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ROSE HSU JORDAN

Sin madera

Siempre me creía todo lo que decía mi madre, incluso cuando ignoraba lo que quería decir. Una vez, de pequeña, me aseguró que iba a llover y que lo sabía porque unos fantasmas perdidos daban vueltas cerca de nuestras ventanas, diciendo «buu-buu» para que los dejáramos entrar. Según ella, las puertas se abrirían por sí solas en plena noche, a menos que comprobáramos dos veces si estaban bien cerradas. Decía que un espejo podía verme el rostro, pero que ella podía ver mi interior aun cuando yo estuviera fuera de la habitación.

Y todas estas cosas me parecían ciertas, tan fuerte era el poder de sus palabras.

Decía que si la escuchaba, más adelante sabría lo que ella sabía: de dónde procedían las palabras verdaderas, siempre de lo más alto, por encima de todo lo demás. En cambio, si no la escuchaba, prestaría oídos a otros con demasiada facilidad, a gentes cuyas palabras carecen de significado perdurable, porque proceden del fondo de sus corazones, donde habitan sus deseos, un lugar en el que yo no podía estar.

Las palabras que decía mi madre procedían de lo más alto. Recuerdo que yo siempre alzaba la vista para mirarla a la cara, mientras mi cabeza reposaba en la almohada. En aquel entonces mis hermanas y yo dormíamos en la misma cama doble. Janice, mi hermana mayor, tenía una alergia que obligaba a sus fosas nasales a trinar como un pájaro la noche, y por eso la llamábamos Nariz Silbante. Ruth era Pie Feo, porque curvaba los dedos de los pies en forma de garra de bruja. Yo era Ojos Miedosos, porque cerraba con fuerza los ojos para no ver la oscuridad, cosa que, según Janice y Ruth, era una solemne tontería. Durante aquellos primeros años, yo era la última en dormirme. Me aferraba a la cama, negándome a abandonar este mundo para ingresar en el de los sueños.

– Tus hermanas ya se han ido a ver al viejo señor Chou -me susurraba mi madre en chino. Según ella, el viejo señor Chou era el guardián de una puerta que se abría a los sueños-. ¿Estás también dispuesta a ir a ver al viejo señor Chou?

Y yo sacudía la cabeza cada vez que me lo preguntaba.

– El viejo señor Chou me lleva a sitios malos -gemía.

El viejo señor Chou hacía dormir a mis hermanas, quienes nunca recordaban nada de lo ocurrido la noche anterior. Pero el viejo señor Chou me abría la puerta y, cuando yo intentaba entrar, la cerraba con rapidez, esperando aplastarme como a una mosca. Por eso siempre me despertaba.

Pero finalmente el viejo señor Chou se cansaba y dejaba de vigilar la puerta. La cabecera de mi cama se volvía pesada y se inclinaba lentamente, y yo me deslizaba de cabeza, a través de la puerta del viejo señor Chou, y aterrizaba en una casa sin puertas ni ventanas.

Recuerdo una ocasión en que soñé que caía por un agujero en la casa del viejo señor Chou. Me encontré en un jardín a oscuras y oí gritar al viejo: «¿Quién está en mi jardín trasero.» Eché a correr. Pronto me vi pisoteando plantas con venas sanguíneas, corriendo por campos de cabezas de dragón cuyos colores cambiaban como si fueran semáforos, hasta que llegué a un gigantesco terreno de juego, con innumerables hileras de cajones de arena, en cada uno de los cuales había una muñeca nueva. Y mi madre, que no estaba allí pero que podía ver en mi interior, le dijo al viejo señor Chou que sabía qué muñeca iba a elegir yo, Por ello decidí escoger una totalmente distinta.

«¡Deténgala!», gritó mi madre.

Intenté huir, pero el viejo señor Chou me persiguió, gritando:

«¡Mira lo que sucede cuando no escuchas a tu madre!» y yo me quedé paralizada, demasiado asustada para moverme en cualquier dirección.

A la mañana siguiente le conté a mi madre lo que había sucedido, y ella se rió y dijo:

– No hagas caso al viejo señor Chou. No es más que un sueño. Sólo tienes que escucharme a mí.

– Pero el viejo señor Chou también te escucha -repliqué llorando.

Más de treinta años después mi madre seguía intentando que la escuchara. Al mes de que le dijera que Ted y yo íbamos a divorciamos, me reuní con ella en la iglesia, para el funeral de China Mary, una maravillosa anciana de noventa y dos años que había sido la madrina de todos los niños que cruzaron las puertas de la Primera Iglesia Bautista China.

– Estás adelgazando mucho -me dijo en tono quejumbroso cuando me senté a su lado-. Tienes que comer más.

– Estoy bien -le aseguré, sonriéndole para demostrárselo-. Y además, ¿no eras tú quien decía que la ropa siempre me iba demasiado ceñida?

– Come más -insistió ella, y me dio unos golpecitos con un pequeño cuaderno en cuya tapa, escrito a mano, figuraba el título: «Cocina al estilo chino por China Mary Chan». Los vendían de puerta en puerta, a sólo cinco dólares el ejemplar, a fin de recaudar dinero para el Fondo de Becas a Refugiados.

Cesó la música de órgano y el oficiante se aclaró la garganta. No era el pastor habitual, sino Wing, un muchacho que de pequeño robaba cromos de equipos de béisbol con mi hermano Luke. Más adelante fue al seminario gracias a China Mary, y Luke acabó en la cárcel por vender radios de coches robadas.

– Aún oigo su voz -dijo Wing a los asistentes al funeral-. Me dijo que Dios me había hecho con todos los ingredientes adecuados, por lo que sería una lástima que ardiera en el infierno.

