Su mirada era casi indescifrable, pero al cabo de un momento empezó a sonreír, como de mala gana, como si tuviera que combatir consigo misma, y era la sonrisa hermosa de todas las mujeres de su familia. La miré, todavía incrédulo, y después la tomé en mis brazos y la besé con pasión.

– ¿Qué te creías? -murmuró en cuanto la solté un segundo-. ¿Qué te creías?

Nos quedamos allí largos minutos (habría podido ser una hora), y de repente retrocedió con un gemido y se llevó la mano al cuello.

– ¿Qué pasa? -pregunté enseguida.

Vaciló un momento.

– Mi herida -dijo poco a poco-. Se ha curado, pero a veces me da un pinchazo. Justo ahora estaba pensando… que tal vez no debería haberte tocado.

Intercambiamos una mirada.

– Déjame verla -dije-. Helen, déjame verla.

Se desanudó en silencio el pañuelo y alzó la barbilla a la luz de la farola. En la piel de su fuerte garganta vi dos marcas de color púrpura, casi cerradas del todo. Mis temores se aplacaron un poco. Estaba claro que no la habían vuelto a morder desde el primer ataque.

Me incliné y apoyé los labios sobre aquel punto.

– ¡No, Paul! -gritó, y retrocedió.

– Me da igual -dije-. Yo la curaré. -Escudriñé su rostro-. ¿O te he hecho daño?

– No, ha sido balsámico -admitió, pero apoyó la mano sobre las heridas, casi de manera protectora, y al cabo de un momento volvió a anudarse el pañuelo. Yo sabía que, aunque la contaminación hubiera sido leve, debía vigilar a Helen con más cautela que nunca. Busqué en mi bolsillo-. Tendríamos que haber hecho esto hace mucho tiempo. Quiero que lo lleves encima.

Era uno de los pequeños crucifijos que habíamos traído de la iglesia de Santa María. Lo ceñí alrededor de su cuello, para que colgara con discreción por debajo del pañuelo. Dio la impresión de que exhalaba un suspiro de alivio, y lo tocó con el dedo.

– No soy creyente, y no me parecía demasiado académico…

– Lo sé, pero ¿te acuerdas de aquel día en la iglesia de Santa María?

– ¿Santa María?

Frunció el ceño.

– Cerca de nuestra universidad. Cuando entraste para leer las cartas de Rossi conmigo, te mojaste la frente con agua bendita.

Pensó un momento. -Sí, lo hice, pero no por fe. Sentí añoranza de mi país. Paseamos lentamente por el puente y las calles oscuras sin tocarnos. Aún podía sentir sus brazos alrededor de mi cuerpo.

– Deja que te acompañe a tu habitación -susurré cuando vimos el hotel.

– Aquí no. -Pensé que sus labios temblaban-. Nos vigilan.

No repetí mi petición, y me alegró la distracción que nos esperaba en la recepción del hotel.

Cuando pedí mi llave, el empleado me la dio con una nota escrita en alemán: Turgut había telefoneado y quería que yo le llamara. Helen esperó mientras yo repetía el ritual de pedir el teléfono y dar al recepcionista una pequeña propina para que me ayudara (me había rebajado mucho desde mi llegada), y después marqué un rato hasta que el teléfono sonó.

Turgut contestó con voz estentórea y cambió al instante al inglés.

– ¡Paul, querido! Gracias a los dioses que has llamado. Tengo noticias para ti, noticias importantes.

Sentí un nudo en la garganta.

– ¿Has encontrado un mapa? ¿La tumba? ¿A Rossi?

– No, amigo mío, nada tan milagroso, pero la carta que Selim encontró ha sido traducida, y se trata de un documento sorprendente. Fue escrita por un monje de la fe ortodoxa en 1477, en Estambul. ¿Me oyes?

– ¡Sí, sí! -grité, de modo que el recepcionista me fulminó con la mirada y Helen compuso una expresión angustiada-. Continúa.

– En 1477 acogió a algunos monjes de los Cárpatos que traían con ellos el cadáver de un asesino de turcos, un noble. Hay más. Creo que es importante que sigas la información de

esta carta. Te la enseñaré cuando vuelvas mañana. ¿Sí?

– ¡Sí! -grité-. Pero ¿lo enterraron en Estambul?

Helen estaba meneando la cabeza, y leí sus pensamientos: el teléfono podía estar pinchado.

– Por la carta, no sabría decirlo -tronó Turgut-. Aún no sé muy bien dónde está

enterrado, pero no es muy probable que la tumba se encuentre aquí. Creo que deberás prepararte para un nuevo viaje. También es probable que necesites otra vez el auxilio de la buena tía.

Pese a las interferencias, capté una nota humorística en su voz. -¿Un nuevo viaje? ¿Adónde?

– ¡A Bulgaria! -gritó Turgut desde muy lejos.

Miré a Helen mientras el auricular resbalaba de mi mano.

– ¿A Bulgaria?