Me acordaba de dónde había guardado el libro, que había devuelto a su sitio como sin darle importancia mientras hablábamos. Tenía que estar debajo de la vitrina con la calavera, a la izquierda. Recorrí con un dedo el borde del estante. Barley estaba cerca de mí (era imposible no estar muy juntos en aquel estrecho espacio, pero yo deseaba que se alejara hacia el balcón), observando con franca curiosidad. Donde debería estar el libro había un hueco, como si faltara un diente. Me quedé petrificada. Mi padre jamás robaría un libro, de modo que ¿quién podía haberlo cogido? Pero un segundo después reconocí el libro, a un palmo de distancia. Alguien lo había movido desde la última vez que yo había entrado allí.

¿Había vuelto mi padre para echarle un segundo vistazo? ¿Otra persona lo había bajado del estante? Desvié la vista con suspicacia hacia la calavera de la vitrina, pero me devolvió una mirada insulsa, anatómica. Después bajé el volumen con mucho cuidado, la encuademación era de color hueso y una cinta negra de seda sobresalía del lomo. Lo deposité sobre la mesa y lo abrí. La portada rezaba: Vampires du Moyen Âge, Barón de Hejduke, Bucarest, 1886.

– ¿Por qué te interesa esta basura morbosa?

Barley estaba mirando por encima de mi hombro.

– Un trabajo para el colegio -murmuré. El libro estaba dividido en capítulos, tal como recordaba: «Vampires de la Toscane», «Vampires de la Normandie», y así sucesivamente.

Encontré el que buscaba al fin: «Vampires de Provence et des Pyrénées». Oh, Señor, ¿estaría mi francés a la altura? Barley estaba empezando a consultar su reloj. Pasé un dedo con rapidez sobre la página, con cuidado de no tocar los magníficos caracteres tipográficos o el papel marfileño. «Vampires dans les villages de Provence». ¿Qué estaba buscando mi padre? Había estado examinando la primera página del capítulo. «Il y a aussi une légende…». Me incliné más.

Desde aquel momento, he vivido muchas veces lo que experimenté entonces. Hasta ese momento, mis incursiones en el francés escrito habían sido puramente utilitarias, la conclusión de ejercicios casi matemáticos. Cuando comprendía una nueva frase, era un simple puente hasta el siguiente ejercicio. Nunca antes había experimentado el repentino estremecimiento de comprensión que viaja desde la palabra hasta el corazón pasando por el cerebro, la forma en que un idioma nuevo se mueve, se enrosca, cobra vida bajo los ojos, el salto casi salvaje de entendimiento, la liberación instantánea y dichosa del significado, la forma en que las palabras se despojan de sus cuerpos impresos en un destello de luz y calor.

Desde entonces, he conocido este momento de verdad con otras compañías: alemán, ruso, latín, griego y, durante una breve hora, sánscrito.

Pero esta primera vez contenía la revelación de todas las demás.

– Il y a aussi une légende -susurré, y Barley se inclinó de súbito para seguir las palabras. De lo que tradujo en voz alta yo ya había tomado nota mental.

– «Existe también la leyenda de que Drácula, el más noble y peligroso de todos los

vampiros, adquirió su poder no en la región de Valaquia, sino mediante una herejía surgida en el monasterio de Saint-Matthieu-des-Pyrénées-Orientales, un convento benedictino fundado en el año 1000 de Nuestro Señor.» ¿Qué es esto? -preguntó Barley.

– Un trabajo para el colegio -repetí, pero nuestros ojos se encontraron de manera extraña sobre el libro, y dio la impresión de que me estuviera viendo por primera vez.

– ¿Es muy bueno tu francés? -pregunté con humildad.

– Por supuesto. -Sonrió y volvió a inclinarse sobre la página-. «Se dice que Drácula visitaba el monasterio cada dieciséis años para rendir tributo a sus orígenes y renovar las influencias que le han permitido vivir en la muerte.»

– Continúa, por favor.

Aferré el borde de la mesa.

– Desde luego -dijo-. «Los cálculos efectuados por el hermano Pierre de Provence a principios del siglo diecisiete indican que Drácula visita Saint-Matthieu durante la media luna del mes de mayo.»

– ¿En qué fase está la luna ahora? -pregunté con voz estrangulada, pero Barley tampoco lo sabía. No había más menciones a Saint-Matthieu. Las siguientes páginas reproducían un documento de una iglesia de Perpiñán, relativo a disturbios sucedidos en relación con ovejas y cabras de la región en 1428. No estaba claro si el sacerdote autor culpaba a los vampiros o a los ladrones de ganado de estos problemas.

– Qué cosas más raras -comentó Barley-. ¿Es esto lo que tu familia lee para divertirse?

¿Te interesa saber algo sobre los vampiros de Chipre?

No había nada más en el libro que pudiera interesarme, y cuando Barley volvió a consultar su reloj, me alejé con tristeza de las tentadoras paredes llenas de volúmenes.

– Bien, esto ha sido muy estimulante -dijo Barley mientras bajábamos la escalera-. Eres una chica poco corriente, ¿verdad?

