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Pronunció con tanto odio esa palabra, sz, que me estremecí., Sonaba como la sz que significa «morir», y recordé que Popo me dijo una vez que el cuatro es un número muy agorero porque si lo pronuncias airadamente, siempre le das el sentido erróneo.

Llegó el Rocío Frío, empezó a helar y Segunda y Tercera Esposa, hijos y criados regresaron a Tientsin. Hubo una gran conmoción a su llegada. Wu Tsing había permitido que el coche nuevo fuese a la estación pero, naturalmente, no bastaba para transportarlos a todos. De acuerdo que seguían al automóvil unos doce jinrikishas, que avanzaban dando brincos, como grillos en pos de un gran escarabajo brillante. Del coche empezaron a bajar mujeres.

Mi madre estaba detrás de mí, dispuesta a saludar a los recién llegados. Una mujer que llevaba un sencillo vestido extranjero y unos zapatos grandes y feos se acercó a nosotras. La seguían tres niñas, una de ellas de mi edad.

– Esta es Tercera Esposa y sus tres hijas -dijo mi madre.

Las tres niñas eran aún más tímidas que yo. Rodearon a su madre, con la cabeza gacha y sin decir nada, pero yo seguí mirándolas. Eran tan poco agraciadas como su madre, con los dientes grandes, los labios gruesos y las cejas tan hirsutas como una oruga. Tercera Esposa me saludó cariñosamente y permitió que le llevara uno de sus paquetes. Mi madre apoyaba su mano en mi hombro, y noté que se ponía rígida.

– También está Segunda Esposa -susurró-. Querrá que la llames Madre Grande.

Vi a una mujer que llevaba un largo abrigo negro de piel y ropas occidentales de color oscuro, muy elegantes. Sostenía en brazos a un niño pequeño de gruesas mejillas rosadas, que tendría unos dos años.

– Es Syaudi, tu hermanito -susurró mi madre.

El pequeño llevaba un gorro de la misma piel oscura y curvaba el dedo meñique alrededor del collar de perlas de Segunda Esposa. Me pregunté cómo podía ésta tener un hijo de tan corta edad. Era bastante guapa y parecía sana, pero ya muy mayor, tal vez tuviera cuarenta y cinco años. Entregó el bebé a una sirvienta y empezó a dar instrucciones a las numerosas personas que seguían apiñadas a su alrededor.

Entonces Segunda Esposa se me acercó sonriente, su abrigo de piel destellando a cada paso. Cuando llegó a mi lado me dio unas palmaditas en la cabeza y, con un rápido y garboso movimiento de sus pequeñas manos, se quitó el largo collar de perlas y lo puso alrededor de mi cuello.

Era la joya más hermosa que yo había visto jamás, diseñada al estilo occidental, cada perla del mismo tamaño e idéntico tono rosado, con un pesado broche de plata ornamentada que unía los extremos.

Mi madre se apresuró a protestar.

– Esto es demasiado para una niña pequeña. Lo romperá… lo perderá.

Pero Segunda Esposa se limitó a decirme:

– Una niña tan bonita necesita algo que le ilumine el rostro.

Por la manera en que mi madre retrocedió y guardó silencio, comprendí que estaba enfadada. No le gustaba Segunda Esposa, y yo debía ser cuidadosa al mostrar mis sentimientos, para que mi madre no pensara que aquella mujer se había ganado mi voluntad. Sin embargo, me sentía atolondrada, rebosante de alegría porque Segunda Esposa me había hecho aquel favor especial.

– Gracias, Madre Grande -dije a Segunda Esposa. Bajé los ojos para que no me viera el rostro, pero aun así no pude evitar una sonrisa.

Por la tarde, cuando mi madre y yo tomamos el té en su habitación, supe que su enfado persistía.

– Ten cuidado, An-mei -me dijo-. Lo que ella te dice no es auténtico. Siempre forma nubes con una mano y lluvia y con la otra. Intenta engañarte para que hagas cualquier cosa por ella. -Permanecí inmóvil, tratando de no prestar atención a mi madre. Pensaba que protestaba demasiado, que posiblemente todas sus desdichas se originaban en sus quejas. Pensaba que no debía escucharla. Entonces me sorprendió -: Dame el collar -dijo de pronto. Me quedé mirándola sin moverme y ella insistió-: Como no me crees, debes darme el collar. No permitiré que te compre por tan bajo precio.

Seguí sin moverme, y ella se levantó, se acercó a mi lado y me quitó el collar del cuello. Sin darme tiempo a gritar para impedírselo, lo tiró al suelo y lo pisó. Cundo lo puso sobre la mesa, vi lo que había hecho. Aquel collar que casi había comprado mi corazón y mi mente, tenía ahora una cuenta de cristal rota.

Más tarde mi madre extrajo aquella cuenta rota e hizo un nudo en el hilo para que el collar volviera a parecer entero. Me dijo que lo llevara puesto durante una semana, para que recordara la facilidad con que podían convencerme de algo falso. Y después de que hubiera lucido las perlas falsas el tiempo suficiente para aprender la lección, permitió que me las quitara. Entonces abrió una caja y se volvió hacia mí.

– ¿Sabes reconocer ahora lo auténtico? -me preguntó. Asentí y ella me puso algo en la mano. Era un pesado anillo de zafiro azul acuoso, con una estrella en el centro, tan puro que a partir de entonces nunca dejé de mirarlo maravillada.

Antes de que empezara el segundo mes frío, Primera Esposa regresó de Pekín, donde tenía una casa y vivía con dos hijas solteras. Recuerdo que imaginaba a Primera Esposa como alguien que haría inclinar la cerviz a Segunda Esposa. Según la ley y la costumbre, Primera Esposa era la principal.

