LIBRO 2
Capítulo 4
Nueva Orleans, Luisiana 1979
A Víctor Santos le gustaba vivir en aquella casa del barrio francés de Nueva Orleans. Hasta entonces no había vivido en ningún sitio parecido. Las calles estaban llenas de vida, día y noche, y siempre había algo que hacer. A sus quince años de edad le agradaban los sonidos y los olores; le gustaban las hermosas fachadas de los viejos edificios, siempre mojados, los ocultos jardines y los balcones de hierro forjado.
Pero lo que más le gustaba era la gente. En el barrio francés se mezclaban todas las razas, y había todo tipo de personas, buenas y malas. Hasta le gustaba el ambiente nocturno de Bourbon Street, siempre repleta con personas dispuestas a divertirse o simples curiosos.
Los consejeros del colegio siempre estaban diciendo a su madre que el barrio francés era mal sitio para que creciera, porque supuestamente no era un buen barrio. Eran individuos bastante reaccionarios, que no habrían opinado mejor de su madre de haber sabido que no era camarera, tal y como decía, sino bailarina de danzas exóticas.
Pero Santos, al que todo el mundo llamaba así excepto su madre, sabía que sólo eran unos cretinos. Como sabía que cualquiera de las personas que habitaban aquel barrio tenía más corazón que los cerdos como su padre. A su corta edad ya sabía que las personas que no tenían nada, las que habían sufrido los rigores de la pobreza, eran mucho mejores. Ni siquiera tenían tiempo para odiar.
Santos cruzó Bourbon Street y saludó a Bubba, el chico que trabajaba como portero del Club 69, el local donde actuaba su madre por las noches.
– Hola, Santos, ¿quieres un cigarrillo?
– Deberías dejar de fumar, hombre. Tanto tabaco va a matarte.
El hombre se despidió amistosamente de Santos y se volvió hacia un par de turistas que dudaban en la puerta del club.
Víctor continuó calle abajo y decidió torcer por St Peter, para tardar menos. Le había prometido a su madre que compraría un par de bocadillos de vuelta a casa. Al pensar en ellos, se le hizo la boca agua y aceleró el paso, aunque no demasiado. Agosto en Nueva Orleans no era buena época para apresurarse. El sol estaba a punto de ocultarse, pero aún hacía tanto calor como para freír un huevo en la acera. Calor que empeoraba con la alta humedad ambiental. La semana anterior, un caballo que tiraba de una de las calesas para turistas se había muerto en mitad de la calle, víctima de las elevadas temperaturas.
– Eh, Santos -dijo una mujer a su espalda-, ¿adónde vas tan deprisa?
Víctor se detuvo, se dio la vuelta y sonrió.
– Hola, Sugar. Voy al mercado de camino a casa. Mi madre me está esperando.
Sugar había bailado con su madre en el club hasta seis meses atrás. Por desgracia, su marido la había abandonado dejándola sola con tres niños, y su situación económica era tan lamentable que no había tenido más opción que empezar a trabajarse la calle todo el día.
– Seguro que vas a comprar un par de bocadillos. A tu madre le gustan mucho, e imagino que a ti también. Ya eres todo un hombre -rió-. Dale saludos de mi parte a tu madre. Y dile que las cosas me van bastante bien.
– Lo haré. Se alegrará de saberlo.
Santos la observó mientras se alejaba. Sugar era un claro ejemplo de lo que los tutores del colegio denominaban «malas influencias». En cambio, él opinaba que se limitaba a hacer lo único que podía para sacar adelante a su familia. La vida podía ser terrible en ocasiones. Había que elegir entre comer o morirse de hambre.
Con todo, sabía que en el barrio había unas cuantas persona poco recomendables. Como en todas partes. Tal y como lo veía, el mundo se dividía en tres tipos de personas: los que tenían, los que no tenían, y los que querían tener. Una simple cuestión económica, nada más. Los que tenían actuaban con indiferencia, y en términos personales no había que preocuparse demasiado por ellos salvo en el caso de que uno de los otros dos grupos se interpusiera en su camino. Los peores de todos eran los que quería tener. Procedían de cualquier clase social, y eran capaces de hacer cualquier cosa por dinero o poder. Santos se sabía un chico muy inteligente, que había aprendido muchas cosas en su corta vida. Su padre había sido un típico miembro del grupo de los que querían tener, siempre dispuesto a pasar por encima de alguien, a levantar su puño contra el más débil o el más pequeño. Eso hacía que se sintiera todo un hombre.
Al pensar en él, hizo una mueca de desagrado. Sólo tenía malos recuerdos de Samuel «Willy» Smith. Se creía tan importante que se había negado a darle su apellido. Decía que tanto su madre como él eran unos miserables. El día que el sheriff los informó de que le habían cortado el cuello en una pelea, Santos se sintió aliviado. Sin embargo, no dejaba de preguntarse por él de vez en cuando. No entendía qué lo había empujado a desperdiciar su vida convirtiéndolo en un infierno para todos.
Santos entró en la tienda. El aire acondicionado del interior resultaba muy agradable. Compró los bocadillos y unos refrescos, y diez minutos más tarde se encontraba de nuevo en la calle.
En cuanto llegó al edificio en el que vivían, subió el tramo de escaleras y entró en la casa.
– Mamá, ya estoy aquí.
