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JING-MEI WOO

De la mejor calidad

Hace cinco años, después de una cena a base de cangrejo para celebrar el Año Nuevo chino, mi madre me dio mi «importancia de la vida», un colgante de jade con una cadena de oro. Personalmente, no habría elegido ese colgante, del tamaño de mi dedo meñique, jaspeado en blanco y verde e intrincadamente tallado. El efecto de conjunto me parecía erróneo: demasiado grande, demasiado verde, demasiado llamativo. Lo guardé en mi joyero de laca y me olvidé de él.

Pero últimamente pienso a menudo en la importancia de mi vida y me pregunto qué significa, porque mi madre murió hace tres meses, seis días antes de que yo cumpliera los treinta y seis, y ella era la única persona a la que podría habérselo preguntado, haberle pedido que me hablara de la importancia de mi vida, que me ayudara a comprender mi aflicción.

Ahora llevo a diario ese colgante. Creo que las tallas significan algo, porque las formas y los detalles, en los que nunca reparo hasta que alguien me los indica, siempre significan algo para los chinos. Sé que podría preguntarle a tía Lindo, a tía An-Mei o a otros amigos chinos, pero también sé que me explicarían un significado totalmente distinto del que le habría dado mi madre. ¿Y si me dijeran que esa línea curva que se ramifica en tres formas ovales es un granado y que mi madre me deseaba fertilidad y descendencia? ¿Y si mi madre hubiera dado a las tallas el significado de una rama de peral, para proporcionarme pureza y honestidad? ¿O gotitas de la montaña mágica con diez mil años de antigüedad, que darían orientación a mi vida y mil años de fama e inmortalidad?

Y Como pienso constantemente en esto, siempre me fijo en quienes llevan los mismos colgantes de jade, no los medallones rectangulares planos o los blancos redondeados con orificios en el centro, sino los que son como el mío, una figura oblonga de cinco centímetros de longitud y color verde manzana. Es como si todos hubiéramos jurado la misma alianza secreta, tan secreta que ni siquiera supiéramos lo que tenemos en común. Por ejemplo, el último fin de semana vi a un camarero que llevaba uno. Mientras acariciaba mi colgante, le pregunté:

– ¿De dónde ha sacado el suyo?

– Me lo dio mi madre.

Inquirí por qué motivo, pregunta impertinente que sólo un chino puede hacerle a otro chino. Entre una multitud de blancos, dos chinos ya son como dos miembros de la misma familia.

– Me lo dio después de mi divorcio. Supongo que con esto quiso decir que aún seguía valiendo algo.

Y, por el deje de extrañeza en su voz, supe que no tenía la menor idea de lo que el colgante significaba realmente.

Para la cena del último Año Nuevo chino mi madre cocinó once cangrejos, uno por persona y un cangrejo de más. Los había comprado en la calle Stockton de Chinatown. Bajamos la pendiente pronunciada en cuya cima se alza la casa familiar, el piso bajo de un edificio de seis plantas del que son propietarios, en Leavenworth, cerca de California. La vivienda estaba a sólo seis manzanas de la pequeña agencia publicitaria donde trabajo como creativa, por lo que dos o tres veces a la semana pasaba por allí a la salida de la oficina. Mi madre siempre tenía suficiente comida e insistía en que me quedara a cenar.

Esta vez el Año Nuevo chino cayó en jueves, y salí pronto del trabajo para ayudar a mi madre en la compra. Mi madre tenía setenta y un años, pero aún caminaba briosamente, con su menudo cuerpo erguido, la actitud decidida, y una bolsa de plástico, decorada con flores de colores chillones, en la mano. Yo iba detrás de ella, tirando del carrito metálico de la compra.

Cada vez que íbamos a Chinatown, señalaba a otras mujeres chinas de su edad.

– Señoras de Hong Kong -decía, mirando a dos damas muy elegantes, con largos abrigos de visón oscuro y el cabello negro perfectamente peinado-. Cantonesas, pueblerinas -susurraba al pasar junto a unas mujeres con gorros de lana, chaquetas acolchadas y chalecos de hombre.

Mi madre, con unos pantalones de poliéster azul claro, un suéter rojo y una chaqueta de color verde que le daba un aspecto infantil, no se parecía a nadie. Llegó a los Estados Unidos en 1949, tras un largo viaje iniciado en Kweilin en 1944. Fue al norte, hacia Chungking, donde se reunió con mi padre. Luego los dos se dirigieron al sudeste, a Shanghai, y huyeron más al sur, hasta Hong Kong, de donde zarpó el barco rumbo a San Francisco. Mi madre procedía de muchas direcciones diferentes.

Y ahora rezongaba, al ritmo de su paso cuesta abajo.

– Aunque no quieras, sigues con ellos -decía, irritada de nuevo con los inquilinos que vivían en el primer piso.

Dos años atrás había tratado de desalojarlos, con el pretexto de que unos parientes de China irían a vivir allí. Pero la pareja vio su estratagema para zafarse del control de alquileres, y dijeron que no se moverían de allí hasta que aparecieran los parientes. A partir de entonces tuve que escuchar a mi madre el relato de cada nueva injusticia que le infligía aquella gente.

Según ella, el hombre de cabellos grises ponía demasiadas bolsas en los cubos de basura, cosa que representaba «un coste extra». Y la mujer, muy elegante, con tipo de artista y pelo rubio, al parecer había pintado el piso de atroces colores rojo y verde.

– Es horrible -gemía mi madre-. Y además se bañan dos o tres veces al día. ¡El agua corre, corre, corre y nunca para!

