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– -No lo sé.

Eché el cuerpo hacia adelante sobre la sucia mesa.

– -Eso no está bien, Bill. El asesinato de un consejero delegado contigo como cómplice podría acarrearte la pena de muerte. Aquí la fiscal la pide en todos los casos de homicidio. Tal vez quiere probar su masculinidad. ¿Entiendes lo que te digo?

Apagó el cigarrillo en el montón de colillas que colmaban el cenicero de latón.

– -Matar a ese consejero delegado no resolvería nada, diga lo que diga tu novia. Hay otros veinte candidatos para ocupar su cargo. Tienen los mismos coches, los mismos títulos universitarios; se hacen llamar directores generales. Eres lo bastante inteligente para saberlo, ¿verdad, Bill?

Asintió metiendo una uña mordisqueada entre las cenizas calientes.

– -Quiero que me prometas no hacer algo tan estúpido cuando yo te estoy representando. Mírame, Bill. Dime que no eres tan idiota.

Me miró a los ojos.

– No lo soy.

– Repítelo. «No soy tan idiota.»

– No soy tan idiota. -Esbozó una sonrisa y asomaron sus dientes amarillentos.

– Estupendo. Ahora vamos a ir a la sala de audiencias y vas a declararte culpable, ¿lo entiendes? Te están ofreciendo la mejor salida y vas a aceptarla.

– -No puedo, Eileen…

– -Olvídate de Eileen. Serías un idiota si haces lo que ella quiere. Te arrastrará con ella y tú eres mi cliente. Tú.eres quien me preocupa.

Meneó la cabeza y suspiró.

– ¿Tiene hijos, señora?

– Sí, Bill. Tengo uno. Tú.