Pero Primera Esposa resultó ser un espectro viviente y no supuso ninguna amenaza para la Segunda Esposa, cuyo fuerte espíritu continuó intacto. Primera Esposa parecía bastante vieja y frágil, con el cuerpo encorvado, los pies vendados, chaqueta y pantalones acolchados, al estilo antiguo, y el rostro arrugado y feo. Pero ahora que la recuerdo, no debía de ser demasiado vieja, pues tendría la edad de Wu Tsing, unos cincuenta años.

Cuando vi a Primera Esposa, pensé que era ciega, pues actuó como si no me viera. Tampoco pareció ver a Wu Tsing ni a mi madre y, no obstante, veía a sus hijas, dos solteronas que habían dejado atrás la edad en que las mujeres son casaderas. Tenían por lo menos veinticinco años. Primera Esposa siempre recuperaba la vista a tiempo para regañar a los dos perros por husmear en su cuarto, remover la tierra en el jardín, al otro lado de su ventana, u orinarse en la pata de una mesa.

Una noche, mientras Yan Chang me ayudaba a bañarme, le pregunté:

– ¿Por qué Primera Esposa ve unas veces y otras no?

– Primera Esposa dice que sólo ve lo que es la perfección de Buda -respondió ella-. Dice que es ciega a casi todos los defectos.

Yan Chang me contó que Primera Esposa había decidido ser ciega a la infelicidad de su matrimonio. Ella y Wu Tsing se habían unido en tyandi, el cielo y la tierra, de modo que el suyo era un matrimonio espiritual, dispuesto por una casamentera, ordenado por los padres del novio y protegido por los espíritus de sus antepasados. Pero tras el primer año de matrimonio, Primera Esposa dio a luz una hija con una pierna demasiado corta, y esta desgracia la incitó a emprender peregrinaje a los templos budistas, para ofrecer limosnas y vestidos de seda a medida con los que honrar la imagen de Buda, quemar incienso y orar para que Buda alargara la pierna de su hija. Pero Buda prefirió bendecir a Primera Esposa con otra hija, ésta con las dos piernas perfectas, pero, ¡ay!, con una mancha de color té pardo que le cubría medio rostro. Esta segunda desgracia hizo que Primera Esposa emprendiera tantos peregrinajes a Tsinan, a media jornada en tren hacia el sur, que Wu Tsing le compró una casa cerca del Despeñadero de los Mil Budas y el Bosque de Bambú con Manantiales Burbujeantes. Y todos los años le aumentaba la asignación necesaria para mantener aquella vivienda. Así pues, dos veces al año, durante los meses más cálidos y más fríos, regresaba a Tientsin para presentar sus respetos y sufrir sin ser vista en la casa de su marido. Y cada vez que regresaba, permanecía en su habitación, sentada el día entero como un Buda, fumando opio y hablando en voz baja consigo misma. No bajaba a comer y ayunaba o tomaba comidas vegetarianas en su cuarto. Una vez a la semana, Wu Tsing la visitaba por la mañana en su aposento, y pasaba media hora tomando té e informándose sobre su salud. No la molestaba por la noche.

Aquella mujer espectral no debería haber causado ningún sufrimiento a mi madre, pero la verdad es que le hizo concebir ideas inconvenientes. Mi madre creyó que también ella había sufrido lo suficiente para merecer su propia vivienda, si no en Tsinan, tal vez en el este, en la pequeña Petaiho, una bella localidad costera llena de terrazas, jardines y viudas ricas.

– Vamos a vivir en una casa propia -me dijo alegremente el día que la nieve se acumuló en el suelo alrededor de nuestra casa. Llevaba un nuevo vestido de seda forrado en piel, del color turquesa brillante que tiene el plumaje del martín pescador-. La casa no será tan grande como ésta. No, será muy pequeña, pero podremos vivir solas, con Yan Chang y otras sirvientas. Wu Tsing ya me lo ha prometido.

Durante el mes más frío del invierno todos nos aburríamos, adultos y niños por igual. No nos atrevíamos a salir al aire libre. Yan Chang me advirtió que mi piel se congelaría y rompería en mil fragmentos. Los demás criados siempre chismorreaban sobre las cosas que veían a diario en la ciudad, las escalinatas traseras de las tiendas, siempre obstruidas por los cuerpos helados de los mendigos, tan cubiertos por una espesa capa de nieve que resultaba difícil distinguir si eran hombres o mujeres.

Por tanto, nos quedamos en casa un día tras otro, pensando en cómo divertimos. Mi madre hojeaba revistas extranjeras, recortaba ilustraciones de vestidos que le gustaban y bajaba para comentar con el sastre la manera de confeccionar la prenda utilizando los materiales disponibles.

No me gustaba jugar con las hijas de Tercera Esposa, que eran tan dóciles y aburridas como su madre. Se contentaban con pasarse el día entero mirando a través de la ventana, contemplando la salida y la puesta del sol. Por ello, en vez de hacerles compañía, Yan Chang y yo asábamos castañas en el hornillo de carbón y, quemándonos los dedos al comerlas, reíamos y chismorreábamos con toda naturalidad. Entonces se oía el estrépito del reloj y se iniciaba la misma música de siempre. Yan Chang fingía cantar mal en el estilo de la ópera clásica, y ambas nos reíamos, recordando cómo había cantado Segunda Esposa el día anterior, acompañando su voz temblorosa con los son es de un laúd de tres cuerdas, que tocaba cometiendo muchos errores. Aquella velada musical había fastidiado a todo el mundo, hasta que Wu Tsing puso fin al sufrimiento general quedándose dormido en su sillón y riéndose de esta anécdota, Yan Chang me habló de Segunda Esposa.