– Tal vez. -Ahora parecía recelosa, y no me miró a los ojos-. Pero quería un campo que mi padre aún no hubiera invadido.

La Gran Mezquita todavía estaba abierta bajo la luz dorada del anochecer, tanto para los turistas como para los fieles. Probé mi mediocre alemán con el guardia de la entrada, un chico de cabello rizado y piel olivácea (¿cuál habría sido el aspecto de aquellos bizantinos?), pero dijo que no había ninguna biblioteca en el interior, ni archivos, nada por el estilo, y que no sabía de ninguna que estuviera cerca. Preguntamos si podía sugerirnos algo.

– Podrían probar en la universidad -murmuró.

En cuanto a mezquitas pequeñas, las había a cientos.

– Es demasiado tarde para ir a la universidad hoy -dijo Helen. Estaba estudiando la guía-. Mañana iremos a verla y pediremos información a alguien sobre los archivos que datan de la época de Mehmet. Creo que eso será lo mejor. Vamos a ver las murallas antiguas de Constantinopla. Hay restos no lejos de aquí.

La seguí por las calles mientras me precedía con la guía en su mano enguantada, el bolsito negro colgado del brazo. Las bicicletas nos adelantaban, las vestiduras otomanas se mezclaban con vestidos occidentales, coches extranjeros y carritos tirados por caballos coexistían sin problemas. Adonde miraba veía hombres con chalecos oscuros y pequeños gorros de punto, mujeres con blusas de alegres colores y pantalones abombados debajo, la cabeza cubierta con pañuelos. Cargaban con bolsas de tiendas y cestos, bultos de ropa, pollos dentro de cajas, pan, flores. Las calles rebosaban de vida, tal como habría sido, pensé, durante los últimos mil seiscientos años. A lo largo de esas calles, los emperadores romanos habían sido transportados a hombros por sus séquitos, flanqueados por sacerdotes, trasladados desde palacio a la iglesia para recibir el Santísimo Sacramento. Habían sido firmes gobernantes, grandes protectores de las artes, ingenieros, teólogos. Y muy desagradables, algunos de ellos, proclives a descuartizar a sus cortesanos y a cegar a miembros de su familia, siguiendo la tradición romana. Aquí era donde los antiguos políticos bizantinos habían conspirado. Al fin y al cabo, tal vez no era un lugar demasiado inapropiado para uno o dos vampiros.

Helen se había detenido ante un alto recinto de piedra semiderruído. Había tiendas

acurrucadas en su base, y algunas higueras hundían las raíces en su flanco. Un cielo sin nubes se estaba tiñendo de cobre sobre las almenas.

– Mira lo que queda de las murallas de Constantinopla -dijo en voz baja-. Se ve muy bien lo enormes que eran cuando estaban intactas. El libro dice que las bañaba el mar en aquellos tiempos, de modo que el emperador podía subir a bordo de un barco desde el palacio. Y allí, aquella muralla formaba parte del Hipódromo.

Nos quedamos mirando hasta que caí en la cuenta de que me había olvidado de Rossi durante diez minutos seguidos.

– Vamos a buscar un sitio para cenar -dije con brusquedad-. Pasan ya de las siete y esta noche hemos de acostarnos temprano. Estoy decidido a localizar el archivo mañana.

Helen asintió y atravesamos como buenos camaradas el corazón de la ciudad antigua.

Cerca de nuestra pensión descubrimos un restaurante decorado con jarrones de latón y bonitas baldosas, con una mesa en una ventana delantera arqueada, una abertura carente de cristal ante la cual podíamos sentarnos y ver a la gente pasar por la calle. Mientras esperábamos la cena, observé con sorpresa por primera vez un fenómeno de este mundo oriental que había escapado a mi atención hasta entonces: nadie iba apresurado, sino que se limitaba a pasear. Lo que aquí se habría tomado por prisa, en las aceras de Nueva York o Washington habría parecido un paseo relajado. Se lo comenté a Helen y rió con aire burlón.

– Cuando no hay mucho dinero que ganar, nadie corre a buscarlo -dijo.

El camarero nos trajo rebanadas de pan, un plato de yogur con rodajas de pepino y un té fuerte y aromático en jarras de cristal. Comimos con apetito después del cansancio del día, y acabábamos de atacar unas brochetas de pollo asado, cuando un hombre de bigote plateado y una mata de pelo color argenta, vestido con un traje gris, entró en el restaurante y miró a su alrededor. Ocupó una mesa cercana a la nuestra y dejó un libro junto al plato.

Pidió la cena en turco, sin alzar la voz, después pareció reparar en el placer con el que cenábamos, y se inclinó hacia nosotros con una sonrisa cordial.

– Veo que les gustan nuestros platos típicos -dijo en un inglés con acento, pero excelente.

– Desde luego -contesté sorprendido-. Son deliciosos. -Déjeme adivinar -continuó, y volvió hacia mí su rostro apuesto y apacible-. Usted no es de Inglaterra.

¿Norteamericano?

– Sí -dije. Helen guardaba silencio, cortaba su pollo y miraba con cautela a nuestro interlocutor.

– Ah, sí. Estupendo. ¿Están visitando nuestra hermosa ciudad? -Sí, exacto -admití, y deseé que Helen pusiera una expresión más cordial. La hostilidad podía despertar sospechas.

– Bienvenidos a Estambul -dijo con una sonrisa muy agradable, al tiempo que alzaba su copa de cristal hacia nosotros. Le di las gracias y sonrió-. Perdonen que un desconocido les aborde así, pero ¿qué les ha gustado más de lo que han visto?

