CAPITULO 9
5 de marzo de 1997, 17.45 horas.
Cogo, Guinea Ecuatorial
– ¡Hola! -gritó Candace-. ¿Hay alguien?
Kevin se sobresaltó ante el ruido inesperado. Los técnicos se habían marchado a casa hacía un buen rato y en el laboratorio reinaba un silencio absoluto, roto sólo por la grave vibración de las unidades de refrigeración. Kevin se había quedado trabajando en la separación de fragmentos de ADN, pero al oír la voz de Candace, le falló el pulso y el contenido de la micropipeta se derramó sobre la superficie del gel. Había echado a perder el análisis; tendría que empezar otra vez.
– ¡Aquí! -gritó Kevin, dejando la pipeta.
Entre los botes de reactivos que cubrían el banco del laboratorio, vio a Candace en el umbral de la puerta.
– ¿Vengo en mal momento? -preguntó Candace mientras se aproximaba.
– No, estaba terminando -repuso Kevin. Esperaba que su cara no delatara sus sentimientos.
Aunque se sentía frustrado por haber perdido el tiempo en el análisis, Kevin se alegraba de ver a Candace. Durante la comida, había hecho acopio de valor para invitar a Melanie y a Candace a su casa a tomar el té.
Ambas habían aceptado con alegría. Melanie había reconocido que siempre había sentido curiosidad por ver el interior de la casa.
La tarde había sido un éxito. Sin duda el ingrediente fundamental de ese éxito era la personalidad de las dos mujeres.
La conversación no había decaído en ningún momento.
Otro factor contribuyente había sido el vino que decidieron beber en lugar de té.
Como miembro de la elite de la Zona, Kevin recibía una dotación regular de vino francés que rara vez bebía. En consecuencia, tenía una bodega impresionante.
El principal tema de conversación había sido Estados Unidos, el pasatiempo favorito de los norteamericanos expatriados temporalmente. Los tres habían ensalzado y discutido las virtudes de sus lugares de origen. Melanie amaba Nueva York y afirmaba que era una ciudad sin par, Candace dijo que la calidad de vida en Pittsburgh estaba muy por encima de la media del país y Kevin alabó los estímulos intelectuales que podían encontrarse en Boston.
Habían evitado adrede discutir el arrebato emocional de Kevin en la comida. En su momento, tanto Candace como Melanie le habían preguntado qué había querido decir cuando había comentado que le aterrorizaba sobrepasar los límites. Pero al ver que Kevin estaba muy alterado y se resistía a dar explicaciones, no insistieron. Las mujeres decidieron intuitivamente que era mejor cambiar de tema, al menos por el momento.
– He venido a ver si puedo llevarte a conocer al señor Horace Winchester -dijo Candace-. Le he hablado de ti y le gustaría darte las gracias personalmente.
– No sé si es buena idea -repuso Kevin, sintiendo que la tensión crecía en su interior.
– Al contrario -replicó Candace-. Después de lo que comentaste durante la comida, creo que deberías ver el lado bueno de lo que haces. Lamento que lo que dije te hiciera sentir tan mal.
El comentario de Candace era la primera referencia a la pataleta de Kevin desde que ésta había ocurrido. El pulso de Kevin se aceleró.
– No fue culpa tuya. Ya estaba nervioso antes de oír tus comentarios.
– Entonces ven a conocer a Horace -insistió Candace-. Se está recuperando estupendamente. De hecho, está tan bien que no necesita una enfermera de cuidados intensivos como yo.
– No sabría qué decirle -murmuró Kevin.
– Oh, no importa lo que digas -repuso Candace-. El hombre está muy agradecido. Hace apenas unos días estaba tan enfermo que pensó que iba a morir. Ahora siente que le han dado una nueva oportunidad. ¡Venga! Te hará sentir mejor.
Kevin se esforzó por encontrar una razón para no ir, pero en ese momento lo salvó otra voz. Era Melanie.
– Eh, mis dos compañeros de bebida favoritos -dijo Melanie mientras entraba en el laboratorio.
Había visto a Candace y a Kevin a través de la puerta abierta cuando se dirigía a su propio laboratorio, al fondo del pasillo. Vestía un mono azul con la inscripción Centro de Animales bordada en el bolsillo del pecho.
– ¿Ninguno de los dos tiene resaca? -preguntó Melanie-.
Yo todavía estoy un poco achispada. ¡Dios, nos bebimos dos botellas de vino! ¿Podéis creerlo?
Ni Candace ni Kevin respondieron. Melanie miró primero a uno y luego al otro. Intuyó que algo iba mal.
– ¿Qué es esto?, ¿un velatorio? -preguntó.
Candace sonrió. Le gustaba la actitud directa e irreverente de Melanie.
– No lo creo -respondió Candace-. Kevin y yo estábamos en un atolladero. Yo procuraba convencerlo de que fuera conmigo al hospital a conocer a Winchester. Ya se ha levantado de la cama y se siente de maravilla. Le he hablado de vosotros y le gustaría conoceros a ambos.
– Tengo entendido que es propietario de una cadena de hoteles dijo Melanie con un guiño-. Quizá consigamos que nos regale algunos vales de bebida gratis.
– Con lo agradecido que está y lo rico que es, creo que podrías sacarle mucho más -respondió Candace-. El problema es que Kevin se niega a ir.
– ¿Cómo es eso, colega? -preguntó Melanie.
– Pensé que sería bueno para él ver el lado positivo de lo que ha hecho -señaló Candace.
