De manera que me sentí asqueado un segundo, e irritado con mi desaparecido mentor por haberme legado estas desagradables ilusiones. Después, el tono apesadumbrado y afectuoso de sus cartas me afectó una vez más, y sentí remordimientos por mi deslealtad. Rossi dependía de mí, y sólo de mí. Si yo me negaba a suspender la incredulidad por culpa de principios pedantes, jamás volvería a verle.

Y algo más me atormentaba. Mientras mi cabeza se despejaba un poco, me di cuenta de que era mi recuerdo de la joven de la biblioteca, a la que había conocido tan sólo dos horas antes, aunque se me antojaban días. Recordé la extraordinaria luminosidad de sus ojos cuando escuchó mi explicación sobre las cartas de Rossi, la forma tan masculina de enarcar las cejas en señal de concentración. ¿Por qué estaba leyendo Drácula, nada menos que en mi mesa, nada menos que aquella noche, justo a mi lado? ¿Por qué había mencionado Estambul? Ya estaba bastante perturbado por lo que había leído en las cartas de Rossi, lo cual había suspendido mi incredulidad, me había impulsado a rechazar la idea de una coincidencia en favor de algo más fuerte. ¿Y por qué no? Si aceptaba un acontecimiento sobrenatural, debería aceptar otros. Era de pura lógica.

Suspiré y levanté la última carta de Rossi. Después, sólo necesitaría revisar los demás materiales ocultos en aquel sobre de aspecto inofensivo, y continuaría adelante solo. Con independencia de lo que significara la aparición de la chica (y lo más probable era que no significara nada anormal, ¿verdad?), yo no tenía tiempo para averiguar quién era o por qué compartía ese interés por lo oculto. Me resultaba extraño pensar en alguien interesado en lo oculto. En el fondo, pensándolo bien, yo no lo estaba. Sólo me interesaba encontrar a Rossi.

La última carta, al contrario que las otras, estaba escrita a mano. En papel de libreta rayado, con tinta oscura. La desdoblé.

19 de agosto de 1931

Mi querido y desventurado sucesor:

Bien, no puedo fingir que ya no estés esperándome en algún lugar dispuesto a salvarme si mi vida se viene abajo algún día. Y como poseo más información para añadir a todo cuanto ya habrás (imagino) examinado, creo que debería apurar la copa hasta las heces. «Un poco de erudición es algo peligroso», habría citado mi amigo Hedges. Pero ha muerto, y por mi mano, con tanta certeza como si yo hubiera abierto la puerta del estudio, asestado el golpe y pedido auxilio a gritos después. No lo hice, por supuesto. Si has consentido en leer hasta aquí, no dudes de mi palabra.

Pero hace unos meses sí que dudé por fin de mis propias fuerzas, y ello debido a motivos relacionados con el final enfurecedor y terrible de Hedges. Hui de su tumba a Estados Unidos, casi literalmente. Mi empleo se había convertido en realidad, y ya estaba preparando mis cajas cuando me fui un día a Dorset para ver dónde descansaba en paz.

Después partí para Estados Unidos, temo que con la consiguiente decepción de algunos compañeros de Oxford y la profunda tristeza de mis padres, y me encontré en un mundo nuevo y más luminoso, donde el trimestre (he sido contratado para tres pero haré lo posible para poder estar más tiempo) empieza antes y los estudiantes tienen un punto de vista abierto y práctico, desconocido en Oxford. Pero a pesar de esto, no logré renunciar del todo a mi relación con los No Muertos. Como consecuencia, aparentemente, él, Eso, no logró renunciar a su relación conmigo.

Recordarás que la noche en que Hedges fue atacado, yo había descubierto de manera inesperada el significado de la xilografía central de mi siniestro libro, y verificado que la Tumba Impía de los mapas que había encontrado en Estambul debía ser la tumba de Vlad Drácula. Había pronunciado en voz alta mi pregunta restante (¿dónde estaba la tumba, pues?), al igual que había hablado en voz alta en el archivo de Estambul, conjurando esta segunda vez una terrible presencia, que me lanzó una advertencia acabando con la vida de mi querido amigo. Tal vez sólo un ego anormal plantaría cara a fuerzas naturales (sobrenaturales en este caso), pero te juro que, por un tiempo, este castigo me enfureció más que aterró, y me llevó a jurar que desentrañaría las últimas pistas y, si aguantaban mis fuerzas, perseguiría a mi perseguidor hasta su guarida. Este extravagante pensamiento se convirtió para mí en algo tan normal como el deseo de publicar mi siguiente artículo, o ganarme un puesto permanente en la alegre universidad nueva que estaba conquistando mi hastiado corazón.

Después de habituarme a la rutina de las responsabilidades académicas, y de preparar un breve regreso a Inglaterra al final del trimestre para ver a mis padres y entregar las páginas de mi tesis doctoral a la editorial de Londres que cada vez me mimaba más, me dispuse a seguir de nuevo el aroma de Vlad Drácula, el histórico o el sobrenatural, eso habría que verse. Pensaba que mi siguiente tarea era aprender algo más sobre mi extraño libro: de dónde procedía, quién lo había diseñado, cuál era su antigüedad. Lo entregué (a regañadientes, debo admitirlo) a los laboratorios del Smithsonian. Menearon la cabeza al escuchar mis preguntas tan concretas, e insinuaron que la consulta a poderes que se hallaban más allá de sus medios me costaría más. Pero yo estaba empecinado, y pensé que no debía destinar una parte irrisoria de la herencia de mi abuelo, o mis escasos ahorros de Oxford, a vestirme, alimentarme o divertirme mientras Hedges yaciera sin ser vengado (pero en paz, gracias a Dios) en un cementerio que no habría debido recibir su ataúd hasta cincuenta años después. Ya no tenía miedo de las consecuencias, puesto que lo peor que habría podido imaginar ya había ocurrido. En este sentido, al menos, las fuerzas de la oscuridad habían calculado mal.

