Capítulo 22
Rowan lamentaba no saber manejar las relaciones con los demás. Se había enfadado con John por lo de la casa de seguridad, pero entendía la necesidad de mudarse. Intentó explicarlo en el coche, pero los resultados no fueron excesivamente halagüeños.
Él no había intentado ir a su habitación la noche anterior.
Desde luego, estaba en actitud de vigilancia permanente, y cada hora salía de la cabaña para merodear como un gato por el bosque durante unos diez minutos antes de volver.
Ella le pidió acompañarlo y él le respondió con un escueto «No».
Sin embargo, ahora Rowan estaba a punto de volverse loca de desasosiego, y era evidente que a John le pasaba lo mismo. Ella escribía. John se paseaba de arriba abajo. Ella miraba por la ventana. John inspeccionaba el perímetro. Ella limpiaba las armas. John se paseaba de arriba abajo.
Quinn los había visitado aquella mañana sin novedades. Bobby no había aparecido pero el señuelo estaba en la casa.
Al final, Rowan estaba harta.
– Salgamos a hacer footing .
– No podemos salir.
– Hemos estado encerrados en esta maldita cabaña todo el día. Nos queda al menos una hora de luz y salir a correr nos irá bien a los dos. Además, estás comenzando a gastar la madera del pobre suelo.
John frunció el ceño, a todas luces contrariado por su propuesta.
– De acuerdo -dijo, con un bufido-. Iremos. Pero yo mando.
– Desde luego que tú mandas -murmuró Rowan, irritada.
Se pusieron la ropa adecuada y zapatillas deportivas. En la costa, hacía frío por la noche. John volvió a comprobar el perímetro -una vez más- y llevó consigo un mapa. La playa quedaba a medio kilómetro por el bosque. Él iba por delante, y se le veía muy tenso. Rowan reprimió el impulso de hacerle un masaje en los hombros. Seguro que estaban demasiado tensos y duros como una piedra.
No estar en medio de la acción le hacía tanto daño a él como a ella. El sacrificio que había hecho para protegerla la turbaba y, a la vez, la consolaba. Rowan no quería pensar que ella le importaba a él. Al fin y al cabo, con la muerte de Michael en su conciencia y la realidad de que cuando todo acabara dejarían de estar juntos, apenas se atrevía a pensar que entre ellos hubiera algo más que deseo físico.
La noche anterior, antes de que consiguiera dormirse, sola, no pudo dejar de pensar en lo que podría haber sucedido si a Michael no lo hubieran matado. Si Bobby no la persiguiera. Si ella estuviera segura de su propia cordura.
John Flynn era un hombre al que podía amar.
Pero el amor no era para gente como ella. John le había ayudado a armar las piezas de una vida rota años atrás, pero ahora ella podía seguir sola. Y, al hacerlo, reconocía que no era una mujer entera, que volver a sentirse una mujer entera, una mujer atractiva y digna de confianza, le costaría mucho más que sólo aceptar el pasado y centrarse en el futuro.
Nunca olvidaría lo que John había hecho por ella.
Caminaron hasta la costa y se detuvieron en el borde de un barranco. La playa parecía desierta y limpia. Serena. El océano aquí era más agitado que en Malibú y las olas rompían con fuerza contra la arena húmeda y pedregosa, reclamando violentamente la tierra firme. Caminaron al borde del barranco hasta encontrar una bajada practicable y luego, sin hablar, echaron a correr.
Rowan respiró el aire frío y húmedo. La espuma de las olas rompiendo en la orilla le acariciaba la piel y la sensación le daba energías. Estaba viva. Libre. Sentía el corazón más ligero, algo que le debía a John. Él no podría entender ni reconocer la transformación sufrida en los últimos días. Volver a vivir los asesinatos, volver a sentir a Dani nuevamente en sus brazos, aunque no fuera más que en su recuerdo. Sus deseos de enfrentarse a Bobby. La confluencia de todo aquello liberaba su alma.
Había escrito más en los últimos dos días que en meses. Setenta páginas, y le quedaban más en el tintero.
Se sentía culpable por su entusiasmo. Michael había muerto. Ella quería venganza, justicia y, por primera vez, creía de verdad que así sería. Bobby no se saldría con la suya. Sería castigado; la pena de muerte existía tanto en Colorado como en California, y él se pudriría durante diez años en una celda de tres metros por tres hasta que finalmente se friera en la silla eléctrica.
Por primera vez en mucho tiempo, Rowan tenía esperanzas. No sólo en que la justicia encontraría su cauce sino en que ella volvería a ser una mujer entera. Volvería a estar sana.
No sabía cuánto habían corrido pero calculaba que serían unos cinco kilómetros cuando volvieron a la cuesta del barranco. Ella empezó a subir primero y John la siguió de cerca. El sol que se ponía llamó su atención y se giró.
– John -dijo con voz queda, señalando hacia el cielo con la cabeza.
Él se volvió y miró.
– Es hermoso -murmuró, y se giró para mirarla a ella-. Igual que tú.
A Rowan se le hizo un nudo en la garganta.
– John, yo…
Él le selló los labios con el dedo, la cogió por el brazo, la invitó a sentarse, y ella aceptó. Juntos miraron la puesta de sol. En realidad, era algo tan normal. ¿Por qué parecía tan extraño? ¿Tan diferente?
Porque ella no hacía cosas normales. Ella no llevaba una vida normal. No miraba las puestas de sol con el hombre que amaba. Con el hombre que estimaba, se corrigió.
