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Una noche tras otra, verano e invierno, el suplicio de las tormentas, la quietud de flecha del buen tiempo, mantenían su diálogo sin interferencia. Atendiendo (si hubiera habido alguien que escuchara) desde las habitaciones de arriba de la casa vacía podría haberse escuchado sólo un gigantesco caos enhebrado de relámpagos, cayendo, derribándose, mientras vientos y olas jugaban como bultos amorfos de Leviatanes cuya frente careciese de la luz de la razón, que se subiesen los unos encima de los otros, y alborotasen y se moviesen en la oscuridad o a plena luz del día (porque noche y día, mes y año se precipitaban unos sobre otros en confusas formas) dedicándose a juegos idiotas, hasta que tal parecía que todo el universo luchase y se tambalease, en brutal confusión y en insolente e inmotivada lascivia.
En primavera, los jarrones del jardín, llenados al azar con plantas traídas por el viento, estaban tan alegres como de costumbre. Hubo violetas y narcisos. Pero la quietud y el resplandor del día eran tan extraños como el tumulto de la noche, con los árboles ahí erguidos, y las flores, mirando ante ellos, mirando hacia arriba, y sin ver nada, sin ojos, y tan terribles.