No sabía qué quería decir, pero esperaba que fuera un cumplido.

En el tren, Barley me entretuvo hablando de sus compañeros, un puñado de tarambanas y chivos expiatorios, y después me cogió la maleta cuando subimos al transbordador en el que cruzaríamos las aguas grises y aceitosas del Canal de la Mancha. Era un día transparente y frío, y nos sentamos en un espacioso salón en asientos de vinilo, protegidos del viento.

– No duermo mucho durante el trimestre -me informó Barley, y no tardó en dormirse con su chaqueta arrollada bajo un hombro.

Ya me fue bien que durmiera un par de horas, porque tenía mucho en qué pensar,

cuestiones tanto de naturaleza práctica como académica. Mi problema inmediato no era establecer relaciones entre acontecimientos históricos, sino la señora Clay. Estaría esperando en el vestíbulo de nuestra casa de Amsterdam, muy preocupada por mi padre y por mí. Su presencia me mantendría atada a casa al menos de noche, y si al día siguiente no aparecía después de clase, me seguiría la pista como una manada de lobos, tal vez acompañada de la mitad de la policía de Amsterdam. Además, estaba Barley. Contemplé su rostro dormido. Roncaba discretamente contra su chaqueta. Barley tenía que ir al puerto a tomar el transbordador de regreso a Inglaterra cuando yo me marchara al colegio, y yo debería procurar no cruzarme con él en el camino.

La señora Clay estaba en casa cuando llegamos. Barley se quedó a mi lado en el umbral mientras yo buscaba las llaves. Estaba admirando las viejas casas mercantiles y los canales relucientes.

– ¡Excelente! ¡Y todas esas caras de Rembrandt en las calles!

Cuando la señora Clay abrió de repente la puerta y me hizo entrar, casi no consiguió seguirme. Me alivió ver que hacía gala de buenos modales. Mientras los dos desaparecían en la cocina para llamar a Master James, corrí arriba, mientras gritaba que iba a lavarme la cara. De hecho (la idea logró que mi corazón se acelerara a causa la culpabilidad), mi intención era asaltar la ciudadela de mi padre cuanto antes. Ya pensaría después qué les diría a la señora Clay y a Barley. Ahora debía encontrar lo que, sin duda, debía estar escondido allí.

Nuestra casa-torre, construida en 1620, tenía tres dormitorios en el segundo piso,

habitaciones estrechas de vigas oscuras que mi padre adoraba porque, decía, se le antojaban todavía habitadas por la gente sencilla y trabajadora que había vivido en ellas. Su habitación era la más grande, un ejemplo admirable de muebles holandeses antiguos. Había combinado los muebles espartanos con una alfombra turca y colgaduras de cama, un dibujo menor de Van Gogh y doce sartenes de cobre de una granja francesa. Formaban una galería en una pared y captaban destellos de luz del canal. Ahora soy consciente de que era una habitación notable, no sólo por ese despliegue de gustos eclécticos, sino por su sencillez monástica. No contenía ni un solo libro, todos habían sido relegados a la biblioteca de abajo. Ninguna prenda de ropa colgaba nunca del respaldo de la butaca del siglo XVII.

Ningún periódico profanaba nunca el escritorio. No había teléfono, ni siquiera reloj. Mi padre se despertaba siempre al amanecer. Era un espacio dedicado a la vida, una estancia en la que dormir, despertar y, tal vez, rezar (aunque ignoraba si se había rezado alguna vez en ese lugar), como cuando era nueva. Me encantaba la habitación, pero raras veces entraba.

Me colé con el mismo sigilo que un ladrón, cerré la puerta y abrí el escritorio. Era una sensación terrible, como abrir un ataúd, pero saqué todo lo que había en los

compartimientos, registré los cajones, aunque devolví todo a su sitio con sumo cuidado: las cartas de sus amigos, sus bonitas plumas, su papel de notas con monograma. Por fin, mi mano se posó sobre un paquete cerrado. Lo abrí sin el menor reparo y vi unas líneas finas, dirigidas a mí, exhortándome a leer las cartas adjuntas sólo en el caso del fallecimiento inesperado o la desaparición prolongada de mi padre. ¿Acaso no le había visto escribir

noche tras noche algo que tapaba con un brazo cuando yo me acercaba? Me apoderé del paquete con avaricia, cerré el escritorio y llevé el hallazgo a mi habitación, al tiempo que aguzaba el oído por si escuchaba los pasos de la señora Clay en la escalera.

El paquete estaba lleno de cartas, cada una doblada dentro de un sobre y dirigida a mí en nuestra dirección, como si pensara que, en algún momento, me las tendría que enviar desde otra localidad. Las guardé en orden (oh, había aprendido cosas sin saberlo) y abrí con cautela la primera. Databa de seis meses antes y parecía empezar, no con simples palabras, sino con un grito del corazón. «Mi querida hija -su caligrafía tembló bajo mis ojos- si estás leyendo esto, perdóname. He ido a buscar a tu madre.»