.

Lily guardó las últimas cosas, con mucho cuidado, y después cerró la maleta.

– Bueno, ya está -dijo, con la voz rota-. Ya puedes marcharte.

Hope tuvo que hacer un esfuerzo para caminar hacia su madre. Tomó una de las manos de Lily y se la llevó a la mejilla.

– No te preocupes, mamá. Menfis no está tan lejos.

– Lo sé, pero… ¿Cómo voy a arreglármelas sin ti? Eres lo único bueno que ha existido en mi vida, Te voy a echar mucho de menos.

Hope abrazó a su madre y apoyó la cabeza en su hombro.

– Yo también te echaré de menos. Tal vez no debería… tal vez debería quedarme contigo y ayudarte a…

– No, nunca. No quiero que acabes como yo. No lo permitiré, ¿me oyes? Quiero que vivas tu vida, que aproveches la oportunidad de escapar. Siempre fuiste mi esperanza. No puedes quedarte aquí.

– Haré que te sientas orgullosa de mí, mamá -sonrió-. Espera y verás.

– Sé que lo harás -declaró, mientras la soltaba-. Todo está preparado ya, y te esperan en la academia de St Mary. Y recuerda que eres de Meridian, de Misisipi. La hija única de unos padres ricos.

– Qué están de viaje, sí, ya lo sé -dijo, súbitamente nerviosa-. ¿Pero qué ocurriría si alguien descubre la verdad? ¿Qué pasaría si alguna de mis compañeras de clase fuera de Meridian?

– Nadie descubrirá la verdad. Mi amigo se ha encargado de todo. Te aseguro que no todas las chicas de Misisipi van al colegio. Hasta la directora cree que te llamas Hope Penelope Perkins. No pondrán en duda tu historia. ¿Te sientes mejor ahora?

Hope observó a su madre y asintió tras unos segundos. Supuso que el amigo de su madre debía ser el gobernador de Tennessee. Se conocían desde hacía muchos años, y Lily conocía muchos de sus más ocultos secretos; estaba dispuesta a llevárselos a la tumba, y tal lealtad se pagaba de vez en cuando en forma de favores.

El sonido de una bocina rompió el silencio de la tarde.

Hope corrió hacia la ventana, nerviosa. Tres pisos más abajo esperaba el coche que iba al aeropuerto, mientras Tom, el mayordomo, ayudaba al chófer a cargar las maletas.

Lily la siguió a la ventana.

– Ya es la hora. No sé cómo voy a soportar estar tan lejos de ti.

Hope respiró profundamente. La dominaba una intensa alegría. Estaba a punto de ser libre. Unos minutos más y no tendría que volver a ver a su madre, ni aquella casa. Tuvo que contenerse para no reír.

Su madre suspiró, ajena a los pensamientos de su hija, y dio un paso atrás.

– Será mejor que nos vayamos.

– Sí, mamá.

Hope tomó la maleta y acompañó a su madre escaleras abajo. Las chicas estaban esperando en el recibidor para despedirse. Todas abrazaron a la niña, la besaron, y le hicieron prometer que escribiría pronto.

La más joven de todas, una adolescente no mucho mayor que Hope, le dio una manzana, tan roja como apetecible.

– Toma -dijo, con los ojos llenos de lágrimas-. Por si tienes hambre más tarde.

Hope aceptó el ofrecimiento de la joven como si al hacerlo estuviera recibiendo el fruto prohibido, como si quemara en sus manos. Quiso salir corriendo, pero se obligó a mirarla a los ojos.

– Muchas gracias, Georgie. Es todo un detalle por tu parte.

Hope salió al exterior, con su madre al lado. La brisa del río era húmeda y cálida. Tenía la impresión de que la estaba limpiando de aquella casa y de su propia historia.

Su madre la abrazó y dijo, emocionada:

– Mi niña, te voy a echar tanto de menos…

Hope estuvo a punto de apartarse de ella y salir corriendo hacia el coche. Pero permitió que su madre la besara por última vez, no sin antes prometerse que no volvería a permitir tan «vil» contacto. El contacto del «pecado».

El conductor se aclaró la garganta y Hope se apartó al fin de su madre.

– Tengo que marcharme, mamá.

– Lo sé -dijo, entre lágrimas-. Llámame cuando llegues.

– Lo haré -mintió-. Lo prometo.

La niña empezó a caminar hacia el vehículo, contando los pasos que daba. Y con cada paso, tenía la impresión de que se alejaba un poco más de todo aquello. El chófer abrió la puerta para que pudiera entrar. Hope se detuvo un momento y se dio la vuelta para contemplar por última vez la mansión y ver a su madre y a las chicas que se agolpaban en el umbral de la casa. Satisfecha, sonrió.

Aquel día abandonaba por fin la «oscuridad» para volver a nacer con el nombre de Hope Penelope Perkins. Dejó caer la manzana al suelo y acto seguido entró en el coche.