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– Parece que está experimentando unas sensaciones muy intensas -me dijo con expresión somnolienta-. Creo que deberíamos pensar más en ello la próxima semana.

De modo que ya no supe qué pensar. Durante las semanas siguientes hice inventario de mi vida, e iba de una habitación a otra, tratando de recordar la historia de los objetos que llenaban la casa: los que yo acumulé antes de conocer a Ted (las copas de cristal soplado a mano, las colgaduras de macramé y el balancín que hice reparar); los que compramos inmediatamente después de la boda (la mayor parte de los muebles grandes); los que nos regalaron (el reloj bajo una campana de cristal y que ya no funcionaba, tres juegos de sake, cuatro teteras); las cosas que él se reservó (las litografías firmadas, ninguna de ellas más allá del número veinticinco en una serie de doscientas cincuenta, las fresas de cristal de Steuben) y las que me quedé porque no soportaba la idea de perderlas (los candeleros desempareja dos comprados en unas rebajas, una colcha antigua, agujereada, frascos de formas extrañas que en otro tiempo contuvieron ungüentos, especias y perfumes).

Había iniciado el inventario de las estanterías de libros cuando recibí una carta de Ted, en realidad una nota, escrita apresuradamente con bolígrafo en su talonario de recetas. Decía: «Firma en los lugares indicados con una x». Y con tinta azul de estilográfica había añadido: «Adjunto cheque para ayudarte a salir del apuro hasta que solucionemos legalmente la situación».

La nota iba unida con un clip a los papeles del divorcio, junto con un talón por diez mil dólares, firmado con la misma tinta azul de la nota. Y en vez de estar agradecida, me sentí herida.

¿Por qué me enviaba el cheque con los documentos? ¿Por qué había usado bolígrafo y pluma? ¿Acaso había pensado en el cheque después de escribir la nota? ¿Cuánto tiempo estuvo sentado ante su mesa de trabajo, pensado en la cantidad que sería suficiente? ¿Y por qué había decidido firmarlo con aquella pluma?

Todavía recuerdo la expresión de su cara el año anterior, cuando abrió cuidadosamente el envoltorio de papel de estaño, y la sorpresa reflejada en sus ojos al examinar la pluma poco a poco, desde todos los ángulos, a la luz del árbol navideño. Luego me besó en la frente.

– Sólo la usaré para firmar cosas importantes -me prometió.

Al recordado, con el cheque en las manos, lo único que pude hacer fue sentarme en el borde del sofá, sintiendo una opresión en la cabeza. Miré las equis en los documentos del divorcio, las palabras en el volante de receta, los dos colores de tinta, la fecha del cheque, la raya después de la cifra.

Me quedé sentada allí, en silencio, tratando de escuchar a mi corazón para decidir correctamente, pero entonces caí en la cuenta de que desconocía las alternativas. Así pues, dejé los documentos y el cheque en un cajón donde guardaba cupones que nunca tiraba y que tampoco usaba nunca.

Un día mi madre me explicó el motivo de mi constante confusión. Dijo que me faltaba madera. Había nacido sin madera, por lo que prestaba atención a demasiada gente. Ella lo sabía bien, porque cierta vez estuvo a punto de volverse como yo.

– Una muchacha es como un árbol joven -me dijo-. Debes permanecer erguida y escuchar a tu madre, que está junto a ti. Pero si te inclinas para escuchar a otras personas, crecerás torcida y débil, y el primer viento fuerte te derribará al suelo. Entonces serás como un hierbajo, crecerás sin orden ni concierto en todas las direcciones, te extenderás por el suelo hasta que alguien te arranque y te tire.

Pero cuando me dijo eso, ya era demasiado tarde, pues había empezado a torcerme. Iba a la escuela, donde una maestra, la señora Berry, nos ponía en fila y nos hacía desfilar para entrar y salir de las aulas y recorrer los pasillos, al tiempo que decía: «Niños y niñas, seguidme». Y si no le hacías caso, te obligaba a inclinarte y te daba diez azotes con una palmeta.

Todavía escuchaba a mi madre, pero también aprendí la manera de lograr que sus palabras resbalaran sobre mí, sin afectarme. Y a veces llenaba mi mente con pensamientos de otras personas, todos ellos en inglés, a fin de que cuando ella mirase mi interior, lo que había allí la dejara confusa.

Con el paso de los años, aprendí a elegir entre las mejores opiniones. Los chinos tenían opiniones chinas, mientras que los norteamericanos las tenían norteamericanas, y en casi todos los casos la versión norteamericana era mucho mejor.

Sólo más adelante descubrí que la versión norteamericana tenía un grave defecto. Había demasiadas alternativas, por lo que era fácil confundirse y elegir mal. Era lo que me ocurría en mi relación con Ted. Había demasiadas cosas en las que pensar, mucho que decidir, y cada decisión significaba un giro en otra dirección.

El cheque, por ejemplo. Me preguntaba si Ted trataba realmente de engañarme, de hacerme admitir que capitulaba, que no me opondría al divorcio. Y si lo cobraba, luego podría decir que esa cantidad me compensaba con creces. Entonces me puse un poco sentimental e imaginé, sólo por un momento, que me había enviado los diez mil dólares porque me quería de veras y, a su manera, me decía cuánto significaba para él… hasta que me di cuenta de que diez mil dólares era lo mismo que nada para Ted, y que yo tampoco era nada.

