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– Pero ¿cómo recordamos a un hombre? ¿Con lugares comunes? No. ¿Con sentimientos vacíos? De ninguna manera. Hoy quiero recordar los buenos momentos. Sin duda todos ellos tienen que ver con el bufete, pero así era Keith. Quizá, a través de mis historias, recuerden también algunas de las suyas. -Se calló y esbozó una leve sonrisa-. La semana pasada, Keith y yo trabajábamos en la compra de Knight International por parte de Tartan Incorporated. Nuestro equipo había pasado dos noches seguidas sin dormir. Comimos pizzas y comida china hasta que todos empezamos a desear una buena comida casera. Llamé a la oficina…

David dejó que su mente vagara. No estaba en el bufete para las negociaciones Tartan-Knight pero tampoco le hacía falta estar para saber que Miles no había trabajado veinticuatro horas por día ni pedido comida preparada del fast-food más cercano. Él mismo había dicho: “Llamé a la oficina”. Era el socio que facturaba. Les daba igual que saliera con Mary Elisabeth, su novia de la escuela y esposa durante treinta y cinco años, a cenar pasta con trufas, siempre y cuando llevara clientes. Y los conseguía, a gran nivel.

Miles era una especie de leyenda en los círculos jurídicos de Los Ángeles. Igual que Keith, se había criado en una granja de alguna parte del Medio Oeste. Había conseguido una beca para ir a Michigan y después había conseguido ingresar en la Facultad de Derecho de Harvard. Al acabar la carrera, trabajó de ayudante de un juez y luego pasó directamente a la fiscalía. Una vez preparado para pasar al sector privado, Phillips y MacKenzie le ofrecieron un puesto de socio. Diez años después, bajo amenazas de largarse y llevarse consigo la abultada cartera de clientes, los otros socios decidieron añadir su nombre al bufete, que se convirtió en Phillips, MacKenzie amp; Stout. A pesar de su buena suerte, Miles nunca había olvidado sus orígenes, razón por la cual se tomaba libre los días en que jugaban los Wolverines y probablemente había apadrinado a Keith, que procedía de un medio similar.

David volvió al panegírico mientras la voz de Miles se hacía repentinamente doliente.

– Me gustaría acabar contando cómo vi a Keith ese último día. Fue en la sala de conferencias, en medio de bocadillos a medio comer, coca-colas, tazas de café frío, mientras Keith me enseñaba el contrato punto por punto. No tropezaba con un número ni una cláusula. En cierto momento sacó unos papeles de un archivador. Veía los errores. Detectaba los problemas. No se le escapaba nada, era ese tipo de abogado… Mejor dicho, ¡era ese tipo de hombre! -miró al ataúd y concluyó-: Keith, amigo, te vamos a echar de menos.

Se volvió hacia la audiencia, murmuró un “gracias” apenas audible y al bajar del podio se cruzó con Anne Baxter Hooper, la hermana de Keith, que le dijo unas palabras. El reverendo Graft agradeció la presencia de todo el mundo e invitó a los asistentes a pasar por la casa de los Stout.

Veinte minutos más tarde, David y los dos agentes salían de Sunset y giraban al norte para internarse en las colinas de Brentwood, donde se ocultaban grandes mansiones detrás de muros de piedra, verjas de hierro forjado o setos cuidadosamente recortados. En la entrada había un empleado de la casa de los Stout que en cuanto George le mostró la credencial franqueó el paso del coche.

Era una mansión construida a principios de siglo por un empresario inescrupuloso de la costa Este llegado a California para pasar el invierno pero que decidió quedarse.

Traía consigo una forma de vida tradicional, pero para ese nuevo hogar, le pidió al arquitecto que incorporara los mejores ideales de la forma de vida de California del Sur. La casa, de estilo colonial con paredes pintadas de color crudo, amplias terrazas y techos de teja, era elegante, grande y perfecta para recibir. Había pasado por muchas manos a lo largo de los años. En 1980, cuando la compraron los Stout, decidieron devolverle su pasado esplendor; primero la restauraron y después embellecieron su elegante estructura. Y donde más se notaba era en los jardines.

El proyecto del jardín seguía un modelo semieuropeo de “ambientes” que representaban diferentes países y temas: un jardín japonés; otro de rosas de exposición; un huerto de cítricos californianos; un jardín tropical con buganvillas, aves del paraíso, plantas tropicales en flor y jacarandáes. Unas coloridas plantas bordaban el sendero de entrada. El césped, perfectamente cuidado, rezumaba una verde lozanía. Los plántanos y los robles centenarios se ocupaban de proporcionar sombra. David recordó que en alguna parte había un invernadero lleno de orquídeas y otro jardín oculto sólo para cortar flores. Así Mary Elisabeth Stout podia tener flores frescas en cada habitación prácticamente todo el año.

Una persona del servicio acompañó a David y los agentes por el salón hasta la terraza. Descendieron hacia la piscina, rodeados de una serie de terrazas cubiertas de flores y enredaderas. George y Eddie se acomodaron discretamente a ambos lados de la carpa, mientras David iba directamente al bar. Pidió una cerveza y observó a los otros invitados que iban bajando la escalera. Había un previsible surtido de bogados de diferentes bufetes y entidades gubernamentales, y un pequeño grupo de jueces. David saludó con la mano a Rob Butler, de la oficina del fiscal y a Kate Seigel, de Taylor y Steimberg.

