Él sonrió. Sadie tuvo un leve estremecimiento de miedo que le recorrió la espalda. Parpadeó, y cualquier intuición o percepción rara que había tenido se desvaneció.
Pasó por alto la regla número tres: siempre confía en tus intuiciones.
Le guiñó un ojo, se giró y entró en el cuarto de baño con un paso de vals.
Después de asearse, Sadie abrió el bolso para sacar el maquillaje y vio que en su teléfono móvil estaba encendida la luz intermitente de los mensajes. Normalmente, ignoraba los mensajes mientras trabajaba, pero en la pantalla vio el número de Bridget. Eran tres mensajes, y todos eran de ella. Sadie deseó que no hubiera ocurrido nada grave e introdujo su contraseña para escucharlos.
– Por favor, Sadie, por lo que más quieras, sal de ahí en cuanto puedas. No confío en ese tipo. Acabo de hablar con el juez y me ha dicho que no ha recomendado a nadie. Lamento no haberlo verificado antes, pero pensé que… es todo culpa mía. Estoy muy, muy preocupada… ¿Recuerdas esa advertencia de los polis de la que te hablé? -preguntó, sin aliento-. Dile que tu madre ha muerto y que tienes que irte y que le devolveremos el dinero, ¿vale? Por favor, llámame en cuanto puedas. Por favor.
Sadie sintió que se le desbocaba el corazón. Nunca había oído a Bridget tan asustada. A Bridget, la mujer con más clase, más tranquila y más correcta que conocía.
Miró a su alrededor. El cuarto de baño. No había salida. Estaba a punto de perder la calma y devolvió el teléfono al bolso con mano temblorosa. ¿Funcionaría la mentira? No veía otra salida. No podía llegar y salir sin más.
Pero él le había mentido acerca de Vern. Incluso habían hablado del juez durante la cena, y Barker se expresaba como si fueran grandes amigos. Eso exasperó a Sadie. Algunos hombres, como su padrastro y ese cabrón de Barker, creían que podían manipular a las mujeres para que hicieran lo que quisieran porque pensaban que las mujeres eran estúpidas.
Sadie era cualquier cosa menos estúpida.
Se armó de valor. Le diría al señor Barker, si así se llamaba, que la broma había acabado y que ella se marchaba. Abrió de un tirón la puerta del cuarto de baño, cruzó la habitación y se dirigió al salón de la suite.
– ¿Señor Barker? Lo siento, pero…
Una mano enorme le tapó la boca y ella se resistió.
– Has tardado demasiado hablando ahí dentro -le dijo al oído una voz grave y amenazante, una voz que no se parecía en nada al acento con que Barker le había hablado durante la noche.
Sadie luchó, consciente de que era muy posible que en ello le fuera la vida. El aviso acerca de un asesino en serie que andaba buscando prostitutas le vino a la cabeza como un vago recuerdo.
Nunca pensó que le ocurriría a ella.
Algunos de sus clientes se ponían un poco rudos, y ella no tenía reparos en recurrir a sus conocimientos en artes marciales para tenerlos a raya. Pero esto era diferente. Barker utilizaba la fuerza bruta, y lo hacía para anularla.
Sintió algo metálico que le rozaba la muñeca, y luego un «clic» cuando las esposas se cerraron. Sus instintos le hicieron ver una realidad pavorosa. ¡No! No podía dejar que la dominara.
Se resistió y luchó. Recordando su entrenamiento en defensa personal, utilizó la fuerza de él en su contra. Lanzó una patada hacia arriba y hacia atrás y, cuando le dio en los testículos, él aulló de dolor. La empujó contra el suelo. Al tropezar y caer, intentó incorporarse, pero él le propinó un puñetazo.
– ¡Puta! -exclamó, y volvió a pegarle.
Ella se retorció y él le cogió el brazo con la esposa colgando de la muñeca. Por el rabillo del ojo, Sadie vio la lámpara de pie. Intentó agarrarla y con los dedos rozó la base, pero no lo suficiente para cogerla.
¡Recuerda tu entrenamiento!
El entrenamiento. Sí. Con la mano que tenía libre, le buscó los ojos y le arañó el que tenía más a su alcance. Hundió los dedos en el borde inferior y tiró de él.
Él lanzó un grito y descargó el brazo libre para golpearla. La cabeza rebotó a un lado y Sadie supo enseguida que le había roto la nariz.
Le entró el pánico, pero también la furia. Aquel tipo era igual a su padrastro. Cualquier mujer que no se pusiera de rodillas para satisfacerle en lo que él quisiera era candidata a ser utilizada como punching ball .
Ella no iba a morir a manos de un cabrón enfermo que quería dominar a las mujeres. Con la mano derecha, de la cual colgaban las esposas, lo golpeó en un lado de la cabeza con el metal. Una y otra vez.
Su grito de dolor y rabia le dio más miedo que la amenaza. Aquel tipo no estaba bien de la cabeza. Sintió sus manos en la garganta, presionándole la tráquea con los pulgares.
Iba a matarla.
¡No! Sadie se resistía a morir. Levantó las manos por entre la uve que dibujaban sus brazos y volvió a buscarle los ojos. Se estaba ahogando y la visión empezaba a fallarle, pero se aferró a los pequeños huesos en el lado exterior de los ojos y apretó. No sabía si la maniobra funcionaría cuando el señor Wolfe se la había enseñado años atrás, pero sintió que los huesos crujían bajo sus dedos y no los soltó. Barker lanzó un grito de dolor, le soltó el cuello e intentó agarrarle las manos.
Ella volvió a usar las esposas como un látigo y le hizo un corte en la cara. Él aflojó justo lo necesario para que ella lanzara una patada y se retorciera para liberarse. No se preocupó por su bolso. Salió disparada hacia la puerta, la abrió de un tirón y corrió por el pasillo. No conseguía que de su garganta magullada escapara un grito.
Corrió hasta las escaleras por miedo a esperar el ascensor. Ignoraba si el tipo la perseguía, pero corrió por su vida y bajó diez plantas a toda velocidad. No paró hasta llegar al vestíbulo y acabar en los brazos de un sorprendido ayudante del director que justo pasaba por ahí.
– Dios mío, señorita, ¿qué ha ocurrido?
Con voz ronca y la sangre de la nariz rota obstruyéndole la garganta, balbuceó:
– El hombre… El hombre que me ha invitado ha tratado de matarme. -Dio el número de la habitación y el ayudante del director la condujo a un sofá en su despacho mientras llamaba a seguridad para que fueran a la habitación.
Quince minutos más tarde, fue él mismo quien le contó que el hombre había desaparecido.