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Cantaba mientras se bamboleaba (porque se movía como un barco en la mar) y miraba con enfado de reojo (no miraba de frente, sino de reojo, con una mirada que censuraba el desdén y la ira del mundo: era una ignorante, lo sabía), mientras se agarraba a la balaustrada, y subía con fatiga las escaleras, y mientras pasaba de una habitación a otra; cantaba. Frotaba el vidrio del espejo grande; y seguía mirando de reojo, enfadada, su figura que se movía de un lado a otro; de sus labios salía un sonido: algo que había sido alegre veinte años antes, acaso sobre los escenarios, que se había tarareado, y se había bailado, pero ahora, que procedía de la desdentada mujer de la limpieza con su gorrito, había sido despojado de todo significado: era como la voz de un humor ignorante, persistente, pisoteado, pero erguido de nuevo; de forma que mientras se movía de un lado a otro, al limpiar el polvo, al fregar, parecía decir que la vida consistía en una única y prolongada tristeza, que todo se reducía a levantarse y acostarse, a sacar cosas y guardarlas. No era un mundo cómodo ni fácil, bien que lo conocía desde hacía setenta años. Estaba vencida de cansancio. ¿Cuánto tiempo…?, se preguntaba, dolorida, gruñendo, de rodillas, bajo la cama, limpiando el polvo de los muebles, ¿cuánto tiempo durará esto? Pero al momento se ponía de nuevo en pie con torpes movimientos, cogía fuerza, y de nuevo con la mirada de reojo, que se desviaba de sus propios ojos e incluso de su cara, y de sus penas, se erguía y se miraba en el espejo, sonriendo sin motivo, y comenzaba de nuevo el cansado ir y venir, el trastrabillar: cogiendo esteras, sacando la porcelana, mirando de reojo el espejo, como si, después de todo, tuviera sus consuelos, como si se hubiera enredado en su elegía alguna incorregible esperanza. Seguro que hubo momentos de felicidad ante la tabla de lavar, con sus hijos (aunque dos habían sido naturales, y uno la había abandonado), en el bar, bebiendo, rebuscando en los cajones. Debe de haber habido alguna fisura en la oscuridad, algún venero en la profundidad de la oscuridad con luz suficiente para desfigurar su cara sonriente en el espejo, y hacer, de vuelta al trabajo, que musitara una vieja canción de music hall. Mientras tanto el místico y el visionario paseaban por la playa, removían un charco, miraban una piedra, se preguntaban: «‹Qué soy?» «‹Qué es esto?» De repente recibían una respuesta (aunque no sabían cuál era): de manera que había calor en su hielo, y comodidad en su desierto. Pero Mrs. McNab continuaba bebiendo y cotilleando como siempre.