Levantó la vista y me dedicó su sonrisa afable y despreocupada, siniestra en aquel rostro estragado, y me di cuenta al mismo tiempo de dos cosas que me helaron la sangre en las venas.

La primera fue que nunca le había dicho nada sobre que estaba escribiendo una historia de la Europa medieval. Había dicho que quería información sobre mi volumen para ayudarme a completar una bibliografía de materiales relacionados con la vida de Vlad el Empalador, conocido en la leyenda como Drácula. Howard Martin era un hombre preciso, en su estilo de conservador de museo, como yo lo era en mi estilo de estudioso, y nunca habría cometido sin querer tal error. Su memoria se me había antojado casi fotográfica en su capacidad para captar el detalle, algo que observo y aprecio de todo corazón cuando lo encuentro en otras personas.

Lo segundo que percibí en aquel momento fue que, tal vez debido a la enfermedad que padecía (pobre hombre, casi me obligué a decir para mis adentros), sus labios tenían un aspecto flácido y putrefacto cuando sonrió y reveló sus caninos superiores, algo prominentes, de una forma que prestaban a su cara una apariencia desagradable. Recordaba demasiado bien al burócrata de Estambul, aunque no vi nada anormal en el cuello de Howard Martin. Reprimí mis temblores y cogí el libro y las notas de su mano cuando volvió a hablar.

– El mapa, por cierto, es notable.

– ¿Mapa?

Me quedé petrificado. Yo sólo conocía un mapa, tres, en realidad, a escala graduada, relacionado con mis intenciones presentes, y estaba seguro de que jamás había mencionado su existencia a ese desconocido.

– ¿Lo dibujó usted mismo? No es antiguo, desde luego, pero no le habría catalogado a usted como artista. Ni del tipo morboso, en cualquier caso, si no le importa que se lo diga.

Le miré, incapaz de descifrar sus palabras y temeroso de revelar algo preguntándole a qué se refería. ¿Había dejado uno de mis dibujos en el libro? Qué estupidez, en ese caso. Sin embargo, había comprobado con minuciosidad que no hubiera hojas sueltas en el volumen antes de entregárselo.

– Bien, lo guardé dentro del libro, y ahí sigue -dijo con placidez-. Ahora, doctor Rossi, puedo acompañarle a nuestro departamento de contabilidad si así lo desea, o puedo encargarme de que le envíen la factura a casa.

Abrió la puerta para dejarme salir y me dedicó su habitual mueca profesional. Tuve la presencia de ánimo de no buscar entre las páginas del volumen allí mismo, y vi a la luz del pasillo que debía de haber imaginado la peculiar sonrisa de Martin, y tal vez incluso su enfermedad. Su piel era normal, estaba sólo un poco encorvado tras décadas de trabajar entre hojas del pasado, nada más. Estaba parado junto a la puerta con la mano extendida, en un gesto de despedida muy de Washington, y se la estreché, murmurando que prefería recibir la factura en mi dirección de la universidad.

Me alejé hasta perder de vista su puerta, salí del pasillo y, por fin, dejé atrás el gran castillo rojo que albergaba todos sus esfuerzos y los de sus colegas. Al salir al aire fresco del Mall, crucé la hierba lustrosa, llegué a un banco y me senté, y traté de aparentar y sentir despreocupación.

El volumen se abrió en mi mano con su habitual servidumbre siniestra, y busqué en vano una hoja suelta que me sorprendiera. Sólo al volver hacia atrás las páginas la encontré: un calco muy fino en papel carbón, como si alguien hubiera sostenido el tercero y más íntimo de mis mapas secretos ante mí, y hubiera copiado todas sus misteriosas características. Los nombres de lugares en dialecto eslavo eran los mismos que conocía por mi mapa («Aldea de los Cerdos Robados», «Valle de los Ocho Robles»). De hecho, este dibujo me resultaba desconocido por un solo detalle. Bajo la inscripción de «Tumba Impía», había otra inscripción en latín con una tinta que parecía idéntica a la de los demás encabezados. Sobre el supuesto emplazamiento de la tumba, arqueado a su alrededor como para demostrar su rotunda relación con ese punto, leí las palabras BARTOLOMEO ROSSI.