Buscó la mirada de Melanie, que captó de inmediato las motivaciones de la enfermera.
– Sí -dijo Melanie-. Vayamos a buscar un estímulo positivo de un paciente humano y vivo. Eso justificará nuestros esfuerzos y nos dará ánimos.
– Yo creo que me hará sentir peor -repuso Kevin.
Desde que había regresado al laboratorio, había procurado concentrarse en la investigación para evitar afrontar sus temores. La estratagema había funcionado un rato, hasta que la curiosidad había podido más y lo había inducido a buscar la isla Francesca en el ordenador. Jugar con los datos había tenido un efecto tan desastroso como ver el humo.
Melanie se llevó las manos a las caderas.
– ¿Por qué? -preguntó-. No lo entiendo.
– Es difícil de explicar -respondió Kevin con aire evasivo.
– Ponme a prueba -lo desafió Melanie.
– Porque ver a ese hombre me recordará cosas en las que prefiero no pensar -dijo Kevin-. Como lo ocurrido con el otro paciente.
– ¿Te refieres a su doble?, ¿el bonobo? -preguntó Melanie.
Kevin asintió con la cabeza. Su cara estaba encendida, casi tanto como durante su arrebato en la cantina.
– Te estás tomando este asunto de los derechos de los animales aún más en serio que yo -dijo Candace.
– Me temo que esto va más allá de la cuestión de los derechos de los animales -replicó Kevin.
Se produjo un silencio tenso. Melanie miró a Candace, quien se encogió de hombros, sugiriendo que estaba desconcertada.
– ¡Bueno, ya es suficiente! -exclamó Melanie con súbita determinación. Puso las manos sobre los hombros de Kevin y lo obligó a sentarse en el taburete del laboratorio-. Hasta esta tarde yo creía que éramos sólo colegas. -Se inclinó y puso su cara de rasgos angulosos a pocos centímetros de la de Kevin-. Pero ahora he cambiado de opinión. Creo que empiezo a conocerte un poco mejor, cosa que debo decir que me ha gustado, y ya no creo que seas un esnob intelectual frío y distante. De hecho, me parece que somos amigos. ¿Estoy en lo cierto?
Kevin hizo un gesto de asentimiento. Se veía obligado a mirar fijamente los negros y marmoleados ojos de Melanie.
– Los amigos se cuentan sus cosas -prosiguió Melanie-. Se comunican- No ocultan sus sentimientos ni hacen que los demás se sientan incómodos. ¿Entiendes lo que digo?
– Eso creo -respondió Kevin, que nunca había pensado que su conducta podía incomodar a los demás.
– ¿Eso crees? -lo regañó Melanie-. ¿Cómo tengo que explicártelo para que estés seguro?
Kevin tragó saliva.
– Supongo que lo estoy.
Frustrada, Melanie puso los ojos en blanco.
– Eres tan evasivo, que me sacas de las casillas. Pero está bien, lo entiendo. Lo que no puedo entender es tu pataleta durante la comida, el hecho de que cuando te pregunté qué pasaba respondieras con un comentario vago acerca de "traspasar los límites" y que luego te encerraras otra vez en tu concha y te negaras a hablar del tema. Sea lo que fuere lo que te preocupa, no puedes permitir que se emponzoñe en tu interior. Sólo te hará daño y obstaculizará tus amistades.
Candace asentía con la cabeza a todo lo que decía Melanie.
Kevin miró a las dos mujeres francas y obstinadas. Por mucho que se resistiera a expresar sus temores, en aquel momento le pareció que no tenía alternativa, sobre todo con la cara de Melanie a escasos centímetros de la suya. Sin saber cómo comenzar, dijo:
– He visto humo procedente de la isla Francesca.
– ¿Qué es la isla Francesca? -preguntó Candace.
– La isla adonde van los bonobos transgénicos cuando llegan a la edad de tres años -respondió Melanie-. ¿Y qué pasa con el humo?
Kevin se puso en pie e hizo señas a las mujeres para que lo siguieran. Fue hasta su escritorio y señaló con el índice por la ventana, en dirección a la isla Francesca.
– He visto el humo tres veces -explicó-. Siempre procede del mismo sitio: a la izquierda del macizo de piedra caliza. Es sólo una pequeña columna que serpea en el cielo, pero aparece una y otra vez.
Candace aguzó la vista. Era algo miope, pero por vanidad no usaba gafas.
– ¿Es la isla más lejana? -preguntó. Le pareció divisar unas manchas pardas en el centro de la isla, que podrían ser rocas.
A la luz del atardecer, las otras islas del archipiélago parecían montículos homogéneos de musgo verde oscuro.
– La misma -respondió Kevin..
– Vaya problema -observó Melanie-. Un par de pequeños incendios. Con tantos rayos como caen en esta zona, no debería extrañarte.
– Es lo mismo que sugirió Bertram Edwards -repuso él-.
Pero no puede tratarse de rayos.
– ¿Quién es Bertram Edwards? -preguntó Candace.
– ¿Por qué no puede tratarse de rayos? -inquirió Melanie haciendo caso omiso de la pregunta de Candace-. Es probable que haya vetas de metales en las rocas.
– ¿No has oído decir que los rayos nunca caen dos veces en el mismo sitio? El fuego no fue producido por rayos. Además, el fuego persiste y nunca cambia de sitio.
– Es posible que allí vivan nativos -sugirió Candace.
– GenSys se aseguró de que no fuera así antes de escoger la isla-repuso Kevin.
– Es probable que la visiten algunos pescadores locales -aventuró Candace.