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Nacido en 1874, el Maestro había festejado su cumpleaños sexagésimo cuarto unos pocos días antes, con una sencilla reunión privada apropiada para esos tiempos de crisis nacional.
– Me pregunto cuál tiene más edad, si esta posada Koyokan o yo -remarcó antes de la segunda sesión.
Recordó que jugadores de Meiji, como Murasé Shuho del octavo rango y Shuei, maestro en la línea Honnimbo, a la cual él mismo pertenecía, habían jugado en Koyokan.
La segunda sesión tuvo lugar en una habitación del primer piso, que conservaba el añejo aire de Meiji. La decoración armonizaba con el nombre Koyokan, "Casa de las hojas otoñales". Las puertas corredizas y los paneles estaban decorados con hojas de arce pintadas en el estilo Korin. El arreglo en el tokonoma era de hojas verdes y dalias. Las puertas de esta sala de dieciocho tatamí [10] habían sido deslizadas para unirla con la contigua, de quince tatami, de modo que el arreglo un tanto exagerado no desentonaba. Las dalias estaban ligeramente marchitas. Nadie ingresó a la habitación ni salió de ella, salvo una criada con un peinado infantil de agujas con flores, que cada tanto entraba a servir té. El abanico del Maestro, reflejado en una bandeja de laca negra en la cual ella había traído agua helada, yacía allí quieto. Yo era el único enviado de prensa que me encontraba en el lugar.
Otake del séptimo rango vestía un kimono negro sin forro de una seda habutaé [11] satinada y una chaqueta con diseño de telas de araña. Un poco menos formal ese día, el Maestro vestía una chaqueta con bordes de brocado. El tablero del primer día había sido reemplazado.
Las dos jugadas inaugurales habían sido de carácter ceremonial, así que el verdadero juego comenzaba ahora. Mientras meditaba sobre Negro 3, Otake se abanicaba y cruzaba las manos tras de sí, y colocaba el abanico sobre la rodilla como un soporte para la mano sobre la cual descansaba su barbilla. Cuando pensaba, la respiración del Maestro se aceleraba, y encorvaba la espalda. Sin embargo, no había nada que sugiriera desorden. El movimiento que recorría su espalda era regular. Era como una concentración de violencia, o como fuerzas de un poder misterioso que hubieran tomado posesión de él. El efecto era más intenso, pues el Maestro no parecía consciente de lo que sucedía. Pero pronto la violencia pasaba. Y otra vez el Maestro estaba en calma. Su respiración era normal, si bien uno no podría asegurar en qué momento había vuelto la serenidad. Me preguntaba si esto señalaba un punto de partida, el cruce de una línea, para que el espíritu presentara batalla. Me preguntaba si estaba siendo testigo del trabajo del alma del Maestro cuando, totalmente inconsciente, recibía su inspiración, y era huésped de ella. ¿O tal vez estaba viendo el paso a la iluminación, como si el alma se desprendiera de todo su sentido de identidad y las llamas del combate se templaran? ¿Era esto lo que lo había convertido en el "Invencible Maestro"?
Al principio de la sesión, Otake había presentado sus formales saludos, tras lo cual había advertido:
– Espero que no le moleste, señor, pero yo a veces debo levantarme.
– Yo tengo el mismo problema -dijo el Maestro-. Tengo que levantarme dos o tres veces por noche.
Era extraño que, a pesar de su aparente comprensión, el Maestro no manifestara percatarse de la tensión nerviosa de Otake.
Yo, cuando estoy trabajando, tomo té sin pausa y abandono mi escritorio, y a veces hasta tengo una indigestión nerviosa. El problema de Otake era más extremo. El descollaba entre los competidores de los grandes torneos de primavera y otoño. Y bebía cantidades asombrosas de la gran tetera que mantenía a su lado. Wu del Sexto Rango, que era en ese momento uno de sus más interesantes adversarios, también, ante el tablero, sufría de enuresis nerviosa. Yo lo vi levantarse diez veces y más en el curso de cuatro o cinco horas de juego. Aunque no tenía la adicción de Otake al té, se oían de todos modos (y uno se sorprendía ante el hecho) ruidos en el mingitorio cada vez que abandonaba el tablero. Con Otake las dificultades no se limitaban a la enuresis. Uno veía con curiosidad que dejaba su hakama [12] y su cinto tras sí en el vestíbulo.
Después de seis minutos de meditar, jugó Negro 3, y de inmediato dijo:
– Discúlpenme, por favor. -Y se levantó. Y nuevamente se puso de pie para jugar Negro 5.
El Maestro, con toda tranquilidad, encendió un cigarrillo del paquete que guardaba en la manga de su kimono.