Lector, júzgame cobarde si es preciso, pero desistí a partir de aquel momento. Soy un profesor joven y vivo en Cambridge, Massachusetts, donde doy clases, salgo a cenar con mis nuevos amigos y escribo a mis ancianos padres una vez a la semana. No llevo ajos, ni crucifijos, ni me persigno cuando oigo pasos en el pasillo. Tengo una protección mejor: he dejado de investigar sobre esa horrenda encrucijada de la historia. Algo ha de sentirse satisfecho por verme tranquilo, porque ninguna tragedia posterior me ha perturbado.

Bien, si tuvieras que elegir tu cordura, tu vida tal como la recuerdas, antes que la verdadera inestabilidad, ¿qué elegirías como manera adecuada de vivir para un estudioso? Sé que Hedges no me habría exigido una zambullida en la oscuridad. Y no obstante, si estás leyendo esto, significa que el mal me ha alcanzado por fin. Tú también tienes que elegir. Te he transmitido todos los conocimientos que poseo relacionados con esos horrores. Sabiendo mi historia, ¿te negarás a socorrerme?

Tuyo con profundo dolor, Bartholomew Rossi

Las sombras bajo los árboles se habían alargado hasta proporciones desmesuradas, y mi padre pisó una castaña con sus excelentes zapatos. Tuve la sensación de que, si hubiera sido un hombre grosero, habría escupido en el suelo en aquel momento, para expulsar algún sabor desagradable. En cambio, se limitó a tragar saliva y recobró la serenidad con una sonrisa.

– ¡Señor! ¿De qué estábamos hablando? Parece que esta tarde nos sentimos muy tristes.

Intentó sonreír, pero también me lanzó una mirada que hablaba de preocupación, como si alguna sombra pudiera caer sobre mí, sobre mí en particular, y borrarme sin previo aviso de la escena.

Retiré mi mano entumecida del borde del banco y también procuré mostrarme jovial con un esfuerzo. ¿Cuándo se había convertido en un esfuerzo?, me pregunté, pero ya era demasiado tarde. Estaba trabajando por él, le distraía como antes me distraía él. Me refugié en una leve petulancia, no excesiva, por temor a despertar sus sospechas.

– Debo decir que vuelvo a tener hambre, pero de comida de verdad.

Sonrió con algo más de naturalidad, y sus estupendos zapatos golpearon el suelo cuando me alargó una mano galante invitándome a ponerme de pie y se puso a llenar nuestra bolsa con botellas de Naranca vacías y las demás reliquias de nuestro picnic. Recogí mi parte de buena gana, aliviada ahora porque eso significaba que se marcharía conmigo en lugar de demorarse contemplando la fachada del castillo. Yo me había vuelto una vez, cerca del final de la historia, y había mirado la ventana superior, donde una forma oscura había sustituido a la anciana que limpiaba la casa. Hablé a toda prisa, dije lo primero que me vino a la cabeza. Mientras mi padre no la viera, no habría enfrentamiento. Ambos estaríamos a salvo.

14

Me había mantenido alejada de la biblioteca de la universidad un tiempo, en parte porque mis investigaciones en ella me ponían nerviosa, y en parte porque intuía que la señora Clay sospechaba de mis ausencias después de clase. Yo siempre la llamaba, tal como había prometido, pero cierta timidez cada vez más acentuada en su voz cuando hablábamos por teléfono me impelía a imaginarla sosteniendo embarazosas discusiones con mi padre. No la imaginaba experta en vicios, y por lo tanto capaz de sospechar algo concreto, pero quizá mi padre se había forjado alguna teoría (¿drogas?, ¿chicos?). Y en ocasiones me dirigía miradas tan angustiadas, que no deseaba preocuparla más.