Su madre salió del dormitorio con un cepillo en la mano. Llevaba cubierto el rostro por la capa de maquillaje que usaba para trabajar. En cierta ocasión le había explicado que se maquillaba tanto porque de ese modo tenía la impresión de que era otra la que estaba bailando en el escenario. Por otra parte, a los hombres que visitaban aquel tipo de locales les gustaba que tuviera aspecto de prostituta barata. Formaba parte de la profesión. Santos lo encontraba humillante y deseaba que su madre no tuviera que trabajar en algo así.
– Hola, cariño, ¿qué tal te ha ido el día?
– Muy bien -contestó, mientras echaba la cadena de la puerta-. He traído unos bocadillos.
– Qué bien. Estoy hambrienta. Podemos comer en mi dormitorio, que es más fresco. Hoy hace un calor insoportable.
Víctor la siguió y ambos se sentaron en el suelo. Mientras comían, observó a su madre. Lucía Santos era una mujer preciosa, de ascendencia mexicana e india. De pelo y ojos oscuros, gozaba de unos pómulos altos y de un rostro que resultaba muy exótico en Estados Unidos. Más de una vez había observado cómo la miraban los hombres cuando salían los dos solos y se vestía normalmente, sin maquillaje, con unos simples vaqueros y una coleta de caballo.
Todo el mundo decía que había salido a ella, y tenían razón. Cada vez que se miraba en un espejo, daba las gracias por no parecerse nada a su padre.
– La señora Rosewood llamó hoy.
– Magnífico -se quejó Santos-. Justo lo que necesitábamos.
La señora Rosewood era una de las tutoras del colegio.
– Las clases empiezan la semana que viene. Necesitarás unas cuantas cosas.
Víctor sabía muy bien lo que aquello significaba. Una de esas noches llegaría a casa con algún «amigo». Estaban en la ruina, y su madre no tenía otra forma de conseguir el dinero suficiente para pagar sus estudios, sus libros y su ropa.
– No necesito nada.
– ¿De verdad? ¿Y qué hay del centímetro que has crecido desde el verano? ¿No crees que tu ropa te estará algo pequeña?
– No te preocupes por eso -contestó-. He ahorrado dinero gracias a mi trabajo. Yo me compraré mi ropa.
– Pero necesitas ir al dentista. Y la señora Rosewood dijo que con tus notas, deberías ir a…
– ¿Qué sabe ella? -protestó, furioso, mientras se levantaba-. ¿Por qué no nos deja en paz? Sólo es una vieja metomentodo.
Lucía frunció el ceño y se incorporó a su vez.
– ¿Qué ocurre, Víctor?
– El colegio es una pérdida de tiempo. No entiendo por qué razón no puedo abandonarlo.
– No lo harás mientras yo esté viva -entrecerró los ojos, con expresión fiera-. Tienes que estudiar si quieres salir alguna vez de esta situación. Si dejas los estudios acabarás como tu padre, y creo que no te gustaría.
Víctor apretó los puños.
– Mamá, te has excedido un poco. Sabes muy bien que no soy como él.
– En tal caso, demuéstralo. Quédate en el colegio.
– Por mi aspecto, cualquiera creería que soy mayor de edad. Podría dejar los estudios y conseguir un trabajo a tiempo completo. Necesitamos el dinero.
– No lo necesitamos.
– Ya.
Lucía se ruborizó ante su sarcasmo.
– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es que hay algo que quieras que no tengas?
Víctor no contestó. Se limitó a mirar al suelo, a los restos de los bocadillos que descansaban en el interior de una bolsa. Se sentía frustrado y enfadado por tener que vivir de aquel modo.
– ¿Es que quieres un equipo de música caro? ¿O tal vez unos vaqueros de marca, o una televisión en tu dormitorio?
Víctor levantó la cabeza y la miró.
– Tal vez sólo quiera una madre que no deba recurrir a ciertos extremos cada vez que tiene que comprar unos vaqueros a su hijo o llevarlo al médico.
Lucía retrocedió, pálida, como si la hubiera abofeteado.
– Lo siento, mamá, no debí decir eso -se excusó Víctor.
Su madre dio otro paso atrás, intentando recobrar la compostura.
– ¿Cómo lo has sabido?
Santos se arrepintió de haber sacado aquella conversación.
– Mamá, por favor, no soy ciego. Ya no soy ningún niño. Lo sé desde hace mucho tiempo.
– Entiendo.
Lucía lo miró durante unos segundos antes de dirigirse a la ventana. Pero no dijo nada en absoluto. Al cabo de un rato, Víctor se dirigió hacia ella maldiciéndose por no haber cerrado la boca a tiempo.
– ¿Qué esperabas, mamá? Cada vez que necesito algo, apareces con un «amigo» que se queda una hora o dos y que no vuelve a aparecer.
Su madre inclinó la cabeza.
– Lo siento, hijo.
Víctor la abrazó y apretó la cara contra su cabello. Olía muy bien, pero cuando regresara del trabajo, aquella noche, apestaría al tabaco de los hombres que se metían con ella.
– ¿Por qué lo sientes?
– Por ser una.., prostituta. Debes pensar que…
– ¡No es cierto! Eres la mejor de las madres -espetó, con voz rota-. No estoy avergonzado de ti, aunque odio que te veas obligada a hacer algo así. Después estás siempre tan triste, han hundida… Pero, sobre todo, odio que lo hagas por mí. Odio ser la razón por la que te entregas a esos tipos.
– Lo siento, hijo mío. No quería que lo supieras. Esta no es la vida que quería que tuvieras. Ni yo soy la madre que mereces.