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Me dijo que en invierno vería la nieve. Dentro de unos meses llegaría la época del Rocío Frío, luego empezaría a llover y después la lluvia caería más suave, más lentamente, hasta volverse blanca y seca como los pétalos de hojas de membrillo en primavera. ¡Ella me cubriría con abrigos y pantalones forrados de piel, y daría igual que hiciera un frío atroz!

Me contó muchos relatos, hasta que dejé de mirar atrás y volví la cabeza adelante, hacia mi nuevo hogar de Tientsin.

Pero al quinto día, cuando nos acercábamos al golfo de Tientsin, el color de las aguas pasó del amarillo turbio al negro y el barco empezó a balancearse y crujir. Me sentí asustada y mareada, y por la noche soñé con la corriente que fluía al este, contra la que mi tía me había prevenido, las aguas oscuras que cambiaban a una persona para siempre. Y al mirar aquellas aguas, desde el camastro en el que yacía mareada, temí que las palabras de mi tía fuesen ciertas. Veía que mi madre estaba empezando a cambiar, lo sombrío y enojado que se había vuelto su semblante, la mirada perdida cn el mar, su silencio, sumida en sus pensamientos. Y también los míos se volvieron turbios y confusos.

La mañana del día que íbamos a llegar a Tientsin, mi madre entró en el camarote con su vestido chino de duelo, de color blanco, y cuando regresó al salón de cubierta parecía una desconocida. Tenía las cejas muy pintadas en el centro y largas y afiladas en los extremos. Sus ojos estaban rodeados de tiznajos, el rostro era blanco y los labios rojo oscuro. Se tocaba con un sombrero de fieltro marrón, cruzado en la parte frontal por una gran pluma moteada de pardo. Su cabello corto estaba oculto bajo el sombrero, con excepción de dos rizos perfectos sobre la frente, que se miraban uno a otro como pequeñas tallas lacadas. Llevaba un largo vestido marrón con cuello de encaje blanco que se extendía hasta la cintura, donde se abrochaba con una rosa de seda.

Me sorprendió veda vestida así, porque estábamos de luto, pero no pude decide nada. Yo era una chiquilla. ¿Cómo podía reñir a mi propia madre? Sólo podía sentirme avergonzada al ver a mi madre exhibir su propia vergüenza con tanta audacia.

Sus manos enguantadas sostenían una gran caja de color crema con unas palabras extranjeras en la tapa: «Prendas finas de estilo inglés». Recuerdo que depositó la caja entre ambas y me dijo: «¡Ábrela, rápido!». Estaba exaltada y sonriente. Su nueva actitud me sorprendió tanto que sólo muchos años después, cuando usaba aquella caja para guardar cartas y fotografías, me pregunté cómo lo supo mi madre. Aunque no me había visto en muchos años, supo que algún día la seguiría y que debería llevar un vestido nuevo cuando lo hiciera.

Y al abrir la caja, mi vergüenza y mis temores se disiparon por completo. Contenía un vestido blanco, almidonado. Tenía volantes en el cuello y a lo largo de las mangas, y la falda estaba formada por seis hileras de volantes. Había también medias blancas, zapatos blancos de piel y un enorme lazo blanco, ya preparado y listo para atarlo con dos cintillas.

Todo era demasiado grande. Mis hombros se deslizaban fuera del gran orificio del cuello, la cintura era demasiado ancha para mí. Pero no me importaba, ni a mi madre tampoco. Levanté los brazos y permanecí inmóvil. Ella sacó unos alfileres y, haciendo un pliegue aquí y otro allá, redujo la tela sobrante, y luego rellenó las puntas de los zapatos con papel de seda, hasta adaptarlo todo a mi talla. Vestida con aquellas prendas tuve la sensación de que me habían crecido nuevas manos y pies y ahora tendría que aprender a caminar de otro modo.

Entonces el semblante de mi madre volvió a ponerse sombrío. Se sentó con las manos entrelazadas en el regazo, contemplando cómo nuestro barco se iba acercando al muelle.

– An-mei, ahora estás preparada para iniciar tu nueva vida. Vivirás en una nueva casa y tendrás un nuevo padre, muchas hermanas y otro hermanito, vestidos y cosas buenas para comer. ¿Crees que todo eso te bastará para ser feliz?

Asentí en silencio, pensando en la desdicha de mi hermano en Ningpo. Mi madre no dijo nada más acerca de la casa, ni de mi nueva familia, ni de mi felicidad, y yo no le hice ninguna pregunta, porque ahora sonaba una campana y un marinero anunciaba que estábamos llegando a Tientsin, Mi madre dio rápidas instrucciones a nuestro porteador, señaló los dos pequeños baúles y le dio dinero, como si hubiera hecho eso todos los días de su vida. Entonces abrió cuidadosamente otra caja y sacó cinco o seis pieles que parecían zorros muertos, con ojos de cristal, garras flácidas y colas mullidas. Se puso esa prenda de aspecto más bien terrible alrededor del cuello y los hombros, luego me cogió la mano con fuerza y avanzamos por el pasillo entre los demás pasajeros.

Nadie nos recibió en el puerto. Mi madre descendió lentamente la rampa y cruzó la plataforma de equipajes, mirando nerviosamente a uno y otro lado.

– ¡Vamos, An-mei! ¡No seas tan lenta! -me dijo en un lona rebosante de temor.