Por fin, sin embargo, la tentación fue demasiado fuerte, y decidí volver a la biblioteca, pese a mi inquietud. Esta vez fingí que iba a ver una película nocturna con una aburrida chica de mi clase (sabía que Johan Binnerts trabajaba en la sección medieval los miércoles por la noche, y que mi padre tenía una reunión en el Centro), y me marché con mi nuevo abrigo antes de que la señora Clay pudiera abrir la boca.

Resultaba raro ir a la biblioteca de noche, sobre todo cuando encontré la sala principal tan llena como siempre de estudiantes de aspecto cansado. No obstante, la sala de lectura medieval estaba vacía. Me acerqué en silencio al escritorio del señor Binnerts, y le encontré examinando una pila de libros nuevos. Nada que pudiera interesarme, me informó con una dulce sonrisa, puesto que a mí sólo me gustaban las cosas horribles. Pero me había apartado un volumen, ¿por qué no había ido antes a buscarlo? Aduje unas débiles excusas y el hombre lanzó una risita.

– Temía que te hubiera pasado algo, o que hubieras seguido mi consejo y encontrado un tema más agradable para una señorita, pero también habías despertado mi interés, así que te encontré esto.

Tomé el libro agradecida, y el señor Binnerts dijo que iba a su cuarto de trabajo, pero que volvería pronto para ver si necesitaba algo. Me había enseñado el cuarto de trabajo una vez, un pequeño cubículo con ventanas situado al fondo de la sala de lectura, donde los bibliotecarios restauraban libros antiguos maravillosos y pegaban tarjetas en los nuevos. La sala de lectura se quedó más silenciosa que nunca cuando el hombre se fue, pero yo abrí ansiosamente el libro que me había dado.

Era un hallazgo notable, aunque ahora sé que es un documento esencial para conocer la historia del siglo XV en Bizancio, una traducción de la Istoria Turco-Bizantina de Michael Doukas. Doukas tiene mucho que decir sobre el conflicto entre Vlad Drácula y Mehmet II, y fue en esa mesa donde leí por primera vez la famosa descripción del espectáculo que vieron los ojos de Mehmet cuando invadió Valaquia en 1462 y llegó a Târgoviste, la capital desierta de Drácula. En las afueras de la ciudad, afirmaba Doukas, Mehmet fue recibido por «miles y miles de estacas cargadas de muertos en lugar de fruta». En el centro de este jardín de muerte estaba el plato fuerte de Drácula: el general favorito de Mehmet, Hamza, empalado entre los demás con su «delgada vestidura púrpura».

Yo recordaba el archivo del sultán Mehmet, el que Rossi había ido a examinar a Estambul.

El príncipe de Valaquia había sido una espina clavada en el costado del sultán, de eso no cabía duda. Pensé que sería una buena idea leer algo sobre Mehmet. Tal vez habría información sobre él que explicara su relación con Drácula. No sabía por donde empezar, pero el señor Binnerts había dicho que pronto volvería para ver cómo me iba.

Había dado vueltas, impaciente, a la idea de ir a ver dónde estaba, cuando oí un ruido al fondo de la sala. Fue una especie de golpe sordo, más una vibración en el suelo que un sonido, como el ruido que haría un pájaro al estrellarse en pleno vuelo contra una ventana pulida. Algo me impulsó a dirigirme hacia el punto del impacto, fuera cual fuera, y me descubrí entrando a toda prisa en el cuarto de trabajo situado al final de la sala. No vi al señor Binnerts a través de las ventanas, cosa que por un momento me tranquilizó, pero cuando abrí la puerta de madera vi una pierna en el suelo, una pierna dentro de una pernera gris sujeta a un cuerpo retorcido, el jersey azul vuelto hacia arriba sobre el torso dislocado, el pelo cano manchado de sangre, la cara por suerte semioculta, aplastada, parte de ella todavía pegada a la esquina del escritorio. Al parecer, un libro había resbalado de las manos del señor Binnerts. Estaba en el suelo, como él. En la pared encima del escritorio, había una mancha de sangre con la huella de una mano grande estampada, como el dibujo ejecutado por un niño. Me esforcé tanto por no emitir el menor sonido que mi grito, cuando se produjo, dio la impresión de pertenecer a otra persona.