Mientras pensaba la jugada Negro 5, Otake puso sus manos dentro de su kimono y cruzó los brazos, luego llevó las manos debajo de las rodillas, quitó una invisible partícula de polvo del tablero, y dio vuelta a una de las piedras blancas del Maestro. Si las piedras tienen anverso y reverso, la cara ha de ser el lado interno, liso del caracol; pero pocos prestan atención a estos detalles. El Maestro jugaba indistintamente sus piedras con cualquiera de los dos lados, y Otake una y otra vez las daba vuelta.
– El Maestro es tan tranquilo -dijo una vez Otake, medio en broma-. Los calmos siempre me hacen confundir. Prefiero los ruidosos. Esta calma acaba con mis nervios.
Otake solía bromear cuando estaba ante el tablero, pero como el Maestro no daba señales de darse cuenta, el efecto resultaba mitigado. En un encuentro con el Maestro, Otake se mostraba inusualmente sumiso.
Tal vez la dignidad con la que el verdadero profesional enfrentaba el tablero se debiera a su edad madura, y quizás el joven no la soportaba. De cualquier modo, los jugadores más jóvenes disculpaban todo tipo de ocasionales subterfugios. Para mí, lo más extraño fue un joven jugador del cuarto rango que, en el gran torneo, abrió una revista literaria sobre sus rodillas y se dedicó a leer un relato mientras aguardaba que su adversario decidiera la jugada. Una vez que ésta se cumplía, levantaba la vista, meditaba su jugada, y, después de jugar, volvía imperturbable a la revista. Parecía estar burlándose de su adversario, y no habría sorprendido que éste se ofendiera. Me enteré un día de que el joven se había vuelto loco. Tal vez, a causa del precario estado de sus nervios, no pudo tolerar esos períodos de deliberación.
Me contaron que Otake del séptimo rango y Wu [13] del sexto cierta vez fueron a un vidente para pedirle consejo sobre cómo ganar. El método apropiado, dijo el hombre, era perder toda conciencia de sí mientras uno esperaba la jugada del adversario. Algunos años después de su juego de despedida, y poco antes de su muerte, Onoda del sexto rango, uno de los jueces en ese encuentro final, conservaba un registro perfecto del gran torneo, y dio evidencias de considerables recursos desaprovechados. Su modo de jugar era igualmente notable. Mientras aguardaba la jugada, se sentaba muy tranquilo con los ojos cerrados. Explicó que se liberaba del deseo de ganar. Poco después del torneo fue internado en el hospital, y murió sin saber que tenía cáncer de estómago. Kubomatsu del sexto rango, que había sido uno de los maestros de la niñez de Otake, también había tenido una inusual seguidilla de victorias en el último torneo antes de morir.
Sentados ante el tablero, el Maestro y Otake ofrecían un completo contraste, tranquilidad contra movimiento constante, calma contra tensión nerviosa. Una vez que se había zambullido en una sesión, el Maestro no abandonaba el tablero. Un jugador puede a menudo leer mucho de los modales del adversario y de su expresión; pero decían que entre los profesionales sólo el Maestro no interpretaba nada. Sin embargo, a pesar de toda la tensión externa, el juego de Otake no era para nada tenso, sino poderoso y concentrado. Dado a prolongadas reflexiones, generalmente se excedía en tiempo. Al aproximarse el límite, pedía al controlador que contara los segundos, y en el minuto final hacía entre cien y ciento cincuenta jugadas, con tal violencia creciente que alteraba los nervios de su oponente.
Otake se sentaba y se ponía otra vez de pie, como preparándose para una batalla. Era eso el equivalente a la agitada respiración en el Maestro. Sin embargo, la pesadez de su delicada y encorvada espalda era lo que más me impresionaba. Me sentía testigo indiscreto de su misterioso acceso de inspiración, fortaleza y calma, desconocido por el propio Maestro e inadvertido para los demás.
Pero finalmente me pareció que me había excedido. Quizás el Maestro había sentido apenas una punzada en el pecho. Su condición cardíaca empeoraba a medida que el encuentro avanzaba, y tal vez había sentido el primer espasmo en ese momento. Sin saber de su enfermedad, había reaccionado yo de ese modo, por respeto al Maestro. Yo debería haber sido más fríamente racional. Pero el propio Maestro no parecía consciente de su dolencia y de su dificultosa respiración. No había ninguna señal de dolor o de inquietud en su cara, ni se había llevado la mano al pecho.
El movimiento Negro 5 demandó veinte minutos, y el Maestro empleó cuarenta y uno para Blanco 6, el primer período de deliberación considerable en el encuentro. Como se había convenido que el jugador, cuyo turno fuera a las cuatro de la tarde, lacraría su jugada, esta jugada le correspondería al Maestro, a menos que se decidiera en dos minutos. Negro 11 de Otake había ocurrido dos minutos antes de la hora. El Maestro lacró su Blanco 12 veintidós minutos después de la hora.
El cielo, claro a la mañana, se había nublado. La tormenta que provocaría inundaciones tanto en el este como en el oeste de Japón estaba en camino. [14]