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Después de una consulta con las personas pertinentes del periódico y con la Asociación de Go, se decidió que el doctor Kawashima de Tokio y el doctor Okajima de Miyanoshita consentirían el deseo del Maestro y permitirían que el certamen continuara. Las condiciones impuestas fueron: limitar el cansancio del Maestro, reemplazar las sesiones de cinco horas de cada quinto día por sesiones la mitad de prolongadas el tercero o cuarto día. Y examinar al Maestro antes y después de cada sesión.

Sin duda era un último recurso este plan que buscaba terminar con el certamen en unos pocos días y permitir que el Maestro se recuperara. El alojamiento en una posada con aguas termales durante un encuentro que se prolongaba por dos o tres meses podía considerarse un gran lujo. Para los jugadores, sin embargo, el sistema de "estar encerrados en una lata" era exactamente eso: estaban encerrados estrechamente con el juego de Go. De habérseles permitido regresar a sus casas durante los cuatro días de receso, habrían dejado atrás el tablero y apartado su mente de él, y se habrían entregado en consecuencia al descanso; encerrados en ese lugar, tenían pocas diversiones. No habrían sido mayores los problemas si el "encierro" hubiera sido por unos pocos días o una semana, pero mantener al Maestro de sesenta y cuatro años prisionero durante dos o tres meses podría calificarse de tortura. Hoy en día este aislamiento es la práctica habitual. Ni se pensó en la combinación nefasta de la edad del Maestro y la duración del certamen. Para el Maestro el sometimiento a reglas un tanto excesivas era ya casi un sucedáneo de la corona del héroe.

Menos de un mes después, caería derrotado el Maestro.

Esa última fecha iban a modificarse las reglas. Para Otake el asunto revestía gran importancia. Si el Maestro no respetaba el pacto original, lo más honorable sería que se declarara vencido.

Otake no podía decirlo tan abiertamente, pero planteó una objeción:

– No puedo descansar lo suficiente en tres días y no puedo entrar en asunto en sólo dos horas y media.

Y si bien cedió en ese punto, el hecho de jugar con un anciano enfermo lo colocaba en una situación difícil.

– No quiero que digan que he forzado a un hombre enfermo a jugar. Yo abandonaría ya el juego, pero él insiste; no pretendo que la gente me entienda. Es más que seguro que se inclinarán por la otra visión. Y si continuamos con el certamen y la condición de su corazón empeora, todos me responsabilizarán por eso. Qué bien, verdad. Seré recordado como alguien que ha mancillado la historia del juego. ¿Y si, por consideración a su persona, le permitimos tomarse todo el tiempo necesario para recuperarse y luego tenemos nuestro encuentro?

Decía, en resumen, que no era fácil jugar con un hombre que estaba evidentemente enfermo. No quería que pensaran que había sacado ventaja de la enfermedad para ganar, y su posición sería aún peor en caso de perder. La conclusión no estaba clara todavía. El Maestro era capaz de olvidarse de su enfermedad al sentarse ante el tablero, y Otake, forzado también a cerrar los ojos, se encontraba en desventaja. El Maestro se había convertido en una figura trágica. El periódico la acrecentaba con el efecto que causaba su declaración de que deseaba morir sobre el tablero. Se había transformado en un mártir, que se sacrificaba por su arte. El tenso y sensible Otake debía mostrarse indiferente a las tribulaciones de su contrincante.

Hasta los enviados del Nichinichi decían que el asunto se había transformado en una cuestión humanitaria. Pero era el propio Nichinichi, auspiciante de este certamen de despedida, el que quería a toda costa continuar. El encuentro aparecía seriado y estaba teniendo un gran éxito popular. Mis informes tenían también éxito, y los leían incluso personas legas en Go. Había quienes insinuaban que el Maestro odiaba la idea de perder esas jugosas entradas. Juzgué demasiado arriesgadas estas opiniones.

La noche anterior a la sesión programada para el 10 de agosto, hubo que esforzarse para superar las objeciones de Otake. Cierta infantil perversión le hacía decir no cuando los demás decían sí, y cierta terquedad le impedía asentir cuando eso parecía lo obvio; y además los periodistas y los funcionarios de la Asociación de Go no eran buenos para persuadir. No se encontraba solución. Yasunaga Hajimé del cuarto rango era un amigo que conocía el mecanismo mental de Otake, y tenía mucha experiencia como mediador en disputas. Así que se ofreció para hacerlo entrar en razón, pero la disputa terminó sobrepasándolo.

Ya era muy tarde esa noche cuando la señora de Otake llegó con su bebé desde Hiratsuka. Sollozó al discutir con su marido. Su conversación era cálida y gentil y sin nada de excesos incluso cuando sollozaba; y tampoco había en su modo la menor insinuación de la esposa virtuosa que busca sostener y reformar. Su ruego lloroso era sincero. Yo observaba admirado.

Su padre tenía una posada con aguas termales en Jigokudani en Shinshu. La anécdota de Otake y Wu enclaustrados en Jigokudani estudiando nuevas aperturas es famosa en el mundo del Go. Yo mismo había oído hablar de la belleza de la señora de Otake, si bien era entonces todavía una muchacha. Un joven poeta que había llegado allí desde las alturas se había percatado de la belleza de las hermanas de Jigokudani y me había transmitido sus impresiones.

El ama de casa esforzada y un tanto desaliñada que yo vi en Hakone me tomó de sorpresa; y, sin embargo, en la figura materna entregada a los deberes domésticos, que tenía poco tiempo para dedicarse a su apariencia, podía percibir todavía la silvestre belleza de la muchacha de la montaña. La sagacidad gentil se manifestó de inmediato. Y pensé que nunca había visto un bebé tan espléndido. En esa criatura de ocho meses había tal fuerza y vigor que creí que también podría percibir alguna cualidad épica en Otake. El niño tenía una piel blanca y delicada.

Incluso ahora, transcurridos doce o trece años, ella me dice cada vez que la veo "el niño que usted tuvo la amabilidad de elogiar". Y escuché que le decía al que fuera ese niño:

– ¿Recuerdas los elogios que el señor Uragami tenía para tí en sus artículos en el diario?

Otake resultó persuadido por las observaciones de su mujer. Su familia le importaba mucho.

Aceptó jugar, pero se quedó sin dormir durante toda la noche. Seguía preocupado. A las cinco o seis de la mañana recorría los pasillos. Lo vi a la mañana temprano, ya con vestidos formales, tendido en un sofá cerca de la entrada.