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– He dicho que vuelvas al trabajo. Al oírla, se detuvo, la miró a la cara y contestó en su dialecto, incomprensible para ella:

– Necesito beber.

– No me hables en esa jerga -replicó Mary, buscando con la vista al capataz, que no se veía por ninguna parte. El hombre tartamudeó, en tono sincopado y ridículo:

– Quie…ro…agua.

Una vez dicho esto en inglés, sonrió de repente, abrió la boca y se metió un dedo en ella para señalar la garganta. Mary oyó reír quedamente a los otros nativos que estaban junto al montón de mazorcas. Su risa, bien intencionada, la enfureció; pensó que se reían de ella, cuando lo cierto era que sólo aprovechaban la ocasión para reírse de algo, lo que fuera, en medio de su trabajo, y uno de ellos chapurreando el inglés y metiéndose un dedo hasta la garganta era un motivo de risa tan bueno como cualquier otro.

Sin embargo, la mayoría de blancos creen que es una «impertinencia» por parte de un nativo hablar en inglés. Mary replicó, sofocada por la ira:

– No me hables en inglés -y se interrumpió en seguida.

El hombre se encogió de hombros y sonrió, mirando hacia el cielo, como protestando de que primero le prohibiera hablar en su propia lengua y después en la de ella. ¿Cómo quería que le hablase? Aquella desenfadada insolencia la indignó hasta el punto de dejarla sin habla. Abrió la boca para increparle, pero no pudo proferir una sola palabra. Y vio en los ojos del hombre aquel hosco resentimiento y -lo que era aún peor- un desprecio divertido. Con un ademán involuntario, Mary levantó el látigo y lo blandió contra aquel rostro con fuerza inusitada. No sabía lo que hacía. Se quedó muy quieta, temblando, y cuando le vio aturdido, llevándose la mano a la cara, miró con estupefacción el látigo que sostenía, como si se hubiera desenroscado en el aire por propia iniciativa, sin su consentimiento. Mientras miraba, en la mejilla negra apareció una marca gruesa en la que se concentró una gota de sangre brillante que resbaló por el mentón y fue a caer sobre el pecho del nativo. Era un hombre corpulento, más alto que todos los demás, dotado de un cuerpo magnífico sólo cubierto por un saco viejo atado a la cintura. Mientras le contemplaba, asustada, se le antojó un gigante. Cayó otra gota roja sobre el fornido pecho, que se deslizó hasta el talle. Entonces le vio hacer un movimiento repentino y retrocedió, aterrada, pensando que iba a atacarla. Pero sólo se secó la sangre de la cara con una mano grande y un poco trémula. Mary sabía que todos los nativos estaban como petrificados detrás de ella, observando la escena. Con una voz que sonó áspera por la falta de aliento, repitió:

– Ahora vuelve al trabajo.

Durante un momento, el hombre la miró con una expresión que la aterrorizó; después se alejó con lentitud, cargó con un saco y se unió a la cinta transportadora de nativos. Todos reanudaron el trabajo en silencio. Mary temblaba de terror por la propia acción y por la mirada que había visto en los ojos del hombre.

Pensó: ¿Irá a la policía a denunciar que le he pegado? La idea no la asustaba, sólo la llenaba de ira. La mayor humillación del agricultor blanco es que no está autorizado a pegar a los nativos y, si lo hace, ellos pueden -aunque rara vez lo han hecho- ir a quejarse a la policía. La enfurecía pensar que aquel animal negro tenía derecho a denunciarla, a denunciar la conducta de una mujer blanca. Pero es significativo que no tuviera miedo por ella misma. Si aquel nativo hubiese acudido a la policía, quizá la habrían amonestado, porque era la primera vez, pero lo habría hecho un policía europeo que hacía frecuentes rondas por el distrito y era amigo de los granjeros por haber comido con ellos, pernoctado en sus casas e incluso participado de su vida social. En cambio él, como era un nativo contratado, habría sido devuelto a la granja y Dick no habría hecho la vida fácil a un nativo que hubiera denunciado a su esposa. Tenía a su favor a la policía, los tribunales, las cárceles; y él, sólo a la paciencia. No obstante, la soliviantaba pensar que tuviera derecho a denunciarla; su ira iba dirigida principalmente a los sentimentales y teóricos, a quienes se refería con el pronombre «ellos»; los legisladores y la administración pública, que ponían trabas al derecho natural del agricultor blanco a tratar a sus jornaleros como se le antojara.

Pero mezclada con su ira había una sensación victoriosa, la satisfacción de haber ganado en aquel duelo entre voluntades. Le observó mientras cargaba los sacos, tambaleándose bajo el peso, con los anchos hombros encorvados, y le procuró un gran placer verle sometido de aquel modo. Sin embargo, las rodillas aún le temblaban; podría haber jurado que había estado a punto de atacarla en aquel horrible momento que siguió al latigazo. Pero permaneció allí inflexible, sin traicionar los sentimientos encontrados que embargaban su pecho y manteniendo el rostro tranquilo y severo; y por la tarde volvió, decidida a no ceder terreno en el último momento, aunque temía afrontar durante largas horas aquella antipatía y hostilidad.