– Bien, sería difícil elegir. -Me gustaba su cara. Era imposible no contestar con

sinceridad-. Estoy muy asombrado por la forma en que Oriente y Occidente se funden en una sola ciudad.

– Una sabia observación, amigo mío -dijo con afabilidad, al tiempo que se secaba el bigote con una gran servilleta blanca-. Esa mezcla es nuestro tesoro y nuestra maldición.

Tengo colegas que se han pasado la vida estudiando Estambul y dicen que nunca tendrán tiempo de explorarla toda, aunque siempre viven aquí. Es un lugar asombroso.

– ¿Cuál es su profesión? -pregunté con curiosidad, aunque a juzgar por el silencio de Helen, supuse que me daría un pisotón en cualquier momento.

– Soy profesor de la Universidad de Estambul -contestó en el mismo tono digno.

– ¡Oh, qué suerte! -exclamé-. Estamos… -Entonces Helen me aplastó el pie. Calzaba zapatos de tacón alto, como todas las mujeres de su tiempo, y el tacón era bastante afilado-. Estamos encantados de conocerle -terminé-. ¿De qué da clases?

– Mi especialidad es Shakespeare -dijo nuestro nuevo amigo, mientras se servía con prudencia de su ensalada-. Enseño literatura inglesa a nuestros estudiantes de postgrado más avanzados. Son estudiantes valientes, debo admitirlo.

– Es maravilloso -logré articular-. Yo también soy estudiante de postgrado, pero de historia, en Estados Unidos.

– Una rama estupenda -dijo con seriedad el hombre-. Encontrará muchas cosas

interesantes en Estambul. ¿Cómo se llama su universidad?

Se lo dije, mientras Helen consumía con semblante grave su cena.

– Una universidad excelente. He oído hablar de ella -observó el profesor. Bebió de su copa y tamborileó con los dedos sobre su libro-. ¡Caramba! -exclamó por fin-. ¿Por qué no viene a ver nuestra universidad, aprovechando su estancia en Estambul? También es una institución venerable, y me encantaría servirles de guía a usted y a su encantadora esposa.

Capté un leve resoplido de Helen y me apresuré a disimularlo.

– Mi hermana… Mi hermana.

– Oh, perdón. -El especialista en Shakespeare inclinó la cabeza en dirección a Helen-. Soy el doctor Turgut Bora, a su servicio.

Nos presentamos, o más bien me presenté yo, porque Helen seguía empecinada en un obstinado silencio. Me di cuenta de que no aprobaba que utilizara mi verdadero apellido, de modo que me apresuré a decir que el suyo era Smith, una torpeza que la enfurruñó todavía más. Todos nos estrechamos la mano, y ya no tuvimos más remedio que invitarle a compartir nuestra mesa.

El hombre protestó cortésmente, pero sólo un momento, y después se sentó con nosotros, acompañado de su ensalada y su copa, que alzó de inmediato.

– Brindo por ustedes y les doy la bienvenida a nuestra hermosa ciudad -entonó-. ¡Salud!

– Incluso Helen sonrió un poco, pero siguió sin decir nada-. Tendrá que perdonar mi falta

de discreción -le dijo Turgut en tono de disculpa, como si intuyera su cautela-. Es muy poco frecuente que tenga la oportunidad de practicar mi inglés con hablantes nativos.

Aún no se había dado cuenta de que ella no era una hablante nativa, aunque tal vez no se diera cuenta nunca, pensé, porque Helen todavía no había pronunciado ni una palabra. -¿Cómo llegó a especializarse en Shakespeare? -le pregunté cuando reanudamos la cena.

– ¡Ah! -dijo Turgut en voz baja-. Es una extraña historia. Mi madre era una mujer muy poco corriente, una mujer brillante, una gran amante de los idiomas, así como una ingeniera diminuta. -¿`Distinguida'?, me pregunté-. Estudió en la Universidad de Roma, donde conoció a mi padre. Él, hombre atractivo, era un estudioso del Renacimiento italiano, con una concupiscencia especial por…

En este momento tan interesante, nos interrumpió la aparición de una joven que se asomó a la ventana desde la calle. Aunque nunca había visto ninguna, salvo en fotos, la tomé por una gitana. Era de piel morena y facciones afiladas, vestida con colores chillones, el pelo negro cortado de cualquier manera alrededor de unos ojos oscuros y penetrantes. Podría tener quince o cuarenta años. Era imposible calcular su edad en la cara delgada. Iba cargada con ramos de flores rojas y amarillas, que al parecer nos quería vender. Tiró algunos sobre la mesa y se puso a cantar algo estridente que no entendí. Helen parecía asqueada y Turgut irritado, pero la mujer era insistente. Había empezado a sacar mi cartera con la idea de obsequiar a Helen (en broma, claro) con un ramo turco, cuando la gitana se volvió de repente hacia ella, la señaló con el dedo y lanzó frases airadas. Turgut se sobresaltó, y Helen, por lo general intrépida, se encogió.

Esto pareció resucitar a Turgut. Se había levantado a medias, y con expresión indignada apostrofó a la gitana. No fue difícil comprender su tono y gestos, los cuales la invitaban sin la menor ambigüedad a largarse. Nos fulminó con la mirada a todos y desapareció de repente tal como se había materializado, entre los demás peatones. Turgut volvió a sentarse,

miró a Helen sumamente sorprendido, y al cabo de un momento buscó en el bolsillo de la chaqueta y extrajo un pequeño objeto, que dejó al lado de su plato. Era una piedra azul plana de unos tres centímetros de largo, rodeada de blanco y de un azul más pálido, como el burdo esbozo de un ojo. Helen palideció cuando la vio, y extendió la mano instintivamente para tocarla con el dedo.