que la moneda se la había dado una anciana que bajó a su pueblo en algún momento desde los riscos cercanos al castillo de Vlad. La muchacha también me dijo que su apellido era Getzi, aunque parecía no tener ni idea de su significado. Ya puedes imaginar mi nerviosismo: con toda probabilidad, me encontraba cara a cara con una descendiente de Vlad Drácula. La idea era asombrosa y desconcertante al mismo tiempo (si bien la pureza del rostro y el comportamiento delicado de la joven estaban muy lejos de insinuar algo monstruoso o cruel). Cuando intenté devolverle la moneda, pareció insistir en que me la quedara, cosa que he hecho de momento, aunque intentaré que vuelva a su dueña.

Quedamos en seguir hablando mañana, y debo desistir ahora de hacer un dibujo de la moneda y de examinar mi diccionario con la esperanza de poder preguntarle acerca de su familia y sus orígenes.

Querido amigo:

Anoche conseguí hablar un poco más con la joven de la que te he hablado. Se apellida en verdad Getzi, y me lo deletreó con la misma ortografía que Georgescu me dio para mis notas. Me dejó atónito la celeridad de su comprensión cuando intentamos conversar, y descubrí que, además de sus grandes dones naturales de percepción, sabe leer y escribir, y fue capaz de ayudarme a buscar palabras en mi diccionario. Me gustaba ver su cara vivaz y

alegre, los ojos oscuros que se abrían de placer con cada nueva información. Nunca ha aprendido otro idioma, por supuesto, pero no me cabe duda de que podría hacerlo con facilidad si recibiera la instrucción adecuada.

Se me antojó un fenómeno considerable descubrir tal inteligencia en este lugar remoto y sencillo. Tal vez sea una prueba más de que desciende de gente noble, culta e inteligente.

La familia de su padre llegó a este pueblo hace tanto tiempo que ya nadie se acuerda, pero algunos eran húngaros, por lo que pude deducir. Dice que su padre se cree heredero del príncipe del castillo de Arges y que hay un tesoro enterrado allí, creencia compartida por todos los demás campesinos de la zona. Creen que en determinadas onomásticas de santos, deduje no sin dificultad, una luz sobrenatural ilumina el lugar donde está enterrado el tesoro, pero nadie del pueblo se atreve a ir en su busca. Los dones de la muchacha, tan claramente superior a su entorno, me recordaron la belleza de Tess D'Urbervilles, la noble lechera creada por Hardy. Sé que no te aventuras más allá del siglo XVIII, pero volvía leer el libro el año pasado y te lo recomiendo como una distracción de tus incursiones habituales. Dudo que exista ese tesoro, por cierto, porque Georgescu ya lo habría encontrado.

También me explicó el hecho sorprendente de que se grababa un diminuto dragón en la piel de un miembro de cada generación de su familia. Esto, al igual que su apellido, y la historia que había contado su padre al respecto, me ha convencido de que la joven pertenece a una rama viviente de la Orden del Dragón. Me gustaría hablar con su padre, pero cuando se lo propuse, se puso tan nerviosa que habría sido un necio de haber insistido. Se trata de una cultura extremadamente tradicional, y debo ser cauto para no manchar su reputación. Estoy seguro de que se arriesga hasta hablando a solas conmigo, y le estoy muy agradecido por su interés y colaboración.

Ahora me voy a pasear un rato por el bosque. Tengo tantas cosas en qué pensar que antes he de aclarar mas ideas un poco.

Mi querido amigo y único confidente:

Han pasado dos días, y apenas sé cómo escribirte acerca de ellos, o si enseñaré esto a alguien en el futuro. Estos dos días han significado un cambio radical en mi vida. Me han aportado por igual temor y esperanza. Creo que he cruzado el umbral de una vida nueva.

Qué significará a la larga, lo ignoro. Soy el hombre más feliz de la creación y el más angustiado al mismo tiempo.

Hace dos noches, después de escribirte mis últimas líneas, me encontré de nuevo con la joven angelical que te he descrito y esta vez nuestra conversación condujo a un repentino cambio (un beso, de hecho), antes de que ella huyera. Estuve despierto toda la noche, y cuando llegó la mañana, salí de mi habitación y vagué hasta adentrarme en el bosque.

Después paseé un rato, de vez en cuando me sentaba en una roca o un tocón, entre la delicada y cambiante hierba verde de la mañana, y veía su cara entre los árboles o en la misma luz. Me pregunté muchas veces si debía abandonar el pueblo de inmediato, como si ya la hubiera ofendido.

Pasé todo el día así, caminando de un lado a otro, y regresé al pueblo sólo para comer; pues tenía miedo de encontrármela de un momento a otro, al mismo tiempo que lo anhelaba.

Pero no vi ni rastro de ella, y por la noche volvía nuestro lugar de cita, pensando que si aparecía le diría como bien pudiera que le debía una disculpa y que no volvería a molestarla. Cuando ya estaba perdiendo la esperanza de verla, convencido de que la había ofendido profundamente y de que debía irme del pueblo a la mañana siguiente, apareció entre los árboles. La vi un segundo con su pesada falda y el chaleco negro, la cabeza descubierta oscura como madera pulida, la trenza colgando sobre el hombro. Sus ojos también eran oscuros, y aterrorizados, pero la radiante inteligencia de su cara se abalanzó sobre mí.