Cuando por fin cayó la tarde y el aire adquirió con rapidez el frío penetrante de las noches de julio y los nativos se dispersaron, recogiendo las latas viejas que se habían llevado para beber, o un abrigo deshilachado o el cadáver de una rata u otro animal del veld, atrapado durante el trabajo y que constituiría su cena, y ella supo que su tarea estaba cumplida, porque Dick ya iría a los campos al día siguiente, sintió que había ganado una batalla. Era una victoria sobre aquellos nativos, sobre sí misma y la repugnancia que le inspiraban, y sobre Dick y su lento e insensato derroche. Había hecho trabajar más a aquellos salvajes que él en toda su vida. ¡Pero si ni siquiera sabía manejar a los nativos!

Sin embargo, aquella noche, al afrontar de nuevo los días vacíos del futuro, se sintió cansada y abatida. Y la discusión con Dick, que había planeado durante días enteros y que le había parecido tan sencilla cuando estaba en los campos, lejos de él, y reflexionaba sobre lo que debía hacerse con la granja sin tenerle a él en consideración, se le antojó de pronto una tarea agotadora. Porque Dick ya se preparaba para tomar las riendas como si el mandato de ella no hubiera significado nada, nada en absoluto. Aquella noche volvía a estar preocupado y absorto y no tenía intención de discutir sus problemas con ella. Mary se sintió ofendida e insultada, porque no quería recordar que durante años había rechazado todas las demandas de ayuda de Dick, por lo que su actitud de aquella noche no era más que el resultado lógico de las sistemáticas negativas de ella a asistirle en su trabajo. Aquella noche Mary comprendió, a medida que el viejo cansancio la invadía y aletargaba sus miembros, que los errores de Dick serían la herramienta con que tendría que trabajar. Tendría que sentarse en su casa como una abeja reina y obligarle a hacer lo que ella quería.

Le concedió una tregua de varios días mientras esperaba que recobrara el color y la piel morena que había palidecido bajo los embates de la fiebre. Cuando le pareció que volvía a ser él mismo, fuerte y sin irritabilidad ni nerviosismo, abordó el tema de la granja.

Un atardecer se sentaron bajo la exigua luz de la lámpara y, a su modo rápido y escueto, le describió con exactitud la marcha de la granja y el dinero que podía sacar de ella, aunque no hubieran fallos ni años adversos. Le demostró de manera irrefutable que jamás saldrían del marasmo en que se encontraban si continuaban como hasta entonces: una diferencia de cien o cincuenta libras más o menos, según las variaciones del clima y de los precios, era todo lo que podían esperar.

Mientras hablaba, su voz se iba haciendo áspera, insistente, colérica. Como él no decía nada y se limitaba a escuchar con semblante preocupado, Mary sacó los libros y respaldó sus aseveraciones con cifras. De vez en cuando él asentía, observando el dedo de ella moviéndose arriba y abajo de las largas columnas de números o deteniéndose para insistir sobre un punto o hacer rápidos cálculos. Mientras la oía proseguir Dick pensaba que no tenía motivos para sorprenderse, ya que conocía su capacidad; ¿acaso no le había pedido ayuda por aquella razón?

Por ejemplo, ahora explotaba las.gallinas a gran escala y ganaba unas libras todos los meses con la venta de huevos y pollos para la mesa; pero todo el trabajo relacionado con aquello parecía terminarse en un par de horas. Aquella renta mensual regular suponía mucho para ellos. Sabía que Mary no tenía casi nada que hacer en todo el día; y, sin embargo, otras mujeres que negociaban con volatería a tan gran escala lo consideraban un trabajo arduo. Ahora analizaba la granja y la organización de los cultivos de un modo que le hacía sentir humilde pero que también le incitaba a defenderse. Por el momento, sin embargo, permaneció silencioso, sintiendo admiración, resentimiento y compasión de sí mismo, aunque la admiración predominaba. Se equivocaba en algunos detalles, pero en conjunto tenía toda la razón; ¡cada una de sus palabras crueles era cierta! Mientras la escuchaba, viéndole apartar los cabellos de los ojos con su habitual ademán de impaciencia, también se sentía ofendido; reconocía la justicia de sus observaciones y no podía ponerse a la defensiva a causa de la imparcialidad de su voz; pero al mismo tiempo aquella imparcialidad le molestaba y hería. Miraba la granja desde el exterior, como una máquina de hacer dinero; así la consideraba; y la criticaba exclusivamente desde aquel ángulo. Por eso le pasaban desapercibidas tantas cosas. No le concedía ningún mérito por su consideración hacia la tierra, por aquellas cuarenta hectáreas de árboles. Y él no podía ver la granja como ella la veía. La amaba, era parte de él. Le gustaba el lento progreso de las estaciones y el complicado ritmo de los «cultivos pequeños» que ella siempre tildaba con desprecio de inútiles. Cuando terminó, sus emociones encontradas le impidieron hablar, y permaneció silencioso, buscando las palabras. Por fin preguntó, con su pequeña sonrisa de derrota:

– Está bien. ¿Qué podemos hacer?

Ella vio la sonrisa y endureció su corazón; era por el bien de ambos; ¡y había vencido! Él había aceptado sus críticas. Empezó a explicar con todo detalle qué era exactamente lo que debían hacer. Le propuso cultivar tabaco; todos sus vecinos lo cultivaban y ganaban dinero. ¿Por qué no ellos? Y en todo lo que decía, en cada inflexión de su voz, había una implicación: que debían cultivar tabaco, hacer el dinero suficiente para pagar sus deudas y dejar la granja en cuanto pudieran.