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Era la primera ocasión en que el Maestro practicaba una partida con jugadas selladas. Al comienzo de la segunda sesión, el sobre fue retirado del cofre de Koyokan, y su sello inspeccionado por los contrincantes junto con el secretario de la Asociación como testigo. El contrincante que había sellado su jugada debía mostrar el esquema a su adversario, y entonces la piedra se colocaba en su lugar en el tablero. En Hakone y en Ito se había seguido el mismo procedimiento. La jugada sellada era un modo de ocultar al adversario la última jugada de una sesión.

En juegos que se prolongaban durante varias sesiones, era lo usual desde tiempos remotos que Negro hiciera la última jugada de la sesión, como un acto de cortesía hacia el jugador más distinguido. Puesto que la práctica le daba ventaja a este último, la injusticia se remedió concediéndole al jugador, cuyo turno sería al final de la sesión, digamos a las cinco en punto, que hiciera la última jugada. El Go tomó este modelo del shogi, que primero había ideado la jugada sellada. El propósito era eliminar la evidente irracionalidad de permitir que quien hiciera la primera jugada, en el comienzo de la siguiente sesión -habiendo visto la última jugada-, pudiera, durante el receso, que podía prolongarse por unos días, meditar sobre su próxima jugada. Por otra parte, se buscaba no favorecer el intervalo más extenso en relación al tiempo asignado.

Se diría que el Maestro, en esta última partida, se veía importunado por el moderno racionalismo, para el cual los procedimientos minuciosos lo eran todo y del cual toda la gracia y elegancia del Go como por arte de magia se habían esfumado; que casi se desentendía del respeto hacia los mayores y no daba importancia al mutuo respeto entre los seres humanos. Del camino del Go, la belleza de Japón y del Oriente se habían desvanecido. Todo se había vuelto ciencia y reglas. El camino hacia el ascenso de categoría, que controlaba la vida de un jugador, se había convertido en un meticuloso procedimiento de puntaje. Uno conducía el enfrentamiento con la única meta de ganar, y no había margen para recordar la dignidad y la fragancia del Go como arte. El modo moderno enfatizaba la lucha bajo condiciones de justicia abstracta, incluso al desafiar al Maestro. La culpa no era de Otake. Tal vez lo que había sucedido era lo obvio, entendido el Go como una competencia y una demostración de fuerza.

Durante más de treinta años el Maestro no había jugado Negro. Era el primero de todos, y no había nadie que se le aproximara como segundo. Mientras vivió, ninguno de los más jóvenes llegó más allá del octavo rango. Durante todo el tiempo que duró su era, mantuvo a la oposición bajo control, y no hubo nadie que pudiera salvar la brecha que los separaba. Que una década después de su muerte, no se haya ideado ningún método para determinar la sucesión para el título de Maestro de Go se deba probablemente a la imponente presencia de Honnimbo Shusai. Quizás haya sido el último de los verdaderos maestros reverenciado en la tradición de Go, como una vía del arte y la vida.

Empezó a resultar evidente en los campeonatos que el título de Maestro sería una demostración de fuerza y nada más, y que la posición iba a devenir en una suerte de pendón de victoria y un activo comercial para el desempeño competitivo. Hay que aclarar también que el Maestro vendió su última partida a un periódico a un precio sin precedentes. No se lanzó al combate sino que permitió que un periódico lo lanzara al combate. Tal vez, como en el sistema de certificación por escuelas y maestros en tantas artes tradicionales japonesas, la noción de un Maestro de por vida y la categorización por rangos sean reliquias feudales. Quizá, si se hubiera visto obligado a presentarse en competencias anuales por el título, como es usual entre los maestros de shogi, el Maestro habría muerto varios años antes.

Antiguamente el poseedor del título, temeroso de verse perjudicado, evitaba el enfrentamiento concreto, incluso en encuentros de rutina. Nunca antes, probablemente, hubo un maestro que se enfrentara por un título a la avanzada edad de 64 años. Pero en el futuro resultaría impensable la existencia de un maestro que no se prestara a la competencia. El Maestro Shusai pareciera haber quedado, por una serie de circunstancias, en el límite entre lo viejo y lo nuevo. Gozaba al mismo tiempo de la encumbrada posición de un viejo maestro y de los beneficios materiales de alguien moderno. Un día, con un espíritu en el que se combinaban idolatría e iconoclasia, el Maestro se dirigió a su último combate como el último sobreviviente de los antiguos ídolos.

