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De forma que irrumpían esos aires perdidos en la casa vacía; las puertas estaban cerradas; y los colchones, recogidos; los aires eran la vanguardia de ejércitos poderosos; rozaban los desnudos aparadores, mordisqueaban, abanicaban, no hallaban en los dormitorios ni en el salón nada que los detuviera, sólo papeles desprendidos que se movían, madera que rechinaba, las desnudas patas de las mesas, platillos y porcelana sucia, deslucida, desportillada. Lo único que conservaba forma humana era lo que habían abandonado, lo que habían dejado: un par de zapatos, un sombrero de caza, ajados abrigos y faldas en los armarios; y su vaciado indicaba que en otros tiempos estuvieron habitados y llenos de vida: que hubo manos que se afanaron en los corchetes y botones; que el espejo había reflejado una cara; que había contenido un mundo que ahí se abría, en el que giraba una figura, se movía con rapidez una mano, se abría la puerta, entraban aprisa los niños tropezando, volvían a salir. Ahora, un día tras otro, la luz devolvía, como flor que se reflejara en el agua, su clara imagen en la pared de enfrente. Sólo las sombras de los árboles, que florecían en el viento, presentaban sus respetos sobre la pared, y durante un fugaz momento ensombrecían el charquito en el que se reflejaba la propia luz; o los pájaros, al volar, hacían que cruzara lentamente el suelo del dormitorio una delicada manchita.

Reinaban el amor y la quietud, y juntos componían la propia imagen del amor, una imagen despojada de vida; solitaria como un charco al atardecer, lejano, visto desde la ventana de un tren, y que tan aprisa se desvanecía que, blanco de crepúsculo, aunque se le llegase a ver, apenas era despojado de su soledad. El amor y la quietud se daban la mano en el dormitorio; y, entre jarras cubiertas y sillones enfundados, ni siquiera turbaban aquella paz la impertinencia del viento o la húmeda nariz de los aires marinos, que rozaban, olisqueaban, repetían, reiteraban las preguntas -«¿Desaparecéis?, ¿morís?»-; tampoco turbaban la indiferencia, el aire de pura integridad, como si las preguntas que hacían apenas exigieran respuesta de ellos: nos quedamos.

Nada, al parecer, podía romper aquella imagen, corromper aquella inocencia, o turbar el inestable manto de silencio que, una semana tras otra, en la habitación vacía, se entretejía con los tenues trinos de los pájaros, con las sirenas de los barcos, con el murmullo y zumbido de los campos que envolvían la silenciosa casa: el ladrido de un perro, el grito de un hombre. Sólo una vez una tabla cayó en el rellano, en medio de la noche, con estruendo, con desgarro; como, tras siglos de quietud, se desgaja una piedra del monte, y se arroja rodando ruidosamente al valle; un pliegue del chal se había desprendido y se movía de un lado a otro. Luego regresó la paz, se estremecieron las sombras; y la luz de nuevo se inclinaba para adorarse a sí misma en la pared de la habitación, cuando he aquí que Mrs. McNab, tras rasgar el velo del silencio con manos que habían frecuentado la tabla de fregar, lo hizo trizas con zapatos que rechinaban sobre la gravilla; venía, como le habían ordenado, a abrir las ventanas, y a limpiar el polvo de las habitaciones.