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Lenta, muy lentamente, a lo largo de varias semanas, se fue afirmando en la creencia de que sólo necesitaba subir al tren y volver a la ciudad para reanudar aquella hermosa y pacífica existencia, la vida para la que estaba hecha.

Y un día, cuando el boy volvió de la estación con su pesado saco de víveres, carne y correo y Mary cogió el periódico semanal y miró como de costumbre los anuncios de nacimientos y bodas (para saber qué hacían sus antiguas amistades; era la única parte que leía de todo el periódico), se enteró de que la empresa para la cual había trabajado todos aquellos años solicitaba una taquígrafa. Se encontraba en la cocina, mal iluminada por una pequeña vela y el resplandor rojizo del fogón, junto a la mesa repleta de jabón y carne, mientras el boy preparaba la cena detrás de ella… y, sin embargo, al momento se sintió transportada a su antigua vida. La ilusión persistió durante toda la noche, que pasó despierta, soñando con aquel futuro, tan fácil de conseguir, que era también su pasado. Y cuando Dick se hubo ido a los campos de cultivo, se vistió, llenó una maleta y, fiel a la tradición, dejó una nota en la que se limitaba a decir que volvía a su antiguo empleo; exactamente como si Dick conociera sus intenciones y aprobara su decisión.

Recorrió en poco más de una hora los siete kilómetros que separaban su granja de la de los Slatter. Corrió la mitad del camino, haciendo oscilar la pesada maleta, que le golpeaba las piernas, con los zapatos llenos de arenilla y tropezando en los surcos. Encontró a Charlie Slatter en la hondonada que marcaba el límite entre las dos propiedades, al parecer inactivo, mirando hacia la carretera y silbando por lo bajo, con los ojos entornados. Al detenerse delante de él, Mary pensó en lo extraño que era ver entregada al ocio a una persona siempre tan ocupada. No podía imaginar que él estaba pensando en cómo compraría la granja de aquel chiflado de Dick Turner cuando éste se arruinara. Recordando que sólo le había visto dos o tres veces y que en dichas ocasiones él no se había molestado en disimular su antipatía, Mary se enderezó y procuró hablar despacio, aunque estaba sin aliento. Le pidió que la llevara a la estación del ferrocarril a tiempo para coger el tren de la mañana; no había otro hasta dentro de tres días y se trataba de un asunto urgente. Charlie la estudió con mirada escudriñadora y pareció calcular algo.

– ¿Dónde está su viejo? -preguntó con brusca ironía.

– Trabajando… -murmuró Mary.

Él gruñó, suspicaz, pero metió la maleta en su coche, estacionado bajo un gran árbol junto a la carretera. Se sentó ante el volante y ella le siguió, tras luchar con la manecilla de la puerta, mientras él miraba hacia lo lejos, silbando entre dientes; Charlie no creía en mimar a las mujeres prestándoles ayuda. Por fin Mary se sentó a su lado, agarrada a la maleta como si fuera un pasaporte.

– ¿El marido está demasiado ocupado para llevarla a la estación? -inquirió por fin Charlie, volviéndose a mirarla. Ella se ruborizó y afirmó con la cabeza, sintiéndose culpable, aunque sin pensar que colocaba a Dick en una situación falsa; tenía la mente fija en aquel tren.

Charlie pisó el acelerador y el potente coche entró en la carretera rozando los árboles y haciendo chirriar los neumáticos en el polvo. El tren esperaba en la estación, jadeando y goteando agua y no hubo tiempo para hablar. Mary dio brevemente las gracias a Charlie y ya le había olvidado cuando el tren se puso en marcha. Tenía el dinero justo para llegar a la ciudad; no le sobraba ni para un taxi.

Caminó desde la estación, con la maleta a cuestas, por la ciudad que no había visitado desde que la abandonara al casarse; en las escasas ocasiones en que Dick había hecho el viaje, ella se había negado a acompañarle, no queriendo arriesgarse a encontrar a personas conocidas. Cobró nuevos ánimos cuando se halló en las proximidades del Club.

Era un día espléndido, con ráfagas de viento perfumado y un ambiente soleado y alegre. Incluso el cielo parecía distinto, visto entre aquellos edificios tan familiares que se veían nuevos y limpios con sus paredes blancas y tejados rojos. No era la implacable bóveda azul que se curvaba sobre la granja, encerrándola en un ciclo de estaciones inalterables; era de un azul suave y delicado y Mary, en su exaltación, se sintió capaz de echar a volar sobre la acera y flotar en aquella sustancia azul, por fin tranquila y serena. La calle estaba bordeada de bauhinias, cuyas flores rosadas y blancas parecían mariposas posadas entre las hojas. Era una avenida blanca y rosa, limitada por un cielo azul y diáfano. ¡Un mundo diferente! Era su mundo.

En el Club la atendió una matrona nueva quien le dijo que no admitían a mujeres casadas. La miró con curiosidad y aquella mirada destruyó la felicidad repentina e irresponsable de Mary. Había olvidado la norma que excluía a las mujeres casadas, seguramente porque no pensaba en sí misma como tal. Recobró la cordura cuando se fijó en el vestíbulo donde había recibido a Dick Turner tantísimos años atrás; el ambiente, aun siendo el mismo, se le antojó extraño. Todo parecía brillante, ordenado y limpio.