Quería congelar aquel momento en el tiempo, cuando John la abrazó y la estrechó con fuerza. Rowan dejó escapar un suspiro y apoyó la cabeza en su hombro. Aquel afecto sosegado era algo que nunca había tenido. Pero podía vivir con él. Para siempre.
– Atraparán a Bobby -dijo John, con voz suave, cuando el sol comenzó su descenso y pareció hundirse en el océano.
– Lo sé.
– Lo correcto es que tu estés aquí segura. Ya sé que te desespera no formar parte del operativo, y lamento no haber sido más discreto en mi manera de decírtelo.
Él se preocupaba por sus sentimientos a pesar de que ella había actuado de manera tan irresponsable.
– Nada de disculpas, John. Estoy bien.
– ¿Sí?
– Sí, estoy bien. Por primera vez en mucho tiempo.
Reconocer que no había estado bien en mucho tiempo era la parte más dura pero, una vez dicho, Rowan se sentía en paz.
John estaba inquieto a su lado. Ella lo miró. Lo vio fruncir el ceño ligeramente, con las cejas arrugadas en una profunda reflexión, y se preguntó qué le pasaría por la cabeza.
También sentía curiosidad por lo que Roger le había contado acerca del pasado de John, la operación de caza y captura que había fracasado.
– Roger me contó lo que ocurrió en Baton Rouge.
John se puso tenso.
– ¿Ah, sí?
– Roger estaba impresionado.
– Hay mucha gente que no piensa igual.
Ella suspiró, le miró la mano apoyada en la tierra y la cogió entre las suyas. Era un gesto inesperado. Rowan nunca se había considerado a sí misma una persona dispuesta a ofrecer consuelo.
– A mí me parece -dijo al cabo de un momento-, que tú arriesgaste tu propia vida para salvar la de tus compañeros. Al menos así me lo contó Roger.
Rowan hizo una pausa y lo miró.
– ¿Ese episodio tuvo algo que ver con tu decisión de dejar la DEA y empezar a trabajar por libre?
Él no habló durante un buen rato, y se quedó mirando el sol en el horizonte y el despliegue de vivos colores que teñían el cielo.
– Alguien tenía que hacerlo.
Rowan tenía muchas preguntas, pero guardó silencio. Al cabo de un rato habló él, como pensando en voz alta.
– Yo formaba parte del círculo cerrado de Pomera. Tardé tres años en conseguirlo. Tres años en ganarme la confianza de su gente, en convertirme en un miembro del equipo. Tuve que violar muchas reglas para llegar hasta allí, y hacer cosas de las que no me siento demasiado orgulloso.
– Ya me lo imagino.
– ¿Te lo imaginas? -dijo John, con voz resentida-. ¿Mirar hacia otro lado mientras tus «compañeros» matan a gente inocente?
Rowan sabía que no estaba enfadado con ella sino consigo mismo.
– Hacemos lo que tenemos que hacer, John. A veces, el mal menor es nuestra única alternativa.
El silencio se hizo entre ellos y, mientras el sol desaparecía en el horizonte, el aire se volvió frío. Pero ellos se quedaron al borde del acantilado, y John tuvo la certeza de que Rowan entendía.
– Podía haberme cargado a Pomera en ese momento. Pero aquel día, en Baton Rouge, el llamado mal menor lo dejó escapar. Y nosotros perdimos ocho agentes, hombres y mujeres. -Nunca olvidaría el breve momento de indecisión, ni la culpa de que los dos minutos que había desperdiciado persiguiendo a Pomera fueran dos minutos robados al auxilio de sus colegas.
Nunca se había dejado de sentir culpable. Nunca sabría si habría conseguido salvar a más hombres.
– Se habrían perdido muchas más vidas si no hubieras desactivado esas bombas -dijo Rowan.
– Quizás habrían muerto menos personas si yo no hubiera abandonado mi deber.
– No entiendo.
– Yo fui a por Pomera. Podría haberlo atrapado y salí persiguiéndolo, pero…
– Pero te lo pensaste dos veces y acabaste haciendo lo correcto.
Rowan le apretó la mano y lo obligó a mirarla.
No llevaba sus pequeñas gafas de sol, y la compasión y el amor que él vio en sus ojos azules y tormentosos le dijeron que Rowan sí entendía. A veces era imposible tomar ciertas decisiones. Algunas decisiones navegaban entre lo incorrecto y lo incorrecto, y la cosa no tenía ni puñetero remedio.
Sí, John había salvado vidas. Sin embargo, ¿cuántas vidas se habían perdido porque Pomera escapó aquel día? John nunca había estado tan cerca de atraparlo.
Dudaba demasiado a menudo que algún día volviera a estar igual de cerca.
– Sí, hice lo correcto -dijo con voz queda-. Pero tuve que abandonar. Había un topo en el operativo, alguien de confianza de mi jefe que lo protegió al muy cabrón. Murieron demasiadas personas, y «lo siento» no era suficiente para mí. Me harté de la estupidez burocrática, del despilfarro, de tener que caminar sobre tejados de vidrio intentando respetar las reglas.
Siguieron sentados en silencio, mientras John pensaba en las decisiones que había tenido que tomar. ¿Eran las decisiones correctas? No lo sabía. Pero, en ese momento, era lo más adecuado.
Como sucedía con las decisiones de Rowan.
Rowan pensaba en la última decisión que John había tomado.
– John, ¿te sientes bien? Quiero decir, por no estar presente cuando llegue el momento de atrapar a Bobby.