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El Maestro era como un chiquillo hambriento en su apetito por los juegos. Encerrado en su habitación con sus juegos, dañaba su corazón. Pero como persona introspectiva, no dada a cambios de humor, tal vez pensaba que sólo los juegos tranquilizarían sus nervios y alejarían su mente del Go. Nunca salía a caminar.

A la mayoría de los jugadores de Go le gustaba otros juegos también, pero la adicción del Maestro era algo especial. Él no podía jugar un partido simple, indiferente, que lo dejara tranquilo. Su paciencia y resistencia no tenían fin. Jugaba día y noche, con una intranquila obsesión. Lo suyo no era jugar para dispersar la tristeza o el ilusorio tedio sino entregarse a los colmillos de los demonios del juego. Se lanzaba al mahjong y al billar del mismo modo que lo hacía con el Go. Sin tomar en cuenta los inconvenientes que causaba a sus adversarios, se diría que el Maestro era siempre verdadero y claro. Al contrario de una persona común con preocupaciones de alguna intensidad, el Maestro parecía perdido en vastas distancias.

Incluso durante el intervalo entre la sesión y la cena, deseaba jugar uno u otro juego. Iwamoto no habría terminado con su botella de sake cuando ya el Maestro vendría impaciente a buscarlo.

Al final de la primera sesión en Hakone, Otake le pidió a la criada que le llevara de inmediato un tablero de Go a su habitación. Podíamos oír el golpeteo de las piedras mientras, según parecía, revisaba el desarrollo del juego. El Maestro, ahora con kimono de algodón, apareció prestamente en la oficina de los organizadores. Con enorme resolución me derrotó en cinco o seis partidos de ninuki renju.

– Qué juego tan ligero -dijo de mal humor cuando salimos-. Jugaremos shogi. Hay un tablero en la habitación del señor Uragami.

Su partido con Iwamoto con una ventaja de dos lugares fue interrumpido por la cena.

Feliz con su trago nocturno, Iwamoto, que se había sentado con las piernas cruzadas y se daba palmadas en sus muslos descubiertos, a su debido turno perdió.

Después de la cena cada tanto llegaba el sonido de las piedras desde la habitación de Otake; pero pronto éste bajó para jugar con ventaja de dos lugares, con Sunada de Nichinichi y conmigo.

– Cuando juego shogi, tengo que cantar. Discúlpenme, por favor. Me encanta el shogi. Me pregunto una y otra vez -y de verdad que no lo puedo entender- por qué me convertí enjugador de Go en lugar de shogi. He estado más tiempo dedicado al shogi que al Go. Debo haberme iniciado en él cuando tenía cuatro, y hasta tal vez antes de cumplirlos, y creo que una persona debe ser más fuerte en el juego que ha aprendido primero.

Después cantaría feliz sus propias versiones de canciones infantiles y populares, punteándolas con bromas e insinuaciones.

– Imagino que es usted el jugador de shogi más poderoso de la Asociación -dijo el Maestro.

– Eso espero. Usted también es bastante bueno, señor. Pero nadie en la Asociación ha tenido alguna vez el primer rango en shogi. Me imagino siempre como un principiante cuando juego renju con usted. Ni siquiera conozco los movimientos corrientes. Yo simplemente me abro camino. Creo que usted es del tercer rango, ¿verdad?

– Pero dudo que sea capaz de enfrentar a un profesional de primer rango. El profesionalismo le da fuerza a una persona.

– El Maestro de shogi Kimura, ¿qué tal es en Go?

– Probablemente del primer rango. Dicen que ha mejorado mucho últimamente.

Otake tarareaba alegremente mientras luchaba con el Maestro en una partida sin ventajas. El Maestro se sintió tentado a tararear con él. Esa ligereza no era algo habitual en el Maestro. Con una pieza clave promovida, tenía un cierto margen.

En esos días los partidos de shogi del Maestro eran todavía animados y rápidos, pero a medida que la enfermedad se apoderaba de él una calidad fantasmal se hizo evidente. Incluso tras la sesión del 10 de agosto practicó algunos juegos para distraerse. Yo sentía que él padecía los tormentos del infierno.

La siguiente sesión fue programada para el 14 de agosto. Pero el Maestro estaba muy débil y sentía mucho dolor. Los organizadores instaron a suspender el encuentro. El periódico se había resignado a lo inevitable. El Maestro hizo una sola jugada el 14 de agosto y se llamó a receso.

Sentado ante el tablero, cada jugador tomó su tazón con piedras del tablero y se lo colocó sobre las rodillas. El tazón pareció demasiado pesado para el Maestro. Los jugadores, a su turno, siguiendo el curso inicial del juego, extendieron las piedras como al final de la última sesión. Las piedras del Maestro parecían deslizarse entre sus dedos, pero a medida que las hileras iban tomando forma él parecía ganar fuerza, y el golpeteo de las piedras se hacía más violento.

En absoluta inmovilidad, el Maestro meditó durante treinta y tres minutos sobre su única jugada. Se había convenido que Blanco 100 sería sellada.

– Puedo jugar un poco más, creo -dijo el Maestro.

Sin duda estaba con un espíritu combativo. Los organizadores llevaron a cabo una precipitada consulta. Pero una promesa es una promesa. Y se decidió terminar la sesión con una jugada sellada.

– Muy bien entonces. -Incluso tras haber sellado su Blanco 100, el Maestro seguía con la vista fija en el tablero.

– Ha sido mucho tiempo, y le he causado grandes dificultades -dijo Otake-. Por favor, cuídese.

– Sí -fue todo lo que dijo el Maestro. Su esposa contestó más extensamente.

– Exactamente unas cien jugadas. ¿Cuántas sesiones? -Otake preguntó al controlador-. ¿Diez? ¿Dos en Tokio y ocho aquí en Hakone? Exactamente diez jugadas por sesión.

Más tarde, cuando fui a despedirme del Maestro, él estaba mirando absorto al cielo sobre el jardín.

De inmediato debería trasladarse al Hospital San Lucas, pero parecía difícil que consiguiera boletos de tren en esos días.