– Ya incinerada -susurró mi madre en tono neutro, indicando con la cabeza el altar, donde había una foto de China Mary en color, enmarcada. Me llevé un dedo a los labios, como hacen los bibliotecarios, pero ella no me entendió-. Ese lo hemos comprado nosotros -dijo señalando un gran ramo de crisantemos amarillos y rosas rojas-. Treinta y cuatro dólares. Todo artificial, así que durará eternamente. Puedes pagarme más tarde. Janice y Matthew también contribuyen. ¿Tienes dinero?

– Sí, Ted me envió un cheque.

Entonces el oficiante pidió a los fieles que se recogieran para orar. Mi madre calló por fin y se llevó un Kleenex a la nariz mientras el sacerdote seguía hablando.

– Puedo verla ahora mismo, embelesando a los ángeles con su cocina china y su actitud fervorosa.

Los fieles alzaron la cabeza después de orar, se levantaron y entonaron el himno número 335, el favorito de China Mary: «Puedes ser un ángel cada día sobre la tierra…».

Pero mi madre no cantaba: me estaba mirando.

– ¿Por qué te ha enviado un cheque?

Yo seguí con la vista en el libro de himnos y cantando:

– Enviando rayos de sol, lleno de alegría desde el nacimiento.

Como no le respondía, ella misma lo hizo:

– Se dedica a las malas mañas con algún otro.

¿A las malas mañas? ¿Ted? Me entraron ganas de reír, por su elección de las palabras, pero también por la idea [5] . El frío, silencioso y lampiño Ted, cuya respiración no se alteraba lo más mínimo ni siquiera en el apogeo de la pasión.

Me lo imaginé gruñendo mientras se rascaba los sobacos, chillando y saltando sobre el colchón, tratando de agarrarme una teta.

– No, no lo creo -le dije.

– ¿Por qué no?

– No es éste el lugar más adecuado para hablar de Ted.

– ¿Por qué puedes hablar de esto con un sique-átrico y no con tu madre?

– Psiquiatra.

– Siqui-átrico -se corrigió-. Una madre es mejor. Una madre sabe lo que hay dentro de ti. -Alzó la voz para hacerse oír por encima de las voces que cantaban-. El siqui-átrico sólo te volverá hulihudu, te hará ver heimongmong.

Una vez en casa, pensé en lo que me había dicho, y era cierto. Últimamente me había sentido hulihudu y todo lo que me rodeaba parecía ser heimongmong. Nunca había pensado en los equivalentes ingleses de esos términos. Supongo que los significados más exactos serían «confuso» y «niebla oscura».

Pero, en realidad, las palabras significan mucho más. Tal vez no sea posible traducirlas fácilmente porque se refieren a una sensación que sólo experimentan los chinos, como si uno se cayera de cabeza a través de la puerta del viejo señor Chou y luego tratara de encontrar el camino de regreso, pero estuviera tan asustado que no pudiera abrir los ojos y anduviera a gatas en la oscuridad, tanteando, el oído atento a posibles voces que le indiquen el camino a seguir.

Había hablado con mucha gente, con mis amigos, con todo el mundo al parecer, excepto con Ted, ya cada persona le contaba una historia diferente. Sin embargo, cada una de las versiones era cierta, estaba segura de ello, por lo menos en el momento en que la contaba.

A mi amiga Waverly le dije que no había sabido cuánto amaba a Ted antes de notar hasta qué punto podía herirme. Sentía un intenso dolor, un dolor literalmente físico, como si me hubieran arrancado los brazos sin anestesia y sin ensamblarlos y coserlos luego.

– ¿Te los han arrancado alguna vez con anestesia? -inquirió Waverly-. ¡Dios mío! Jamás te había visto tan histérica. Si te interesa mi opinión, estás mucho mejor sin él. Te sientes dolida porque has tardado quince años en darte cuenta de lo débil que es en el aspecto emocional. Oye, sé lo que se siente.

A mi amiga Lena le dije que estaba mejor sin Ted. Tras la conmoción inicial, me di cuenta de que no le echaba en absoluto de menos. Lo único que añoraba era lo que sentía cuando estaba con él.

Lena se quedó boquiabierta.

– ¿Y qué era eso? Estabas deprimida. Te manipuló haciéndote creer que no eras nada a su lado, y ahora crees que no eres nada sin él. Yo, en tu lugar, me buscaría un buen abogado y procuraría sacar la mejor tajada posible, para compensar.

A mi psiquiatra le dije que me obsesionaba la venganza. Soñaba con llamar a Ted e invitarle a cenar en uno de esos sitios lujosos, donde va la gente importante, como el Café Majestic o Rosalie's. Y cuando él hubiera empezado a tomar el primer plato y estuviera tranquilo y relajado, le diría: «No es tan sencillo, Ted». Sacaría del bolso un muñeco de vudú, préstamo de Lena y procedente de su almacén de utilería teatral. Dirigiría el tenedor especial para caracoles hacia un punto estratégico en el muñeco y diría alzando la voz, ante todos los elegantes clientes: «Ted, no eres más que un cabrón impotente y voy a asegurarme de que sigas así». Y izas!

Al confesar estas cosas, me embargó la sensación de haber llegado a un momento de cambio radical en mi vida, a un nuevo yo sólo dos semanas después de haber iniciado la psicoterapia. Pero mi psiquiatra parecía aburrido y seguía con la barbilla apoyada en la mano.

[5] En inglés monkey business , literalmente «ocupación de mono», que significa trampas, malas mañas. (N. del T.)