A cada paso que daba su ira iba en aumento.

– La semana pasada el waigoren me acusó. -Se refería a todos los occidentales como waigoren, extranjeros-. Dicen que envenené un pescado y maté a ese gato.

– ¿Qué gato? -le pregunté, aunque sabía exactamente de cuál me hablaba.

Había visto muchas veces aquel animal de una sola oreja y rayas grises, que había aprendido a saltar al alféizar de la ventana en la cocina de mi madre, quien se ponía de puntillas y golpeaba el vidrio para asustarle, pero el gato no se movía y respondía con un siseo de desagrado a sus gritos.

– Ese gato que siempre levanta la cola para hacer pipí junto a mi puerta.

Una vez la vi ahuyentarle del hueco de la escalera, con un cazo de agua hirviendo. Sentí la tentación de preguntarle si realmente había envenenado un pescado, pero sabía que nunca debía enfrentarme a ella.

– ¿Qué le pasó a ese gato? -le pregunté.

– ¡Se fue! ¡Desapareció! -Levantó los brazos, sonriente, y por un momento pareció complacida, pero no tardó en fruncir el ceño de nuevo-. Y ese hombre alzó la mano así, me enseñó su feo puño y me dijo que soy la peor casera de Fukien. Yo no procedo de Fukien. ¡Ah! ¡No sabe nada! -concluyó, satisfecha por haber puesto a aquel hombre en su lugar.

Al llegar a la calle Stockton, fuimos de una pescadería otra, buscando los cangrejos más vivos.

– No cojas ninguno muerto -me advirtió mi madre en chino-. Ni siquiera un mendigo se comería un cangrejo muerto.

Yo empujaba los cangrejos con un lápiz para comprobar su vitalidad. Si uno de ellos se aferraba al lápiz, lo sacaba y lo metía en una bolsa de plástico. Uno de los que cogí de esa manera estaba trabado con otro cangrejo, y al tirar de él perdió una pata.

– Devuélvelo -susurró mi madre-. La falta de una pata es mala señal en el Año Nuevo chino.

Pero un hombre con delantal blanco se nos acercó y se puso a hablar a gritos con mi madre en cantonés. Ella, que hablaba el cantonés tan mal que apenas lo diferenciaba del mandarín, le replicaba con la misma vehemencia, señalando el cangrejo cojo. Tras un intercambio de palabras violentas, aquel cangrejo fue a parar a nuestra bolsa.

– No importa -dijo mi madre-. Este será el número once, un cangrejo extra.

Una vez en casa, mi madre sacó los cangrejos de sus envoltorios de papel de periódico y los echó en la pila llena de agua fría. Sacó una vieja tabla de madera y una cuchilla, cortó el jengibre y las cebolletas y vertió salsa de saja y aceite de sésamo en un plato. La cocina olía a periódicos mojados y a fragancias chinas.

Entonces cogió los cangrejos por el lomo, uno tras otro, los sacó de la pila y los agitó hasta que estuvieron secos y despiertos. Los animales flexionaron sus patas en el aire, entre la pila y los fogones. Mi madre los colocó en una marmita de varios niveles, apoyada sobre dos fuegos de la cocina, tapó el recipiente y encendió los fogones. No soportaba veda hacer eso, de modo que me fui al comedor.

Cuando tenía ocho años, jugué con un cangrejo que mi madre había comprado para la cena el día de mi cumpleaños. Lo tocaba y saltaba hacia atrás cada vez que él extendía sus pinzas. Cuando por fin se levantó y caminó sobre la encimera, pensé que habíamos llegado a entendemos muy bien, pero antes de que pudiera decidir qué nombre le pondría a mi nuevo animalito doméstico, mi madre lo echó en una cacerola con agua fría y lo puso al fuego. Observé con creciente temor cómo se calentaba el agua y la cacerola matraquecaba con el cangrejo que intentaba huir de la sopa a la que él mismo proporcionaba sustancia. Todavía hoy me acuerdo de aquel cangrejo que gritaba mientras deslizaba una pinza de color rojo brillante sobre el borde de la cacerola burbujeante. Debía de ser mi propia voz, porque ahora sé, por supuesto, que los cangrejos no tienen cuerdas vocales, y también trato de convencerme de que no tienen suficiente cerebro para conocer la diferencia entre un baño caliente y una muerte lenta.

Mi madre había invitado a la cena de Año Nuevo a sus viejos amigos Lindo y Tin Jong. Sin necesidad de preguntárselo, yo sabía que vendrían también los hijos de los Jong: Vincent, de treinta y siete años, que vivía aún en casa de sus padres, y su hija Waverly, más o menos de mi edad. Vincent telefoneó para preguntar si podía llevar a su novia, Lisa Lum. Waverly dijo que iría con su nuevo prometido, Rich Shields, quien, como Waverly, era abogado especializado en tributación y trabajaba en Price Waterhouse. Añadió que Shoshana, su hija de cuatro años, habida en un matrimonio anterior, quería saber si mis padres tenían vídeo para ver la película Pinocho en caso de que se aburriera. Mi madre también me recordó que debía invitar al señor Chong, mi antiguo profesor de piano, que aún vivía a tres manzanas de distancia, en nuestra casa anterior.

Entre los invitados, mis padres y yo sumábamos once personas, pero mi madre sólo había contabilizado diez, pues para ella la pequeña Shoshana no contaba, por lo menos como consumidora de cangrejo. No se le había ocurrido que quizá Waverly pensara de otro modo.