Había sido una suerte nacer en la primera floración de Meiji. Tal vez nunca más sería posible para nadie -salvo, digamos, para un Wu Ch'ing-yüan de nuestros días- saber del valle de lágrimas que el Maestro tuvo que recorrer durante sus años de estudiante, para poder contener en su persona un panorama completo de la historia. No sería posible aunque ese alguien fuera un talento en Go como el Maestro. Él era el símbolo del Go mismo, él y su carrera que brilló a lo largo de Meiji, Taisho y Showa, con su logro de haber llevado el juego a su moderno florecimiento. El juego con el que culminaría la carrera del viejo Maestro debía concentrar la atención afectuosa de sus seguidores, la sutileza y elegancia del modo guerrero, el misterioso refinamiento de un arte, todo lo que lo convirtiera en una obra maestra en sí mismo; pero el Maestro no pudo sostenerse con reglas igualitarias.

Siempre que se instituye una ley, el artificio que se vale de pretextos se pone en acción. No puede negarse que hay cierta astucia entre los jóvenes jugadores, una astucia que, cuando se redactan las reglas para prevenirla, se vale de las propias reglas. Entre sus armas se cuentan innumerables usos del tiempo concedido y de la última jugada previa al receso, la jugada sellada; de modo que una partida de Go se transforma en una obra de arte mancillada. El Maestro, al enfrentar el tablero, era un hombre de otros tiempos.

Ignorante de los trucos más recientes. Si a lo largo de su distinguida carrera había sido de lo más natural que el de mayor rango hasta actuara con cierta arbitrariedad, deteniendo por ejemplo el juego un día en que el oponente se había visto llevado a una jugada desafortunada. No existía para él eso de un tiempo limitado. Y estas maneras arbitrarias que se le admitían al Maestro habían forjado su arte, un arte que era incomparablemente superior al juego de nuestros tiempos y a sus reglas.

El Maestro no estaba habituado a esta igualdad nueva sino a las prerrogativas del viejo estilo, y habían circulado desagradables rumores cuando el encuentro con Wu del quinto rango no se sometió al esquema pautado; y parecía que, en el desafío de esta partida final, los más jóvenes habían impuesto reglas más severas a fin de limitar sus tendencias dictatoriales. Las reglas no habían sido establecidas por el Maestro u Otake. Miembros de las máximas jerarquías de la Asociación habían llevado adelante un torneo eliminatorio para decidir quién sería el contrincante, y el código se había redactado antes del inicio. Otake, en representación de la Asociación, sólo intentaba hacer que el Maestro respetara lo convenido.

A causa de la enfermedad del Maestro y por otros motivos, se produjeron numerosas desinteligencias; por otra parte, los modales de Otake y su insistencia en querer controlar la partida evidenciaron su incapacidad para comprender la cortesía que se le debe a un mayor, la carencia del afecto que un enfermo merece, y un racionalismo que de alguna manera no comprendía el verdadero sentido de las cosas. Los organizadores tuvieron muchas preocupaciones, y siempre los argumentos técnicos parecieron estar de parte de Otake. Se manejaban con la creencia, además, de que conceder un milímetro significaba conceder un kilómetro, y la posibilidad de que la relajación de espíritu que significaba conceder el milímetro podría llevar a la derrota. Tales cuestiones no debían permitirse en un certamen tan magno. Sabiendo que estaba obligado a ganar, Otake no podía someterse a los caprichos de su viejo adversario. Incluso me pareció que, cuando todo sugería que la habitual arbitrariedad iría en aumento, la insistencia de Otake en la letra de la ley resultaba en gran parte determinada porque su adversario era el Maestro.

Las reglas diferían obviamente de aquellas aceptadas para un juego común. Sin embargo, también hubiera sido posible luchar sin misericordia, incluso haciendo concesiones en lo referente a tiempo y lugares. Hay jugadores capaces de tal flexibilidad. Tal vez el Maestro se encontró con el contrincante inadecuado.