Yo arrastraba los pies, procurando que no salieran de aquellos zapatos demasiado grandes, mientras el suelo oscilaba bajo mis plantas, y cuando no miraba en qué dirección se movían los zapatos, alzaba la vista y veía que todo el mundo tenía prisa, todos parecían desdichados: familias con madres y padres ancianos, todos vestidos con ropas oscuras, de colores sombríos, empujando y acarreando bolsas y cajas con las posesiones de su vida; pálidas damas extranjeras vestidas como mi madre, que caminaban aliado de hombres extranjeros con sombrero; viudas ricas que reñían a las doncellas y criados que las seguían, cargados con baúles, bebés y cestos de comida.

Nos detuvimos cerca de la calle, por donde jinrikishas y camiones iban y venían. Cogidas de la mano, sumidas en nuestros pensamientos, mirábamos a la gente que llegaba a la estación y a los viajeros que se alejaban apresuradamente de allí. Era casi mediodía, y aunque parecía que en la calle hacía calor, el cielo era gris y se estaba encapotando.

Tras permanecer largo rato en pie sin ver a nadie cocido, mi madre suspiró y finalmente llamó a un jinrikisha.

Durante el trayecto, mi madre discutió con el hombre que tiraba del vehículo, pues quería cobrar más dinero por transportarnos a las dos y el equipaje. Luego se quejó del polvo que levantábamos al pasar, del olor de la calle, el traqueteo debido a la mala pavimentación, lo tarde que era y su dolor de estómago. Y cuando puso fin a estos lamentos, me dirigió sus quejas: una mancha en mi vestido nuevo, el pelo enmarañado, las medias torcidas. Intenté congraciarme de nuevo con ella, señalándole un jardincillo, un pájaro que volaba sobre nuestras cabezas, un largo tranvía eléctrico que pasó por nuestro lado haciendo sonar la campana.

Pero ella se irritó más todavía y me dijo:

– Quédate quieta, An-mei, y no te excites tanto. Sólo vamos a casa.

Y cuando por fin llegamos a casa, ambas estábamos exhaustas.

Sabía desde el principio que nuestro nuevo hogar no sería una morada ordinaria. Mi madre me había dicho que viviríamos en casa de Wu Tsing, un comerciante rico, que tenía una fábrica de alfombras y habitaba una mansión localizada en la Concesión Británica de Tientsin, la mejor zona de la ciudad donde podían vivir los chinos. No estábamos lejos de Paima Di, o calle de las Carreras de Caballos, donde sólo podían vivir los occidentales, y tampoco estaban lejos las tiendecitas que vendían una sola cosa: sólo té, o sólo tela, o jabón únicamente.

Mi madre me dijo que la casa era de construcción extranjera. A Wu Tsing le gustaban las cosas extranjeras, porque los extranjeros le habían enriquecido, y llegué a la conclusión de que por ese motivo mi madre tenía que llevar ropa de estilo occidental, a la manera de los nuevos ricos chinos que gustaban de exhibir su riqueza.

Aunque ya supiera todo esto antes de llegar, lo que vi no dejó de asombrarme.

Se accedía a la casa a través de un portal chino de piedra, redondeado en la parte superior, con grandes puertas de laca negra y un umbral que era preciso pisar. El patio, al otro lado del portal, me sorprendió. No tenía sauces ni casias de dulce olor ni pabellones ni bancos al borde de un estanque ni tinas con peces. Había un ancho sendero pavimentado con ladrillo y flanqueado por largas hileras de arbustos, y a los lados de esos arbustos sendas extensiones de césped en las que se alzaban unas fuentes. Avanzamos por el sendero y, al aproximamos a la casa, vi que ésta era de estilo occidental, de argamasa y piedra. Tenía tres plantas, con largos balcones de hierro en cada uno y chimeneas en los ángulos.

En cuanto llegamos, salió de la casa una joven sirvienta que saludó a mi madre con gritos de alegría. Hablaba en voz alta y áspera.

– ¡Oh, Taitai, por fin has llegado! ¿Cómo es posible?

Era Yan Chang, la sirvienta personal de mi madre, y sabía la cantidad apropiada de carantoñas que debía hacerle. La había llamado Taitai, el sencillo título honorable de Esposa, como si mi madre fuera la primera esposa, la única.

Yan Chang llamó a gritos a otras sirvientas para que se hicieran cargo del equipaje, mientras ordenaba a otra que trajera té y preparase un baño caliente. Entonces se apresuró a explicar que Segunda Esposa había dicho a todo el mundo que no llegaríamos por lo menos hasta una semana más tarde.

– ¡Qué vergüenza! ¡Nadie ha ido a recibirte! Segunda Esposa está en Pekín, visitando a unos parientes. Tu hija es muy bonita, muy parecida a ti. Es muy tímida, ¿verdad? Primera Esposa y sus hijas… han ido de peregrinaje a otro templo budista… La semana pasada, un tío del primo, un hombre un poco raro, vino de visita y luego resultó que no era primo ni tío, a saber quién era…

En cuanto entramos en aquella casa enorme, mi mirada se perdió entre tantas cosas que me llamaban la atención: una escalera curva que subía y subía en espiral, un techo con rostros pintados en cada ángulo, pasillos que se ramificaban para dar acceso a distintas habitaciones. A mi derecha había una sala muy grande, como ninguna otra que hubiera visto jamás, con sofás, mesas y sillas de madera de teca. En el otro extremo de esa habitación larguísima había puertas que daban a otras habitaciones, con más muebles y más puertas. A mi izquierda se abría una sala oscura, otro salón, éste con mobiliario extranjero, sofás de cuero verde oscuro, cuadros con escenas de caza, sillones y escritorios de caoba. En aquellas habitaciones veía a distintas personas, y Yan Chang me explicaba:

– Esta joven es la criada de Segunda Esposa. Esa no es nadie, sólo la hija del ayudante del cocinero. Este hombre se ocupa del jardín.