Pensé en poner fin a esa tortura y firmar los documentos del divorcio. Estaba a punto de sacarlos del cajón cuando pensé en la casa.

Me dije que amaba aquella casa, la gran puerta de madera de roble que da a un vestíbulo con ventanas emplomadas, la luz del sol en la sala del desayuno, la panorámica del sur de la ciudad desde el salón principal. El jardín de hierbas aromáticas y flores que Ted había plantado, en el que antes trabajaba los fines de semana, de rodillas sobre una almohadilla de goma verde, inspeccionando obsesivamente cada hoja como si le estuviera haciendo la manicura. Cada especie tenía su lugar asignado: los tulipanes no podían mezclarse con plantas perennes, y un esqueje de áloe vera que me dio Lena no pudo plantarse porque no teníamos otras plantas suculentas.

Miré a través de la ventana y vi que los lirios etíopes estaban caídos y se habían vuelto marrones, las margaritas habían sido aplastadas por su propio peso, las lechugas se habían echado a perder. Los hierbajos crecían entre las losas de los senderos que serpenteaban entre los macizos de plantas. Tras varios meses de abandono, la vegetación se había vuelto agreste.

Al ver el jardín tan abandonado recordé algo que leí una vez en una galleta de la suerte: cuando un marido deja de restar atención al jardín, está pensando en arrancar las raíces. ¿Cuándo podó Ted el romero por última vez? ¿Cuándo roció por última vez los macizos de flores con el producto contra los caracoles?

Bajé en seguida al cobertizo del jardín, en busca de pesticidas y destructores de hierbajos, como si la cantidad que quedaba en los envases, la fecha de caducidad o cualquier otra cosa pudiera darme una idea de lo que ocurría en mi vida. Entonces dejé el envase que tenía en la mano, con la sensación de que alguien me estaba mirando y se reía.

Entré de nuevo en casa, esta vez para telefonear a un abogado. Pero cuando empecé a marcar el número me sentí confusa y colgué el aparato. ¿Qué podría decirle? ¿Qué quería del divorcio… cuando nunca supe qué había querido de mi matrimonio?

A la mañana siguiente seguía pensando en mi matrimonio: quince años viviendo a la sombra de Ted. Estaba acostada, con los ojos cerrados, incapaz de tomar las decisiones más sencillas.

Permanecí tres días en cama, levantándome sólo para ir al baño o calentar otra sopa de fideos con pollo. Pero, sobre todo, dormí. Me tomé los somníferos que Ted había dejado en el botiquín y, por primera vez desde que tengo memoria, no soñé nada. Lo único que podía recordar era que caía suavemente en un espacio oscuro, sin ninguna sensación de dimensión ni dirección. Yo era la única persona en aquella negrura, y cada vez que me despertaba, tomaba otra píldora y regresaba a ese espacio.

Pero al cuarto día tuve una pesadilla. No podía ver al viejo señor Chou en la oscuridad, pero él dijo que daría conmigo y, cuando me encontrara, me aplastaría contra el suelo. Tocaba una campana y, cuanto más fuerte era su sonido, tanto más cerca estaba de encontrarme. Retuve el aliento para no gritar, pero la campana sonaba cada vez más fuerte, hasta que me desperté bruscamente.

Era el teléfono, que debía de llevar una hora sonando. Respondí a la llamada.

– Ahora que estás despierta, voy a llevarte comida que ha sobrado -dijo mi madre. Parecía como si pudiera verme, pero la habitación estaba a oscuras, las cortinas corridas.

– No puedo, mamá… Ahora no puedo verte. Estoy ocupada.

– ¿Demasiado ocupada para ver a tu madre?

– Tengo un cita… con mi psiquiatra.

Ella permaneció un momento en silencio.

– ¿Por qué no pones las cosas en claro tú misma -inquirió en tono apenado-. ¿Por qué no puedes hablar con tu marido?

– Mamá -le dije, sintiéndome exhausta-. Por favor, no me sigas diciendo que salve mi matrimonio. Ya es bastante duro tal como están las cosas.

– No te estoy diciendo que salves tu matrimonio protestó ella-. Sólo digo que pongas las cosas en claro.

Cuando colgó, el teléfono sonó de nuevo. Era la recepcionista de mi psiquiatra. No había acudido a mi cita aquella mañana, como tampoco los dos días anteriores. ¿Quería concertar de nuevo las visitas? Le dije que consultaría mi agenda y volvería a llamarla.

Cinco minutos después el teléfono sonó otra vez.

– ¿Dónde te habías metido?

Me eché a temblar. Era red.

– Había salido -le dije,

– Llevo tres días intentando localizarte. Incluso llamé a la telefónica por si te habían cambiado el número.

Y supe que lo había hecho realmente, no porque yo le preocupara, sino porque cuando quiere algo se vuelve impaciente e irracional si le hacen esperar.

– Han pasado dos semanas, ¿sabes? -dijo con una irritación evidente.

– ¿Dos semanas?

– No has cobrado el cheque ni devuelto los documentos. Quería solucionar esto amistosamente, Rase. No olvides que puedo hacer que alguien se encargue oficialmente de los trámites.

– ¿Puedes hacer eso?

Entonces, sin ninguna pausa, empezó a decirme lo que quería realmente, algo más despreciable que todas las cosas que yo había imaginado.

Quería que le devolviera los papeles firmados, quería quedarse con la casa, quería resolver el asunto lo antes posible… porque quería casarse otra vez.