Nadie parecía muy alterado. De hecho, mientras bebían y charlaban en el bar, parecían más los invitados a una fiesta al aire libre que los asistentes a un funeral. ¿Pero qué esperaba David? Si Keith hubiera muerto una semana antes, ¿habría reaccionado él de otra forma? Sin duda habría lamentado la muerte de un amigo y un colega, pero la habría puesto en un compartimiento, como la mayoría de los presentes, que asistían más por obligación que por amistad. Qué extraño, pensó, la manera en que la gente evitaba el duelo y cualquier sentimiento desagradable, como si eso los protegiera de la tragedia o los hiciera invisibles al mal.

Phil Collingsworth, que llevaba más tiempo en el bufete que Miles Sotut, le dio una palmada en la espalda y le dijo que los tres debían hablar un rato más tarde. David saludó también a otra socia que, después de que Hu-lan lo dejara años atrás, lo había animado para que saliera y se casara con Jean. Ese matrimonio había sido un error, pero tras el divorcio, Marjorie, como muchas otras personas y cosas, había acabado en la mitad de los bienes gananciales de Jean. Pero ahí estaba Marjorie, que le daba un abrazo y le decía que se alegraba mucho de volver a verlo después de tanto tiempo. Le preguntó si quería ir a cenar una noche y ver cómo habían crecido los niños.

Era agradable volver a estar entre amigos, pero una sombra se proyectaba sobre la mayoría de las conversaciones. Nadie mencionaba las acusaciones que planeaban sobre Keith ni la presencia de David en el momento de la muerte, pero éste sentía que estaba allí. Al cabo de un instante, el intercambio de cortesías cesaba, se instalaba un incómodo silencio, el grupo se dispersaba y se formaba otro.

En un momento dado David se encontró solo. Miró alrededor, captó una mirada de lástima del agente Baldwin y rápidamente apartó la vista. Sus ojos se posaron en la hermana de Keith, que estaba con una pareja mayor. Los tres parecían agotados y fuera de lugar en esa atmósfera de fiesta. David se abrió paso entre los diferentes corrillos, se acercó a la familia de Keith, les tendió la mano y se presentó.

La anciana suspiró acongojada y el marido le pasó una mano protectora por el hombro, mientras tendía la otra mano y se la estrechaba a David con firmeza.

– Matt Baxter, encantado. Soy… era el padre de Keith. Y ella es la madre, Marie. Ella es Anne.

Pero, al parecer, estas presentaciones eran lo máximo que podía hacer en aquel momento. David observó cómo le apretaba el hombro a su mujer, esta vez para darse fuerzas a sí mismo.

Pasaron un rato en silencio, hasta que Anne, con lágrimas en los ojos, miró a David.

– Así que usted es la persona que estaba con Keith cuando…

– Así es -confirmó él-. ¿Puedo sentarme?

– Por supuesto -dijo Anne.

David acercó una silla de jardín. En cuanto se sentó con Anne y su familia percibió un olor muy fuerte y espantosamente dulce que le recordó a la muerte.

– ¿Puede hablarnos de Keith durante esa última noche? -pidió la hermana.

David estaba tan inmerso en el sentimiento de culpa, que no se le había ocurrido que la familia de Keith, si tenía la oportunidad, le haría esa pregunta. ¿Qué podía decir? ¿Qué Keith había bebido mucho? ¿Qué estaba muy preocupado por su trabajo? No eran palabras de consuelo. Así que contestó con verdades a medias.

– Tomamos una botella de vino y comimos pescados. Estaba de buen humor. Bromeó y me pinchó para que volviera al bufete -dijo.

La familia de Keith sonrió con tristeza.

– ¿Pero dijo algo? -insistió Anne.

¿Preguntaba por las acusaciones que Pearl Jenner había lanzado en el Times? No podía ser.

– En aquel momento nada parecía tan importante -dijo tratando de no ahondar en el tema-. Una charla de amigos que se ponen al día sobre sus respectivas actividades. Me preguntó por juicios en los que había estado trabajando. Ya saben, conversaciones de abogados…

– No sé cómo puede decir eso -repuso Anne sin ocultar su sarcasmo.

– Anne, por favor -imploró Matt a su hija, pero ésta no le hizo caso.

– Yo también hablé con él ese día. -Su voz se había vuelto seca y dura, mientras miraba fijamente a David esperando que respondiera.

¿Qué sabía Anne exactamente? ¿Estaba, como él, preocupada por la reputación de su hermano? Lo único que David pensaba en aquel momento era que no quería hablar de todo eso delante de los padres de su amigo.

– Mi hermano estaba angustiado. Acababa de morir su novia… -Anne se echó a llorar.

¿Su novia? Keith no le había mencionado nada. ¿Acaso David había malinterpretado a su amigo? No, no si lo que decía el Times era verdad.

– No le hemos dado las gracias por llamarnos esa noche.intervino la madre de Keith-. Para nosotros fue muy importante que nos llamara un amigo en lugar de la policía. Creo que no lo habría soportado.

– Si la situación hubiera sido a la inversa, Keith habría hecho lo mismo por mí.

– ¿Está seguro? -preguntó Anne.

– Absolutamente.

– ¿Me refiero a que usted cree que la situación habría podido ser a la inversa?

– Anne -le rogó Matt Baxter a su hija.

Anne se secó las lágrimas enfadada y se volvió impaciente hacia su padre.