Abrí la boca para hablarle, y en aquel momento salvó la distancia que nos separaba y se arrojó en mis brazos. Ante mi estupor, dio la impresión de entregarse por completo a mí, y nuestros sentimientos no tardaron en transportarnos a una intimidad plena, tan tierna y pura como espontánea. Descubrí que podíamos hablarnos con entera libertad, aunque no estoy seguro de en qué idioma, y pude leer el mundo, y tal vez todo mi futuro, en la negrura de sus ojos, con las espesas pestañas y el delicado pliegue asiático de la comisura interna.

Cuando se fue, me quedé transido de emoción, intenté reflexionar en lo que había hecho, en lo que habíamos hecho, pero mi sensación de plenitud y felicidad interfería en cada giro mental. Hoy iré a esperarla de nuevo, porque no puedo evitarlo, porque todo mi ser parece unido a otro ser tan diferente de mí, y al, mismo tiempo tan exquisitamente familiar, que apenas puedo comprender lo sucedido.

Mi querido amigo (si aún eres tú a quien escribo): He vivido cuatro días en el paraíso, y mi amor por el ángel que lo preside parece justo eso: amor Nunca había sentido por una mujer lo que siento en este momento, en este lugar extraño. Con tan sólo unos pocos días más para pensar, he estado analizando la situación desde todos los ángulos. La idea de abandonarla y no volver a verla se me antoja tan imposible como no volver a ver mi casa. Por otra parte, he estado reflexionando sobre lo que significaría llevármela conmigo: cómo, en primer lugar, podría arrancarla de su casa y su familia, y qué consecuencias se desencadenarían si la llevara conmigo a Oxford. Esta última idea es complicada era extremo, pero la crudeza de la situación está clara para mí: si me marchara sin ella, partiría el corazón de los dos, y eso sería un acto de cobardía y villanía después de lo que yo le he arrebatado.

He decidido convertirla en mi mujer lo antes posible. No cabe duda de que nuestras vidas seguirán un extraño sendero, pero estoy seguro de que su gracia natural y agudeza de mente la ayudarán a superar todas las pruebas. No puedo desaparecer y preguntarme toda la vida qué habría podido pasar, ni puedo abandonarla en tal situación. He decidido que esta noche le pediré que se case conmigo dentro de un mes. Creo que antes volveré a Grecia, donde puedo pedir prestado a mas colegas, o pedir que me envíen por cable dinero suficiente para compensar a su padre por llevármela. Me queda poco tiempo aquí, y no me atrevo a hacer las cosas de otra manera. Además, creo que debo participar en la excavación a la que me han invitado, la tumba de un noble cerca de Knossos. Mi futuro trabajo puede depender de estos colegas, pues sería el sustento de nuestra vida futura.

Después volveré a buscarla. ¡Cuán largas serán cuatro semanas de separación! Es mi deseo averiguar si los sacerdotes de Snagov podrían casarnos en el monasterio, para que Georgescu sea nuestro testigo. Si sus padres insisten en que nos casemos antes de abandonar el pueblo, lo haremos. Ella viajará conmigo como mi esposa, en cualquier caso.

Enviaré un telegrama a mis padres desde Grecia, y después iremos a alojarnos en su casa cuando volvamos a Inglaterra. Y tú, querido amigo, si ya estás leyendo esto, ¿podrías averiguar con discreción cuánto costaría alquilar habitaciones fuera de la universidad?

También me gustaría que empezara a estudiar inglés lo antes posible. Estoy seguro de que destacará entre sus compañeros. Tal vez el otoño te encontrará delante de nuestra chimenea, amigo mío, y entonces tú también verás razón en mi locura. Hasta ese momento eres el único en quien puedo confiar este asunto, en cuanto encuentre la manera de enviarte estas cartas, y rezo para que me juzgues con indulgencia, gracias a tu generoso corazón.

Tuyo en dicha y angustia, Rossi.

48

Ésta fue la última carta de Rossi, probablemente la última que había escrito a su amigo.

Sentado al lado de Helen en el autobús de vuelta a Budapest, doblé las páginas con cuidado y torné su mano un segundo.

– Helen -dije vacilante, porque creía que uno de los dos, al menos, debía decirlo en voz alta-. Eres descendiente de Vlad Drácula.

Me miró, y después desvió la vista hacia la ventanilla, y creí ver en su cara que ella tampoco sabía qué pensar al respecto, pero se le heló la sangre en las venas.

Cuando Helen y yo bajamos del autobús en Budapest, casi había anochecido, pero me di cuenta con sorpresa de que habíamos partido de aquella misma estación esa mañana.

Experimentaba la sensación de haber vivido un par de años desde aquel momento. Las cartas de Rossi descansaban a salvo en mi maletín, y su contenido llenaba mi cabeza de imágenes conmovedoras. También capté un reflejo de ellas en los ojos de Helen. Me rodeaba el brazo con una mano, como si las revelaciones del día hubieran debilitado su confianza en sí misma. Tenía ganas de rodearla con el brazo, abrazarla y besarla en plena calle, decirle que nunca la abandonaría y que Rossi nunca habría debido abandonar a su madre. Me contenté con apretar su mano contra mi costado, y dejé que nos guiara hasta el hotel.

En cuanto llegamos al vestíbulo, tuve de nuevo la sensación de que habíamos estado ausentes mucho tiempo. Era extraño que aquellos lugares desconocidos empezaran a resultar familiares al cabo de un par de días, pensé. Había una nota para Helen de su tía, que leyó con avidez.