– Claro que lo has hecho. Estar aquí. Quiero que te marches.

– Me marcharé, pero antes debes contestar a unas preguntas.

– Ya he contestado todo tipo de preguntas. No vi nada.

– ¿Ah, no? Aquí dice que viste que tu amiga Billie estaba con alguien a eso de las dos de la mañana. Y también dice que viste al mismo tipo dos horas más tarde.

– No es cierto.

Jackson regresó con el tabaco y los refrescos. Dejó los cigarrillos sobre la mesa. La mujer miró el paquete y se acercó para recogerlo. Le temblaban las manos, pero al final consiguió encender uno.

Santos decidió dejarla tranquila unos segundos antes de continuar.

– ¿Y qué razón tendría para mentir el agente que te tomó declaración, Tina?

– ¿Cómo puedo saberlo? Sólo soy una prostituta -dijo-. Además, todos los policías mienten.

Resultaba evidente que la chica no solamente odiaba a los policías, sino que también lo odiaba a él. Santos miró a Jackson. Su compañero también lo notaba.

– ¿Tomas drogas, Tina?

– Estoy limpia. No puedes encerrarme aquí. No vi nada.

– Estás mintiendo. Por alguna razón. Tal vez tengas miedo.

– Demuéstralo -apagó el cigarrillo en el cenicero-. ¿Puedo marcharme ya?

– Queremos ayudarte -declaró Santos, observándola-. Una chica ha muerto. Una amiga tuya. Y tú puedes ayudarnos a atrapar al canalla que la mató.

– Ya he dicho que no sé nada. Por otra parte sé algo de leyes. Lo suficiente como para saber que no puedes encerrarme.

– ¿Es que no lo entiendes? Tú puedes ser la siguiente. Si ese tipo te vio no se detendrá hasta eliminarte. Con nosotros estarás a salvo.

– ¿Vais a protegerme? -preguntó-. Qué gracioso. Sólo soy una prostituta. Queréis que hable, pero luego me dejaréis en la calle, tirada. No os importa nada lo que pueda sucederme.

– Eso no es cierto. No quiero que muera otra chica. No quiero que mueras.

– Me arriesgaré.

– Mira, Tina, hablemos un rato sobre cualquier cosa. Conozcámonos un poco mejor. Y luego, si hay algo que desees…

– No me recuerdas, ¿verdad? -preguntó la mujer-. Ni siquiera me recuerdas. De todas formas no esperaba otra cosa. Me olvidaste en el preciso momento en que te marchaste.

– ¿Nos conocemos? -preguntó extrañado-. Lo siento, pero no te recuerdo. He conocido a muchas chicas y…

Tina rió con tristeza.

– Entonces no era prostituta. Ni tú eras policía.

Santos la observó con atención, pero no observó nada familiar en su rostro.

– ¿Por qué no me refrescas la memoria?

– Me llamo Tina. Piénsalo. ¿No te dice nada mi nombre?

La mujer recogió su bolso, se lo puso al hombro y caminó hacia la puerta, donde se detuvo.

Santos se quedó en silencio. Pero acto seguido lo recordó. Recordó a cierta chica a la que había conocido en el colegio abandonado de Esplanade. No podía creer que aquella mujer fuera la misma niña que había conocido, la misma criatura vulnerable y sola. Recordó sus lágrimas, sus besos, el terror que sentía al encontrarse desamparada, en la calle. Y recordó también la promesa rota. La promesa de que volvería al día siguiente.

Sin embargo las circunstancias habían impedido que fuera fiel a su palabra. Veinte minutos más tarde se derrumbó su mundo y no fue capaz de pensar en nada salvo en lo que había perdido.

Miró a Tina, embargado por una profunda tristeza. El había sido mucho más afortunado que ella.

– Ya veo que te has acordado -espetó-. No cumpliste tu promesa, maldito cerdo. Y yo te esperé. Esperé tanto tiempo…

No terminó la frase. Abrió la puerta y salió de la habitación.

Jackson se levantó como empujado por un resorte.

– Iré a buscarla.

– No, déjala. Sabemos dónde encontrarla.

– Una chica encantadora -comentó Jackson, irónico.

– Lo fue, no te quepa duda -declaró Santos con amargura-. Hace mucho tiempo fue una chica maravillosa.

Capítulo 52

La agente que se encontraba en el mostrador del vestíbulo acompañó a Liz al tercer piso del edificio, donde se encontraba la brigada de homicidios. Liz sonrió e intercambió unas cuantas palabras con la mujer policía antes de dirigirse al escritorio de Santos, que se encontraba al fondo de una enorme sala. Mientras pasaba ante las mesas varios agentes sonrieron y la saludaron. Liz devolvió los saludos intentando controlar su nerviosismo, con la extraña sensación de que algo iba mal.

No había visto a Santos desde el funeral, aunque lo había llamado por teléfono varias veces. Parecía distante, preocupado. Tenía la impresión de que no quería hablar con ella, impresión acentuada por el hecho de que siempre decía que no tenía tiempo.

No obstante, prefería pensar que seguramente estaría preocupado por el asunto del asesino de Blancanieves. Al menos, era su excusa preferida.

Frunció el ceño. Santos estaba pasando por un mal momento. Lily era su única familia, y al perderla se había quedado solo. No resultaba extraño que quisiera centrarse en su trabajo.

Apretó los dedos sobre la cestita de picnic que llevaba consigo. Santos no comprendía que ella podía llenar el vacío que había dejado Lily al morir. No entendía que podía realizarse de nuevo con una familia. No entendía que la necesitaba.

Lo encontró sentado junto a su escritorio, hablando por teléfono. Jackson se encontraba ante él, con expresión seria.