Pero no fue la brutalidad de lo que ocurrió a continuación lo que cambió mi opinión o me reveló el verdadero significado del miedo. Fue su brillantez.

Un bibliófilo menudo del Smithsonian llamado Howard Martin se encargó de mi libro. Era un hombre amable pero taciturno, que adoptó mi causa de todo corazón, como si conociera mi historia. (No, pensándolo mejor, si hubiera conocido mi historia, tal vez me habría puesto de patitas en la calle el día de mi primera visita.) Al parecer, sólo vio mi pasión por la historia, se compadeció e hizo lo que pudo por mí. Fue muy diligente, muy minucioso, y asimiló lo que le enviaron los laboratorios con un cariño más propio de Oxford que de aquellas oficinas de museo burocráticas de Washington. Me quedé impresionado, y aún más por su conocimiento de las publicaciones europeas en los siglos justo antes y después de Gutenberg.

Cuando, en apariencia, ya había hecho todo cuanto podía por mi, me escribió para que pasara a recoger los resultados, explicando que me entregaría el libro en persona, tal como yo había hecho con él, si yo no deseaba que me lo enviaran por correo. Hice el viaje en tren, me dediqué al turismo por la mañana, y me planté ante su puerta diez minutos antes de la hora acordada. Mi corazón estaba acelerado y tenía la garganta seca. Ansiaba sostener el libro en mis manos y saber qué habían descubierto sobre sus orígenes.

El señor Martin abrió la puerta y me invitó a entrar con una leve sonrisa.

– Me alegro de que haya podido venir -dijo con su insulso gangueo estadounidense, que se había convertido para mí en el habla más placentera del mundo.

Cuando estuvimos sentados en su despacho rebosante de manuscritos, le miré y me quedé impresionado al instante por el cambio sufrido en su apariencia. Le había visto brevemente unos meses antes y recordaba su cara, y nada en su correspondencia pulcra y profesional insinuaba que estuviera enfermo. Ahora estaba demacrado y pálido, de forma que su piel parecía de un amarillo grisáceo, y sus labios estaban teñidos de un escarlata anormal. Había perdido mucho peso, de manera que su traje pasado de moda colgaba flácido sobre sus hombros. Estaba sentado encorvado, un poco inclinado hacia delante, como si algún dolor o debilidad le impidiera sentarse tieso. Daba la impresión de que la vida le había abandonado.

Intenté decirme que iba con prisas en mi primera visita, y que mi correspondencia con el hombre me había hecho más observador esta vez, o más piadoso en lo tocante a mis observaciones, pero no pude sacudirme de encima la sensación de haberle visto decaer en un período de tiempo muy breve. Pensé que tal vez padecía alguna desgraciada enfermedad degenerativa, o un cáncer galopante. La cortesía, por supuesto, impedía cualquier comentario sobre su apariencia.

– Bien, doctor Rossi -dijo, al estilo norteamericano-, creo que no es consciente del valor de este tomito.

– ¿Valor?

No podía saber el valor que tenía para mí, pensé, ni con todos los análisis químicos del mundo. Era mi instrumento de venganza.

– Sí, es un raro ejemplar de impresión medieval centroeuropea, algo muy interesante y poco usual, y estoy bastante convencido de que se imprimió alrededor de 1512, tal vez en Buda, o quizás en Valaquia. Esta fecha lo situaría de forma muy satisfactoria después del San Lucas de Corvino, pero antes del Nuevo Testamento húngaro de 1520, en el que muy probablemente pudo haber influido, en el caso de que ya existiera. -Se removió en su silla chirriante-. Incluso es posible que la xilografía de su libro influyera en el Nuevo Testamento de 1520, que posee una ilustración similar, un Satán alado. Pero no existe forma de demostrarlo. De todos modos, sería una influencia curiosa, ¿no? Me refiero a ver parte de la Biblia adornada con ilustraciones tan diabólicas como ésta.

– ¿Diabólica?

Me encantó el sonido de la condenación en labios ajenos.

– Claro. Usted me informó sobre la leyenda de Drácula, pero ¿cree que me paré ahí?

El tono del señor Martin era tan práctico y jovial, tan norteamericano, que tardé un momento en reaccionar. Nunca había percibido aquella siniestra profundidad en una voz tan normal. Le miré perplejo, pero el tono había desaparecido. Estaba examinando una pila de papeles que había sacado de una carpeta.

– Aquí están los resultados de los análisis -dijo-. Le he hecho copias, junto con mis notas, y creo que le resultarán interesantes. No dicen mucho más de lo que ya le he contado.

Ah, existen dos importantes datos adicionales. Parece desprenderse de los análisis químicos que su libro fue guardado, seguramente durante un largo tiempo, en una atmósfera saturada de polvo de roca, y que eso ocurrió antes de 1700. Además, la contratapa se manchó en algún momento de agua salada, tal vez debido a un viaje por mar. Supongo que pudo ser el mar Negro, si nuestras suposiciones sobre el lugar de la publicación son correctas, pero existen montones de posibilidades, por supuesto. Temo que no le hemos ayudado a avanzar mucho en su investigación… ¿No dijo que estaba escribiendo una historia de la Europa medieval?