Se dirigió a un hotel y se arregló el peinado en cuanto llegó a la habitación. Entonces fue a pie hasta la oficina. Ninguna de las chicas empleadas allí la conocía… Habían cambiado el mobiliario; la mesa donde ella solía sentarse estaba en otro lugar y se le antojó un insulto que hubieran tocado sus cosas. Miró a las chicas, todas ellas bien vestidas y bien peinadas y por primera vez se le ocurrió pensar que su aspecto no era el de una secretaria. Pero ya era demasiado tarde. La acompañaron al despacho de su antiguo jefe y Mary vio inmediatamente en sus ojos la misma mirada de la mujer del Club. Bajó la vista, se vio las manos morenas y arrugadas y las escondió debajo del bolso. El hombre la observó con atención y de pronto le miró los zapatos, todavía cubiertos de polvo rojizo porque había olvidado limpiarlos. Con expresión afligida pero al mismo tiempo casi escandalizada, le dijo que el puesto ya estaba ocupado y que lo lamentaba mucho, Mary lo consideró otro insulto; había trabajado en aquella oficina durante tantos años que casi era parte de sí misma y ahora no querían readmitirla. «Lo siento, Mary», murmuró él, evitando su mirada, y Mary comprendió que el puesto aún seguía libre y que aquel hombre se la quería sacar de encima. Hubo un largo momento de silencio durante el cual Mary vio esfumarse y desaparecer los sueños de las últimas semanas. Entonces él le preguntó si había estado enferma.

– No -respondió ella con voz neutra.

De regreso en la habitación del hotel, se miró al espejo. Llevaba un vestido de algodón descolorido y era evidente que, en comparación con los de las chicas de la oficina, estaba muy anticuado. Sin embargo, podía pasar. Era cierto que tenía la piel morena y reseca, pero cuando sus facciones se relajaban, no se veían tan distintas de las de antes; sólo había unas pequeñas arrugas blancas que partían de los ojos como finas pinceladas, debidas a la mala costumbre de entornar los ojos. Y su peinado no era muy favorecedor. Pero, ¿acaso creían que había peluquerías en las granjas? Sintió de improviso un furor ciego y vengativo contra el jefe, contra la matrona, contra todo el mundo. ¿Qué esperaban? ¿Que hubiese pasado por todos aquellos desengaños y penalidades sin experimentar el menor cambio? Pero era la primera vez que admitía la posibilidad de un cambio, en ella, no en sus circunstancias. Pensó en ir a un salón de belleza y recuperar por lo menos su aspecto normal; entonces no podrían negarle el puesto que era suyo por derecho propio. Pero recordó que no tenía dinero. Volcó el bolso y encontró media corona y una moneda de seis peniques. No podría pagar la factura del hotel. Superó un momento de pánico y permaneció sentada en una silla apoyada contra la pared, muy quieta, preguntándose qué haría. Pero el esfuerzo requerido para pensar era demasiado grande; tuvo la impresión de afrontar innumerables humillaciones y obstáculos. Parecía estar esperando algo. Al cabo de un rato encorvó el cuerpo y hundió los hombros, en una postura terca y paciente. Cuando oyó unos golpecitos en la puerta, levantó la vista como si los estuviera esperando, y la entrada de Dick no cambió su expresión. Durante unos segundos, no dijeron nada. Entonces él suplicó, extendiendo los brazos:

– Mary, no me abandones.

Ella suspiró, se puso en pie, se ajustó maquinalmente la falda y alisó sus cabellos, como si se preparase para un viaje ya convenido. Al ver su actitud y su rostro, que no expresaba oposición ni odio, sólo resignación, Dick dejó caer los brazos. No habría ninguna escena: aquella actitud la excluía.

Recobrando a su vez la cordura, Dick, igual que hiciera ella, se miró al espejo. Había salido con su indumentaria de trabajo, sin detenerse ni para comer, después de leer la nota que había sido como una puñalada de dolor y humillación. Las mangas s'e ahuecaban en torno a sus brazos flacos y requemados; no llevaba calcetines e iba calzado con viejas botas de cuero. A pesar de todo, y como si hubieran viajado juntos, le propuso ir a almorzar y después al cine, si le parecía bien. Ella pensó que intentaba crear la impresión de que no había ocurrido nada; pero, al mirarle, vio que sus palabras eran una reacción a la actitud adoptada por ella. Al verla alisarse el vestido, con movimientos insistentes y torpes, él añadió que tal vez debería ir a comprarse algo de ropa.

Ella replicó, hablando por primera vez, en su habitual tono incisivo y brusco:

– ¿Con qué dinero?

Ya volvían a estar como antes, ni siquiera el tono de sus voces había cambiado.

Después de comer en un restaurante elegido por Mary porque parecía demasiado distante para ser frecuentado por alguno de sus amigos, volvieron a la granja como si todo fuese normal y su huida una insignificancia que pudiera olvidarse con facilidad.

Pero cuando Mary llegó a la casa y se encontró inmersa en la rutina de siempre, ahora ya sin sueños que la sustentaran, afrontando el futuro con un fatigado estoicismo, se sintió exhausta. Hacer cualquier cosa representaba un tremendo esfuerzo. Era como si el viaje a la ciudad hubiese agotado sus reservas de energía, dejándole la justa para hacer cada día lo que debía hacerse, pero nada más. Aquél fue el principio de su desintegración interior; empezó con aquella apatía, como si ya no pudiera sentir ni luchar.

Y quizá si Dick no hubiera caído enfermo, el fin habría llegado con rapidez, de un modo o de otro. Quizás habría muerto pronto, después de una breve enfermedad, como su madre, simplemente porque no tenía un deseo especial de vivir. O quizás habría vuelto a huir, en otro impulso desesperado, pero con más sensatez que en la ocasión anterior, y aprendido a vivir de nuevo como por su naturaleza y educación estaba destinada a vivir, sola e independiente. Pero en su vida se operó un cambio repentino e inesperado que retrasó un poco el proceso de desintegración. Varios meses después de su huida y a los seis años de matrimonio, Dick cayó enfermo por primera vez.