Automáticamente su corazón empezó a latir más deprisa. Siempre que lo veía ocurría lo mismo. Lo amaba con todo su corazón.

Jackson fue el primero en advertir su presencia. Acto seguido, Santos levantó la mirada. Durante un segundo pareció acorralado, como un animal que contemplara impotente el coche que estuviera a punto de atropellarlo.

– Hola -sonrió de manera forzada-. Pensé que tendríais hambre.

Santos se levantó para saludarla, pero no la besó. Ni siquiera la miró a los ojos.

– Muchas gracias, Liz. Es todo un detalle.

Liz dejó la cesta sobre la mesa y se volvió hacia Jackson, desesperada. Pero a pesar de todo sonrió.

– Sé que no coméis muy bien cuando estáis ocupados con un caso.

– Es por culpa del maníaco con el que trabajo -rió Jackson-. Trabaja veinticuatro horas al día y se alimenta de café.

– Hablando de trabajo -intervino Santos-, siento que no llamaras por teléfono, Liz. No has venido en un buen momento.

Jackson miró a su compañero, sorprendido. Tanto él como Liz habían comprendido perfectamente el sentido de aquellas palabras.

– Tengo que hacer una llamada -se excusó el detective-. Me he alegrado mucho de verte de nuevo, Liz. Gracias por la comida. Ya hablaremos más tarde.

Liz se despidió de Jackson, pero tuvo la sensación de que no volvería a verlo.

– ¿Qué sucede?

– Tenemos que hablar. Quería llamarte, pero éste no es ni el lugar ni el momento más adecuado.

Liz lo miró, pálida. Una vez más, Glory se interponía en su camino. No podía tratarse de otra cosa.

– Maldito canalla. Te acostaste con ella, ¿verdad?

Santos la miró con expresión tan culpable que casi parecía cómico. Por desgracia, no había nada gracioso en ello.

– Vamos a algún lugar donde podamos hablar en privado.

– Te acostaste con ella, ¿verdad, Santos? -preguntó, elevando el tono de voz-. Dime que no lo hiciste. Dímelo.

– No puedo, y lo siento. No quería hacerte daño.

– Dios mío… Después de todo lo que nos hizo. ¿Cómo has podido?

– No quería hacerlo, no lo planeé así -bajó la voz-. Pero ocurrió.

– ¿Y se supone que debo sentirme mejor por eso? -preguntó entre lágrimas-. ¿Crees que me tranquiliza que no lo hicieras empujado por una irresistible pasión?

Santos intentó tomarla del brazo, pero Liz no lo permitió.

– Lo siento.

– Sí, claro. ¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿O es que estabas pensando en acostarte con las dos?

Santos miró a su alrededor, incómodo.

– Este no es el lugar más adecuado para una discusión. Por favor, vayamos a otro sitio.

– ¿Para qué, para que intentes explicarte? ¿Para intentar que me sienta mejor? Olvídalo.

– No quería hacerte daño. Por Dios, es lo último que querría hacer. Como he dicho antes, no sé lo que ocurrió. Pero ocurrió.

– Y supongo que ahora vas a decir que todo fue un error. Supongo que vas a pedirme perdón, que vas a insistir en que las cosas pueden seguir como antes.

Liz no pudo negar la llama de esperanza que aún vivía en su interior. En el fondo estaba dispuesta a perdonarlo por mucho dolor que le hubiera causado.

Pero Santos no dijo nada. Su silencio fue muy clarificador. Liz se sintió completamente ridícula. Se había expuesto de forma innecesaria con aquellas palabras.

– No debí confiar en ti. No debí creerte cuando dijiste que no la querías.

– No la quiero. Pero ahora me doy cuenta de que tú y yo no tenemos ningún futuro. Y no sería justo contigo si te engañara.

El odio que sentía hacia Glory Saint Germaine se incrementó. Le había robado la oportunidad de estudiar y ahora le robaba al hombre que amaba. Si seguía así terminaría arreglándoselas para quitarle también el restaurante y el aire que respiraba.

Santos pareció leer sus pensamientos. La tomó del brazo y la obligó, cariñosamente, a mirarlo.

– No tiene nada que ver con ella. Es algo sobre nosotros, sobre lo que sentimos el uno por el otro.

Liz hizo un esfuerzo para no llorar, para no humillarse aún más.

– Bueno, supongo que no puedes ser más claro de lo que eres.

– Lo siento, Liz. Me gustaría que pudiéramos seguir siendo amigos…

– No digas eso, por favor. Te quiero tanto que querría estar siempre a tu lado y… Duele más de lo que puedo soportar.

– Liz, lo siento tanto…

– Ya te has disculpado, Santos. Pero si realmente lo sintieras no te habrías acostado con ella, en primer lugar. No lo habrías hecho de haber sido cierto todo lo que dijiste sobre Glory y sobre tus sentimientos. Pero eran mentiras, ¿no es verdad? Todo lo que me dijiste era mentira.

– No -negó con la cabeza-. No te he mentido nunca.

– No. Hiciste algo más peligroso. Te mentiste a ti mismo. No quiero volver a hablar contigo. No quiero volver a verte. Y te aseguro que no os perdonaré a ninguno de los dos por lo que habéis hecho. En toda mi vida.

Capítulo 53

En los últimos días de su vida, Lily había cambiado su testamento. Por irónico que fuera había dejado la casa de River Road a Glory y todo lo demás a Santos. Y el anuncio oficial supuso un verdadero golpe para el detective. No pensaba que mereciera la casa, ni le preocupaba en modo alguno lo que valiera. Pero la amaba.